17. Sobre el corazón de Cristo, vuestro Esposo

"Domine, non est exaltatum cor meum,
neque elati sunt oculi mei".
(Sal. 130,1)

Sagrada FamiliaO Jesús, oh Virgen María, oh patriarca José, cuando el miércoles a vísperas llegamos a ese salmo ciento treinta, es como un alto a Nazaret. Las imágenes pasan fugitivas, de vuestra vida pobre y escondida… Admiro la Sabiduría y la Misericordia de vuestro Padre y nuestro Padre, quién de toda eternidad ha escogido este camino de humildad para vos y para nosotros. El curso de nuestras vidas hubiera podido ser otro pero ese dulce canto del salmo 130 lo explica y nos lo da a amar, en su simplicidad. Creo escucharos murmurarlo aún, cerca de nosotros: “Señor, mi corazón no es engreído ni mis ojos altaneros.” No he tomado el camino de las grandezas de ese mundo ni aquel de la celebridad. Todo eso es demasiado alto para mí. Mi alma en mí está serena y silenciosa como el hijo sobre el seno de su madre, saciado.

¡Oh Jesús si es cierto, y es cierto, que toda palabra de la Escritura estaba dicha proféticamente de vos el Mesías prometido, en esta imagen del niño que descansa sobre el seno de su madre, como no pensar a vos tal que la piedad de las generaciones os han representado de preferencia, niño en los brazos de la Virgen María! El salmista ha escogido justamente esta imagen, bajo la inspiración de vuestro Espíritu Santo, para cercar la humildad del Justo. Vuestra divinidad se mantenía así con simplicidad y con calma en esta naturaleza humana tan baja sin embargo, tan humilde en el verdadero sentido que quiere decir cerca de la tierra. Descendido tan bajo, tan bajo como tierra, no buscabais ni la exaltación de las grandezas humanas ni la celebridad ni nada que rebasara vuestra condición primera de hijo de José, a lo que se creía, el carpintero. Así recitabais vuestros salmos con sinceridad y con alegría, como nosotros cada semana, a lo largo de los treinta y tres años de vuestra vida siempre modesta.

A veces, rebasando la imagen del hijo sobre el seno de su madre, contemplo los movimientos de vuestro corazón, entiendo en sus operaciones íntimas la humildad de vuestra alma toda divina. Por ejemplo cuando quitasteis Nazaret para empeñaros en la predicación del Evangelio o cuando descendisteis del Tabor con vuestros apóstoles, o durante esta fiesta de ramos que os fue un triunfo más bien provincial y lugareño bajo el ojo despreciable de la gente más selecta de Jerusalén. En esos cambios de vuestro destino habéis escogido verdaderamente vos mismo vuestro camino, sin luchas interiores. Era aquel donde os inclinaba vuestro corazón, dulce y humilde. Entrabais así de toda vuestra alma en las voluntades del Padre. El salmo ciento treinta cantaba en vos, inspirándoos tomar el sendero ordinario de los pobres, el camino de las abyecciones. Vos que por naturaleza teníais derecho a todas las riquezas, todos los honores, toda la gloria, os habéis contentado del seno virginal de la pequeña princesa desconocida de Nazaret para allí descansar y de los campos de Galilea para allí predicar vuestras Bienaventuranzas. Habéis escogido por discípulos pescadores casi iletrados y no habéis subido hacia la capital, no habéis conocido el parlamento, el mandato militar, el palacio del rey más que para allí ser mofado, zamarreado, flagelado, para allí ser excomulgado por los sacerdotes, condenado injustamente en nombre de Cesar y enviado al suplicio con los derecho común. ¡En todo eso guardabais el alma calma y serena como el hijo, saciado descansa sobre el seno de su madre, vuestro corazón demoraba como aquel del niño pequeño que erais antiguamente, fácil y muy razonable, en la morada del carpintero de Nazaret, para el asombro de los siglos!

La ideal perfección de esta humildad conmovedora pero heroica, escondida a nuestros ojos en el salmo y toda aparente en vuestro Evangelio, la volvemos a encontrar aún hoy en vuestra presencia eucarística. Deseáis que toda la tierra venga alrededor de vuestros altares adoraros y glorificaros. Sin embargo aceptáis la solitud y el olvido de los sagrarios, amáis la oración de los humildes en vuestras iglesias desiertas. De antemano vuestro Padre os ha tomado en su gloria, pero en elevándoos en los Cielos nos habéis dejado vuestra humildad. Después de vos, la Virgen María ha vivido de nuevo escondida y silenciosa en un pudor admirable, ejemplar. La Iglesia también, la Iglesia de los Apóstoles y de los mártires, de las vírgenes y de las penitentes, la Iglesia santa ha pasado cerca de todas las potencias y las grandezas de este mundo sin dejarse por ellas seducir. Aquellos que no tienen en la boca más que injurias y reproches por su “triunfalismo” la desconocen y temo que ellos mismos se exalten febrilmente en la soberbia de una humildad fingida. Por eso os amo aun más, pobre querida Iglesia romana, perseguida por tantos enemigos y ahora bofeteada por vuestros propios hijos, sin embargo siempre igual a vos misma, fiel a Nuestro Señor en una perfecta humildad, real tanto que de corazón. Vos también como él deseáis juntar toda la familia humana y sin embargo os contentáis de modestos triunfos y de glorias incomparables pero escondidas. Os contemplo sobre el Corazón sagrado de Cristo vuestro Esposo, serena y pasible como el hijo saciado sobre el pecho de su mamá. He aprendido a amaros juntos, oh Cristo, oh Iglesia, todos mis amores. Allende la muerte y aun, oh locura, si bajaría en los infiernos, me llevaré para la eternidad esta maravillosa visión de vuestro acorde en una común simplicidad, en el encanto indefinible pero inolvidable de vuestra condición terrestre, donde las glorias de la divinidad traspasaban dulcemente en las humillaciones de la carne…

Cuando cantamos ese salmo bendito, me pongo a amar esta condición humillada, que es nuestra por gracia y, sin vergüenza, sin arrepentimiento, admiro que otros se nos unan y nos sigan en esta abyección como sobre el Corazón de un Dios que ha nacido, que ha vivido y que ha muerto para vivir de nuevo, pobre y humillado.

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 17, Noviembre 1969.