13. No es por estar sin mancha ni por ser mejor
“Væ mihi, quia vir pollutus labiis ego sum,
et in medio populi polluta labia habentis ego habito.”
(Is. 6, 5)
¡JESÚS, lejos de mí la idea de juzgar la Iglesia mi Madre ni de jamás separarme de ella, lejos de mí! Necesito demasiado el alimento que me da para alejarme de ella un solo día, tengo demasiados deseos que ella sola puede colmar para considerarla con un ojo de súbito extranjero. Fuera de la Iglesia no tengo salvación ni en la tierra ni en el Cielo y si, como otras veces los Apóstoles rechazaban los niños ruidosos o el ciego inoportuno, viniera a ser rechazado fuera de ella, oh mi Salvador, me quedaría bajo el pórtico escuchando las voces fraternales cantar las alabanzas divinas y señalaría, aún, a los pasantes que entren para gozar de los bienes de los cuales sería excluido.
Amo, amo la santidad de vuestra Iglesia, a ella comulgo por todas las compuertas de vuestros sacramentos. Es por eso que detesto, que odio el error y los vicios que prosiguen en ella impunemente su obra de muerte. ¿Pero qué soy yo, oh Dios tres veces santo, para reprochar a mis hermanos aquello de lo que sufro yo mismo, ese mal que tengo en común con ellos? En ondas poderosas las mismas locuras, las pasiones de este mundo que desaferran sobre la Iglesia no me omiten y me destrozan. Gimo como Isaías: “¡ay de mí, estoy perdido porque soy un hombre de labios impuros, el pueblo en medio del cual vivo tiene él también los labios impuros, y he visto con mis ojos el Rey, el Señor de los Ejércitos!” A ese gran Dios que no obstante me llamaba, diciendo: “¿Quién enviaré? ¿Quién ira por nosotros?” he contestado como él: “¡Aquí me tenéis, enviadme!” San Santiago bien nos dice que el mismo Elías era un hombre semejante a nosotros, vulnerable; ¿yo que no soy profeta ni Apóstol pero cristiano ordinario, pobre sacerdote, quién soy para combatir en los otros aquello que me atormenta más que ellos? ¡Oh! No, no es por estar sin mancha ni por ser mejor lo que me da de padecer hasta tal punto los males de la Iglesia. Es por estar afligido con ellos y por resentir tanto su influencia que bien sé su perversidad y por eso tiemblo.
La herejía como la flecha inflamada de un Ángel de luz me ha seducido, su vértigo inaudito me ha tentado. La rebelión me ha propuesto la voluptuosidad de ser libre y el regreso a los sueños prohibidos, como una caricia de Satanás. ¡Si no he caído, si no he sido llevado, es por gracia! Señor y Juez soberano de mi alma, no soy el acusador de mis hermanos ni de mis padres, pero el heredero y el compañero de sus luchas y de sus miserias. Su combate es el mío, el mío ayuda el suyo. Si desfallecen yo caigo, pero no puedo demorar firme sin suplicarles de mantenerse conmigo. Somos un muro, que será llevado totalmente por las olas o que resistirá sin fisura. “Foris pugnae, intus timores” (II Co. 7, 5) Son mis temores íntimos que me mandan al combate, es mi debilidad que me hace gritar a los otros de ser fuertes. ¡La experiencia mórbida de las seducciones y de las violencias de la carne, del mundo y del demonio, las he resentido en mí, cerca de mí, hasta causarme nauseas, cómo podría abandonarle los hijos de los cuales me habéis establecido el guardián y los hermanos sin quienes no sabría vivir!
Así, Maestro adorado, habéis decidido de mi vocación y de su cáliz amargo. Otros os han servido dignamente en la Iglesia por su santidad. ¡No es, todavía no! así de mí, pecador. Al menos habéis de anticipo dispuesto que ese pecador os serviría él también bebiendo en su miseria misma alguna poderosa razón de combatir, por fuera como por dentro, vértigos de error que conoce como la tentación de todas las temporadas. A la vuelta de una pagina de libro, en un proyecto de porvenir o el sueño de una vida apacible y dulce, la misma falsa religión moderna me tiende sus redes. Admitirlo aun por otros, como una opinión autorizada o una libertad permitida, sería fatalmente librarme yo también. Entonces renuncio, por los otros, obstinadamente. ¡Lastimado pero no puesto a muerte, irritado pero no corrompido, angustiado pero jamás desesperado, conozco ahora el Adversario de la Iglesia! Bajo sus mascaras nuevas, es siempre él, el tentador y el enemigo del genero humano, que dispersa el ganado y devora a los hijos de la gracia.
“In hoc cognovi quoniam voluisti me, quia non gaudebit inimicus meus super me” No, el Enemigo no ha clamado sobre mí el grito de su definitiva victoria. ¿Por qué me habéis así protegido? ¿Por ternura, por mi salvación? Aún más, por mis hermanos, mis hijos y mis hijas en peligro de condenarse. Que vuestra victoria, oh Cristo, sea un día mi victoria, y que mi victoria sea la suya a ellos todos. ¡Aleluya! En lo más fuerte de la lucha, creo en la Luz, espero la Justicia definitiva, amo, amo la resplandeciente santidad de vuestra Iglesia que me dice la dulzura de las colinas eternas.
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 13, Julio 1969.