10. ¿Por qué ese gran grito muriendo?
“Vox Sanguinis fratris tui clamat ad me de terra.”
(Genesis 4, 10)
¿OH mi adorable Salvador, por qué ese gran grito muriendo? Exclamavit voce magna... Ese grito traspasa mi alma de dolor pero no sé como entenderlo. ¿Era el sufrimiento en su paroxismo que os arrancaba ese grito, era un atroz y último esfuerzo para arrancar del infierno los condenados de la tierra, era el amor al Padre a quien encomendáis vuestra pobre vida y la alegría inmensa de regresar hacia Él? ¡No lo sé, pero me parece que oigo ese grito, desde el Gólgota venido hasta mí a través las edades, no es tan lejos! Y de escucharlo me pone en contacto real, físico, con el evento, el único evento que nos importa aun cuando toda la turbulencia de los siglos se ha abismado en el olvido. Ese solo grito permanece suspendido en los aires, audible a los hombres aturdidos, y es el solo que nuestro Padre celestial oiga siempre, subiendo de la tierra hacia él como la oración más desgarradora.
¡Cuántos gritos no obstante se han elevado de las bocas humanas! El hombre es un grito, desde el día de su nacimiento al sarrillo de la muerte y tal vez no sea profundamente él mismo, humillado, purificado, en fin leal, sino en este clamor que le arrancan el sufrimiento y la angustia mortal. “Ad te clamaverunt patres nostri, clamaverunt et salvi facti sunt”. De generación en generación en sus desgracias nuestros padres han gritado hacia vos y los habéis salvado. Muchas veces la risa suena falso en este mundo, la sonrisa es el fruto raro del ánimo. El grito y las lágrimas, ellos, son la oración natural y la verdad de los hijos de Adán. Al día siguiente de la Creación se eleva el grito de Abel degollado, atrayendo la maldición sobre su hermano. Y Caín pronto le responde, gritando hacia el Cielo para ser perdonado. Oh Jesús, oh mi dulce salvador, vuestro grito responde al uno y al otro, reconcilia el inocente que pide justicia, con el fratricida que implora la remisión; los reúne en su única oración y su universal expiación.
Exclamavit voce magna… Seguramente, todo el sufrimiento humano recibe su coronamiento y su santificación de este clamor. Asfixiado por el colgamiento, paralizado por el tétanos, exangüe, os habéis por lo tanto enderezado una última vez, para lanzar ese grito prodigioso atestiguando la completa realidad de vuestra Encarnación, la partición fraternal de las penas, de las lágrimas, del sudor, de las lamentaciones de todos los hijos de la mujer. “¿Quién vacila que yo no vacile con él? ¿Quién viene a caer sin que un fuego me devore?” (II Cor. 11,29) Es así que habéis rendido el alma, magníficamente. Lo que observando, el centurión atesta: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”, mientras que la gente de Jerusalén regresaba desconcertados, golpeándose el pecho.
Exclamavit… No habéis querido quedar estoicamente cerrado en vuestro sufrimiento. No podíais guardar para vos solo, en un pudor altanero, la angustia de vuestra carne y la confusión de vuestra alma llevando los pecados del mundo. Humildemente, habéis dejado escapar y derramarse el horror de ellos en un grito. De eso queríais hacernos testigos. No para compadeceros ni para excitar nuestra piedad, sino para que midamos de que amor éramos amados. Que lo midamos, no según la risa y los bienes intercambiados pero según el sufrimiento endurado, desnudo, solitario, por vos para nosotros. ¡Ah! Ese grito nos aprende que hay un amor más grande aquí en la tierra que aquel cuyo arte y esfuerzo consisten a complacer. El gran amor es padecer y morir por aquellos que amamos. La prueba del amor está en este clamor que los siglos repercutan; llama a los pecadores a enmendarse para que vuestra Cruz no les sea inútil.
Iterum clamans voce magna, emisit spiritum…Dijisteis: “todo está consumido”. Y hubo ese gran grito que se acabó en la más santa entre las oraciones de la muerte: “Padre, entre tus manos encomiendo mi espíritu”. No me puedo impedir creer que entonces resentisteis alegría. En el colmo del dolor, era por lo tanto el momento de la obra cumplida, del mundo salvado, de la gracia perfecta. Era el momento en el que volvíais hacia el Padre y así, hombre, ibais a entrar por primera vez en el descanso de su amor. Entonces fuisteis sumergido por una inmensa alegría, esta alegría que es el todo del hombre salvado, como las lágrimas son el todo del hombre oprimido. Grito de alegría incompresible de un cuerpo molido que acaba con los miedos de la agonía, grito de alegría del alma en la consumación de la obra redentora, grito de alegría del Hijo a la llegada del momento en el que va a regresar a su Padre. Es para la alegría que hemos sido creados, pero es por el sufrimiento y en el amor que debemos entrar. ¿“Oh Dios mío, existe alegría más grande que aquella de sufrir por vuestro amor”? ¡Una luz chorreaba de vuestra Cruz, rojo, oro y blanco: qué sufrimiento, qué amor, qué estremecimiento de alegría en ese Grito!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 10, Abril 1969.