23. El memorial de la Cruz

Hæc quotiescumque feceritis,
in mei memoriam facietis.”

Le Saint-Sacrifice de la MesseOH Jesús, Sumo Sacerdote y Víctima Santa de ese único sacrificio humano que haya jamás complacido a nuestro Padre celestial, ¿cómo no tendría vergüenza decirme sacerdote cuando soy tan poco víctima? ¿Y cómo podría yo celebrar vuestro Memorial sin probar un gran temor, realizando esta función que por vos renueva el sacrificio de vuestra vida? “Agnoscite quod agitis, imitamini quod tractatis.” Fui recibido, ordenado, enviado al servicio de la Iglesia con esas palabras que después de veinte años y más todavía no he entendido bien. “Entiendan lo que hacéis, imiten lo que cumplís. Y puesto que celebráis el misterio de la muerte del Señor, tengan cuidado de hacer morir en vos los vicios y todas las malas tendencias.” Armado de este misterioso mensaje, avanzo en este sacerdocio donde cada día es aquél de la renovación del Sacrificio, siempre y jamás el mismo. Aún estoy en los umbrales de este Misterio de fe, aterrador y maravilloso, que cumplo con mis manos, con mi voz, vueltas vuestras manos y vuestra voz, oh Cristo: Éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre. ¡Entender y realizar la Misa en su propia vida, qué vocación!

Por la fuerza de mis palabras que son las vuestras, el pan y el vino previamente ofrecidos a Dios en nombre del pueblo fiel se convierten en vuestro Cuerpo, oh mi Salvador Vivo, y vuestra Sangre bermeja, ¡lo creo! Esta Presencia verdadera, real, substancial, me desconcierta sin perturbarme. En la lealtad, la claridad, la certitud de vuestra Palabra ¿cómo vacilar en creer que las cosas son como las decís? Niño he recibido de la Iglesia materna esta herencia de la fe, hombre no hay nada que en ello me haga sentir alguna duda. Adoro cada día vuestra Presencia, asombrándome apenas que el Dios de majestad condescienda en venir habitar en nuestro hogar. Admiro, deslumbrado, este milagro de vuestro amor. Pero el amor basta en alumbrarlo todo entero. Aquél que ama, cree. A donde sea que vaya os encuentro, dispuesto a acogerme. Prosigo el viaje único que me lleva sin regreso a mi término. Entre todos mis amigos de juventud, no he conservado, que me haya precedido y seguido por todos lados a donde he pasado, más que vos solo, huésped amadísimo de nuestros santuarios. Allá a donde me llevará la muerte cuento con encontraros aún, oh mi Pan de cada día, oh Vino de mi alegría, oh vida mía. Iré postrarme ante vuestro sagrario, en las colinas eternas a donde pretendo.

Sin embargo el misterio de la misa es mucho más. Venís entre nosotros, pero no solamente para ser contemplado y amado por vuestro pueblo santo, ni para ser adorado como inmóvil sobre un trono de gloria. Desde el instante de la consagración, la acción litúrgica me lleva en vuestro movimiento. A penas he pronunciado, no yo pero vos, las palabras sagradas, os apoderáis de estos signos del pan y del vino que demoran, para hacer de ellos el lenguaje y la forma de vuestro sacrificio. El pan, lo habéis hecho vuestro Cuerpo y el vino vuestra Sangre. Pero es para volver a hacer de vuestro Cuerpo entrega entera al Padre en Hostia de alabanza y de vuestra Sangre una libación expiatoria como en el día del Calvario, de manera que merezcan parecer a nuestros ojos lo que han llegado a ser, nuestro Pan supersubstancial y nuestro Vino místico. Este sacrificio que anticipabais la noche del Jueves santo, lo reiteráis ahora y nos lo representáis. Vuestro Cuerpo está ahí de nuevo entregado por nosotros y vuestra Sangre derramada, signos muy seguros de nuestra redención.

Así celebramos vuestro Memorial. Es vos y no nosotros que hacéis revivir en toda verdad en la transubstanciación de la Misa la transmutación de vuestro Cuerpo en alimento y de vuestra Sangre en bebida de vida eterna, operada una vez por todas sobre la Cruz. Un velo opaco esconde este misterio a mis ojos mientras celebro. A esta hora, aquí, nuestro querido Mediador paga de nuevo con su persona, expía e intercede por nosotros. El Acto único de la Cruz se renueva y de ello somos los fieles atónitos. Sería el momento de participar a él por nuestra ofrenda personal y de unirnos a vuestra inmolación. La orden de mi obispo me viene de nuevo a la mente: “Entended lo que hacéis y entonces imitad lo que se cumple en vuestras manos, con vuestra palabra.” Oh Jesús, he entrado como sacerdote en vuestra función de Sacerdote, ¿cómo podría tardar en seguiros así en vuestro estado de Víctima? Ay, ved mi debilidad…

Pero mientras balbuceo y me aplasto en mi nada, la liturgia avanza hacia su consumación en el amor. No me he ofrecido bastante y sin embargo me tendéis la patena santa y la copa de la salvación. Lo que no he sabido decidir, venís hacerlo en mí. Infundáis en mis miembros esta voluntad de oblación, esta mortificación necesaria, esta elevación espiritual que no tendría la fuerza de cumplir por mí mismo. Tal es la utilidad de la comunión en mi vida. No es la alegría bienaventurada de la unión perfecta que cantan los cánticos de los santos. Para el pecador que soy, el sacramento es aún y aún el viático del pobre, el remedio para el enfermo, el sacrificio en mí de mi Salvador que me obtiene todas las gracias. ¡Ah! ¿Cuándo será, el tiempo bendito donde, desde el introito hasta el último Evangelio, seré en toda verdad y perfección Sacerdote como Vos, los ojos abiertos, las manos industriosas, el corazón resuelto, para hacer con Vos, no sólo con el gesto y la voz pero con mi ser entero, esta Acción de la Misa, nuestro común Sacrificio? ¿Cuándo me haré en fin Víctima con Vos, todo inmolado en mi ser natural para entrar en comunión perfecta con Vos, en oblación de acción de gracias al Padre? Entonces nuestra Misa habrá alcanzado su forma eterna, cuándo la fusión de nuestros corazones hará de nuestro cuerpo y de nuestra sangre una sola Hostia, un solo Cáliz para la salvación de la multitud para la Gloria de Dios Padre. Así sea.

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 23, Mayo 1970