9. Oh buen Jesús, sí que os amo...
« Dilexit me et tradidit semetipsum pro me. »
(Gal. 2,20)
OH buen Jesús, sí que os amo, porque me habéis salvado la vida. En las tinieblas del pecado donde había perdido todo de vuestros primeros dones, irremediablemente, gritaba suplicándoos, no pudiendo resignarme a mi damnación eterna. ¿Jamás volvería a ver el sol? ¿Ya no volveré pues sobre el corazón de mi Padre como un niño feliz? ¡Ah! No podía pensar que Dios me haya dado la vida y la alegría para retirármelas tan prontamente para siempre. ¡Y por cuales faltas! Por las flaquezas de una carne menospreciable que el Seductor enloquece. “Para qué haber nacido, si no debiéramos tener la gracia de ser redimidos”, canta el Exsultet en la noche pascual. Algo me decía que el Dios cuyo amor me ha sacado de la nada sabría bien en su misericordia retirarme de mi miseria y levantarme de la tumba.
Ahora que he recibido la maravillosa gracia de vuestro perdón, canto con la Iglesia esta noche amarga del pecado, de la corrupción y de la muerte como una noche bienaventurada: “O vere beata nox. Noche donde Cristo, rompiendo los lazos de la muerte remonta victorioso de los infiernos. Noche donde todos aquellos que creen en Cristo por todo el universo, arrancados a la corrupción del mundo y a las tinieblas del pecado, vuelven a encontrar la gracia y son admitidos en la comunión de los santos. ¡Oh admirable decisión de vuestra ternura hacia nosotros! ¡Oh inestimable predilección de vuestro amor! ¡Para redimir al esclavo libráis al Hijo! ¡Oh ciertamente necesario pecado de Adam que Cristo debía borrar por su muerte! ¡Oh bienaventurada falta que nos ha valido de tener un tal y si grande redentor!” Si la Iglesia no me dictaría ella misma tales palabras, no osaría decirlas. Con ella canto la prisión aborrecida de mis crímenes y de su castigo porque habéis bajado a buscarme y liberarme de ellos tomando sobre vos mi pena. ¡“Mi alma exulta en Dios mi Salvador, porque se ha acordado de Israel su hijo perdido, en su misericordia”!
Nunca jamás hubiera imaginado que debierais, oh Dios mío, salvarme así. ¡Un decreto de absolución nos sería venido del Cielo, un cierto día, qué difícil nos hubiera sido entenderlo! Aunque el Hijo de Dios hubiera aparecido en majestad para publicarlo en medio de nosotros, ¿se hubieran conmovido nuestros corazones endurecidos? ¿Mas para qué imaginar lo que no ha sido, cuando el puro misterio de nuestra Redención brilla a nuestros ojos? “Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum”. Amo la leyenda caballeresca de San Jorge que derriba el dragón y recibe en premio la hija del rey por esposa. Los profetas me conmueven también cuando cuentan vuestras misericordias con las alegorías de la esposa infiel, siempre amada y perdonada. ¡Pero qué lejos de la verdad de vuestra Cruz nos parece todo eso! Sola, ella habla. Es aquí el único Isaac inmolado por toda su descendencia. Es aquí el verdadero José vendido por sus hermanos y que se acuerda de ellos en su gloria para salvarlos. ¿No os amaría cuando os veo sufrir atrozmente y soportar todo sin una queja porque es el salario de mis desvíos y la dote de nuestros desposorios místicos? ¡Ah! ¡No puedo más imaginar ahora como podría unirme en matrimonio a un esposo que no me sea primero un Salvador! Y los ojos arrasados en lágrimas, al contemplar mi Jesús crucificado no sé más que repetir con el Apóstol: ¡“Si hoy vivo sin que esta vida me sea una desesperación y una muerte, es que vivo de la fe en el Hijo de Dios que me ha amado y se ha librado por mi”!
¡Tu solo! El Orfeo de la leyenda no supo en la flaqueza de su carne pagana, arrancar a su Eurídice de los infiernos. ¡El mito encantador volteaba los corazones griegos hacia tu única esperanza, oh Jesús! El solo Orfeo eres tú, cuya lira está en forma de cruz, que apacigua las bestias feroces por su dulce canto y merece de Dios que andes para liberar a tu esposa mortalmente herida por la serpiente. Tu Eurídice escucha tu voz, ella coge tu mano bienhechora y corre sobre tus pisadas en el dédalo tenebroso hacia la luz. Ella te ama de todo su ser reviviendo. ¡Qué será cuando, en la aurora de la eternidad, en la salida de nuestro sendero, volteándote, la invitaras con una inefable mirada a entrar en posesión de tu amor inmortal! ¡“María”!... ¡“Jesús”! Entonces ella se regocijará que la hayas devuelto a la vida durante este largo camino terrestre sin voltearte una sola vez hacia ella, para darle a compartir el merito de tu sufrimiento, de tu obediencia y de tu fe. Carne de tu carne, tú la inmolas contigo cada día sobre tu Cruz a fin que vuelta alma de tu alma, espíritu de tu espíritu, ella comparta en fin tu beatitud divina en el seno del Padre. Oh Salvador de tu Iglesia, ve su amor, escucha su ardiente deseo. ¡Óyela!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 9, Marzo 1969