8. Mi corazón espera la aurora de vuestro perdón
« Deus, ne sileas a me, remitte mihi;
quoniam incola sum in terra et peregrinus. » (Salmo 38)
DIOS mío, he pecado contra vos. Sí, he pecado contra vos y ya no soy digno de ser llamado vuestro hijo. En el abismo de la falta me he hundido, debatiéndome, y las arenas movedizas del mundo me han retenido prisionero. Qué lejos estaba en esta tormenta mi juventud feliz, tranquila, toda de luz y de alegría, cuando vivía día y noche en vuestro santuario, al abrigo de vuestras alas, arrobado de las maravillas que me estaban dadas a contemplar sin cesar. No era que ya la raíz escondida de los vicios no dará mucho que temer, pero no sabía mi debilidad y jubilaba de vuestras bondades. ¡Me amabais! Lo veía bien al cuidado que tomabais de mí, y crecía sin preocupaciones sobre vuestras rodillas.
El abismo se abrió delante de mí y me ha engullido. ¡La carne y sus pasiones insaciables, el espíritu sacudido por las rebeliones del orgullo, los ojos llenos de curiosidad y de codicia, qué ser me he vuelto, desfigurado! Como si estuviera sin padre ni madre, sin educación, me he resbalado y he caído lejos de vos. ¿Oh Dios mío, que tenía pues dentro de mí tan malo que os había faltado así, mientras que me hacíais aún sentir la llamada vehemente de vuestro amor? ¡El hombre! ¿Qué es el hombre para el cual cuidáis y hacéis tanto caso como si fuera un hijo? No, Señor, no soy digno que os acerquéis de mí, porque cien veces os traicioné. Otros no tenían más por sola ley que los gritos de su conciencia, y otros nunca comprendieron nuestra religión sino imperfectamente, imaginándose un Dios severo más pronto a golpear su creatura que a recompensarla y abrumarla de favores. ¡Aquellos, todos, son dignos de vuestra piedad, yo no! No tengo esas excusas de la ignorancia o de la desconfianza. He vivido demasiado cerca de vos, en vuestro amor. He oído desde la infancia los secretos del Cielo y he visto de mis ojos vuestra gloria. Me era fácil desviar mi alma y mi corazón de los prestigios mentirosos del mundo. No hubiera tenido pena a huir Satanás, sus pompas y sus obras. ¿No lo había jurado? Estabais ahí cerca de mí, en mí, como la más preciosa de las cargas, el amigo fiel cuyo retrato moraba dibujado en mi corazón. Sólo tenía que miraros para olvidar todo y apartarme de la trampa del enemigo.
He pecado, hasta tener nauseas, haciéndoos la demostración de mi cobardía y de mi malicia. Confieso haber sentido la perfidia de mis rebeliones, lo odioso de mis desobediencias, la amargura de mis infidelidades sin cesar repetidas. Tenía en mí un ser de pecado que no era completamente yo pero que sin embargo dejaba hacer y que consentía. ¡Contra este ser vil y cruel, hubierais podido emplear la manera fuerte! Al principio temía vuestra ira, vuestros castigos. Para vencerlo, habrías tenido que derribarlo. Pero, tal el buen padre de la parábola, permanecisteis dulce y humilde bajo mis ultrajes. No he llegado al límite de vuestra paciencia. A medida que creció mi falta crecieron sobre mi horizonte como altas montañas con las cimas nevadas, vuestras misericordias.
Me veo bajar en la tumba, corazón ardiente en fin apaciguado, ojos no saciados cerrados a las falsas luces, manos abiertas después de haber dejado escapar todo. A este pensamiento me arrepiento de todo el mal que he cometido. Y quisiera, oh Padre mío, oh Madre mía, oh Dios mío, desde hoy obtener vuestro perdón. ¡Lo quisiera por el amor de vos! Tantos crímenes ya no son nada más que el amargo recuerdo de nuestras rupturas, es una nada para vos como se ha vuelto para mí ahora. Sólo permanece el insulto que os fue hecho. Perdonadlo por los méritos de Jesús Cristo mi Salvador, y seré de nuevo, oh indecible milagro, como el hijo dichoso acurrucado sobre el pecho de su padre. He hecho miserablemente la vuelta de la malicia humana y la he encontrado bien grande ¿pero qué es enfrente del océano de vuestro amor? “Del fondo del abismo grito hacia vos”, y en ese grito mi corazón se apacigua, espera la aurora de vuestro perdón, lo imagina, está seguro de ello. “Ah, no me abandonéis, perdonadme; porque yo soy viajador y peregrino sobre la tierra.” Será para vos la obra más bella, de restaurar sobre mis ruinas el hijo que habéis dado al mundo, en el agua y la sangre de vuestro Hijo, en el día de mi bautismo. Lo que me he vuelto por mi culpa, lo odio. Pero me acuerdo de lo que era en los días de nuestro primer amor y me lleno de admiración, seguro de que ese buen tiempo volverá. Me habíais admirablemente llenado de vuestros dones, y me he aquí a causa de tantos pecados despojado de lo que hacía mi felicidad y mi gloria. ¡Oh Dios mío, devolvedme todo, en un gran movimiento de perdón y seré vuestro hijo bienaventurado para esta vida y para la eternidad!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 8, Febrero 1969