29. Pater noster

“ Te igitur, clementissime pater...”

Pater nosterPATER noster… me acuerdo de esta pequeña santa Germana de Pibrac que, cuidando sus ovejas, rezaba sin cesar. ¿Y que decís cuando rezáis? Digo: Padre Nuestro… ¿Y después? Y después lloro. ¡Ah! la veo, esta hermanita de nuestras almas, en su solitud de los campos. Eleva los ojos hacia el cielo, como Jesús, el cielo inmenso del cual su corazón es el espejo, y empieza su oración: Padre Nuestro… Una creatura entra en la contemplación de su Creador, de su Señor y de su Dios. Basta. Las palabras ya sobreabundan de misterio. ¡Ah! quisiera saber qué torrentes de luz, incendiando de tierna piedad el alma de esta pastora, suspendían su oración y hacían correr esas lágrimas. Pero a través de los siglos, y de los espacios, sois el mismo, oh Dios mío, y nos habéis hecho como un solo cuerpo en un mismo Espíritu. Renováis nuestra oración de generación en generación, indefinidamente, para que nuestra Iglesia de alguna manera despose vuestra eternidad. En cada uno de nosotros las aspiraciones inefables del Paracleto renuevan vuestra Alabanza en la simplicidad de una sola Palabra y decimos por el mismo Jesucristo vuestro Hijo Nuestro Señor: ¡Abba, Padre (Rom. 8, 15, Gal. 4, 6)!

Pater, oh Padre, oh Misterio del misterio mismo, Fuente de mi fuente, Principio que, engendrando Vos mismo y creando todo, no sois ni engendrado ni creado, tan pronto como he dicho vuestro Nombre que me lanza en un abismo de silencio y de adoración. Hubo un tiempo donde no era, antes que me sacaras de la nada. Hubiera podido y debido no ser, nunca nunca existir. No le hubiera hecho falta a nadie, por que no hay privación más que de lo que ya existe, de lo que es bueno, de lo que es amado y que nos es arrancado. No le hubiera hecho falta a nadie, nadie me hubiera esperado en casa por la noche, ningún corazón hubiera latido más rápido a mi nombre, ninguna oración me hubiera rodeado, nada sin nombre. Pero Vos, sin mí, sin nosotros, sin nadie ni nada del universo, Sois eternamente, sin que sea posible imaginar que hubieras podido no ser ni que hayas nacido de otro o salido de la nada. ¡No! ¡Sois, y vuestro nombre es YAVÉ YO-SOY, oh el único ser absoluto, necesario, infinito, inmenso, eterno y perfecto! Santo, Santo, Santo, de vos sólo estoy seguro, Vos que nada amenaza y a quien nada falta. Cuando de nuevo abro los ojos sobre el mundo y sobre su poblado, cuando mi alma se eleva hacia el cielo y sus miríadas de ángeles, entiendo que sois Padre. La vida que tenéis, nos la dais. Que la dais perfectamente a vuestro Verbo y a vuestro Soplo, lo sé por la fe pero ya presentía por esta gracia que nos es hecha de volvernos hijos de Dios, que no seríamos verdaderamente vuestras hijas y vuestros hijos en el tiempo si no erais Padre en vuestra Eternidad.

En vista de qué don sublime me habéis llamado a ser, lo discierno apenas. Pero ya ese designio de vuestra Sabiduría, esta decisión operante de vuestro Amor, oh Padre, han creado para siempre mi alma y mi cuerpo. Os hemos arrobado una chispa de vuestra necesidad y ahora, salidos de la nada a vuestra llamada, jamás regresaremos a él. La muerte misma no es más que un pasaje. Vivo y viviré siempre, Contigo o contra Ti, oh Padre muy clemente, como Tú eres y vives por los siglos de los siglos. Lo que no era existe y lo que no hubiera debido ser entra en participación de la inmortalidad. ¡Aleluya! Ah sí, alabemos ese Dios que nos ha creado y que jamás querrá echarse atrás sobre ese don y volverlo a tomar. Es Padre para siempre y somos sus hijos, si solamente lo queremos.

Pater Noster… La pastorcita de Pibrac evocaba ese misterio en su solitud de niña pobre, sola en el mundo. Y cuántos huérfanos, viudas, abandonados la han repetido, esa oración, en el mismo desamparo. Pero tenían a Dios por Padre, ellos de los cuales la Iglesia era la única madre. Mientras la segunda palabra viene a mi labios cuando ya la primera me arroba, he aquí que aparecen en Vos una, y dos, ocho, diez, mil, ¡oh! millares de millones de personas de las cuales no me sabía conocido ni amado y que veo en ese instante como teniéndome estrechado, reunidos en ese Corazón que es el vuestro, ¡oh Padre nuestro! Los habéis engendrado vuestros hijos y vuestras hijas, ellos conmigo, yo con ellos, los unos para los otros. Esta revelación repentina, siempre nueva, me conmueve primero encontrando en vuestro amor aquellos de los cuales la ausencia, la privación, me hacen falta o me harían más falta. Unidos en nuestra eterna fuente, jamás nos volveremos extranjeros ¡oh alegría!

Mientras seáis nuestro Padre permaneceremos hermanos, hermanas, encontrando nuestra consolación y nuestra esperanza, nuestra común y tranquila demora en Vos. Pero veo, más allá, otras multitudes que sólo junta vuestra gracia. Veo santos, tan bellos, tan gloriosos que nunca osaría acercar como mis hermanos y mis hermanas si no invocara con ellos ¡“Padre nuestro”! Y los paganos mismos, los perversos, vuestros enemigos, ¡oh Dios justo! Regresan cerca de mí y dejan de serme odiosos si tan sólo escucho salir de sus labios con la misma e implorante dulzura las palabras desarmantes de nuestra oración católica: ¡Padre Nuestro!

No puedo proseguir. ¡Henos aquí todos, si queremos, posesores de Dios! ¡Sois Nuestro ahora, oh Dios Poderoso, Vos que no dependéis de nadie! Pero no osamos pronunciar las palabras atrevidas de esta posesión llena de amor sino porque somos instruidos por vuestro Hijo, él que decía perfectamente “Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”, revelándonos así misterio tras misterio. Él sólo podía decir “mi Padre” en toda verdad, por que en el seno de Él, consubstancial, habitaba la plenitud de vuestro común Amor, convirtiendo su solitud con Vos generosa, fecunda. Y en la plenitud de esta mutua presencia Él sólo podía apropiarse toda vuestra Paternidad por que os decíais en Él perfectamente. Pero añadía al instante: “Vuestro Padre, vuestro Dios” para significarnos que en Él vuestra Paternidad nos llamaba ya a vivir juntos con Él, una vida toda divina, unidos en una plenitud de gracia y de verdad.

¡Padre Nuestro! Como Santa Germana de Pibrac, por el socorro implorado del Espíritu Santo y de la Virgen Incomparable, remontándome braceando hacia mi fuente lejana como estos pescados gordos que suben a contracorriente los ríos a la época de los amores y pasan las barreras para encontrar los torrentes donde nacieron. ¡Padre Nuestro! Una inmensa tarea me apura. Un instinto, una vocación me desvía de las aguas muertas y me conduce de esclusa en esclusa a la fuente que brota de las aguas vivas. ¡De ahí hemos salido donde debemos reunirnos, sin falta, pronto! Y no sé lo que me apura más, encontrarte en fin, Tú que eres mi principio, para hundirme en Ti que serás mi beatitud o, por la fuerza obscura del segundo precepto que es semejante al primero, traer a la unidad perdida, en Ti Padre Nuestro, toda la familia humana.

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 29, Diciembre 1970.