33. Ecce Mater tua

Stabat Mater dolorosa juxta Crucem…”

CrucifixiónOH Madre de Cristo, nuestra Madre, dejad a vuestro hijo bajar sus miradas de la espantosa vista de Jesús sobre la Cruz en las angustias de la muerte, hacia Vos para su consuelo. Por supuesto no me atrevo forzar lo íntimo de vuestro corazón despedazado para sorprender en él los sentimientos inmensos de amor y de alegría, de dolor y de terror. Los que mejor os conocen me han apartado de imaginar en vos locas tormentas, descaecimientos, entusiasmos repentinos, torrentes de lágrimas ni palabras heroicas. Una verdadera madre en las grandes y terribles horas donde está estrechamente asociada a la vida, a los sufrimientos, a la muerte de sus hijos, no discurre ni gime. Ama, compadece y reza. Vos, oh Madre, cuando el Hijo de Dios y vuestro Hijo se inmola sobre la Cruz en hostia de Alabanza y de Gloria al Padre, en testimonio de perdón y de misericordia por sus hermanos, permanecéis de pie, según el testimonio del Evangelio, sin desfallecer, para comulgar a todos los movimientos de su Corazón y sentir todos los dolores de su ser. Una espada espiritual, tan filosa como la otra, traspasa vuestra alma y os hace mártir con Jesús, víctima del mismo sacrificio, sangriento y no sangriento, para nuestra Redención.

Pues este hijo no hacía nada sin el permiso de su Madre… Desde el día lejano en el que lo habíais encontrado en el Templo ocupado en los asuntos de su Padre, estaba convenido entre vosotros que todo sería cumplido según la Voluntad soberana del Padre que Jesús, Él, conocía perfectamente. Pero, sin embargo, nada notable, nada grande se hacía sin que participarais a ello por vuestro título y con vuestra autoridad de Madre. Por la virtud de su humildad, para el mérito de una obediencia perfecta, Jesús os pedía en todo vuestro consentimiento de tal manera que su vida transcurría tranquilamente en una misma y una sola sumisión a Vos y al Padre. Ahora moría en la Cruz por que os había parecido bueno, al Espíritu Santo y a Vos, que así sea de ello. Primer fruto de su Agonía, vuestra Caridad os hacía participar al Sacrificio Supremo de vuestro Hijo, con todo vuestro Corazón materno…

No avanzaré en ese reino, ese jardín cerrado, ese paraíso de vuestro corazón virginal y materno. Su misterio de sabio amor y de amorosa sabiduría, sus arranques ardientes de oblación a Dios de todo él mismo unido al Corazón de su Hijo para sufrir aún, aún, y aún más, en remisión de los pecados del mundo, sus angustias de compasión que despedaza a cada estremecimiento de esta Carne marchitada, sus sorpresas, sus éxtasis al oír las Siete Palabras maravillosas pronunciadas con sus labios desecados, su resolución prodigiosa de quedarse ahí cerca de la Cruz hasta el final, sin una queja, sin un grito, sin ni siquiera una súplica de piedad al Padre, de mitigación para Jesús en sus dolores horribles, ¡ay! no, no soy digno de conocerlo, ese Misterio de una ternura sin ningún otro igual y de una dulzura tan grande que permanece en secreto para Jesús como una caricia sobre su frente entre el fuego de las espinas, como un beso de madre sobre el cachete de su hijo devorado por la fiebre. A vos, Jesús, a Vos sólo, la mirada y el vuelo íntimo de esta sublime creatura, a Vos la vista de este excesivo dolor, signo seguro de un amor exclusivo y sin límite. En el Calvario, María es vuestra, únicamente Vuestra; vuestros hijos vuelven la cabeza a otro lado para dejaros a los dos como si estuvierais solos en el mundo, intercambiar los pensamientos y el amor de vuestros dos seres bajo la mirada del clementísimo Padre, María y Jesús, uno ayudando al otro y no haciendo en esta hora más que uno, un solo corazón, una sola Hostia. Una cum Christo hostia, cor unum. Por que estaba escrito que en virtud de la Santa Cruz ya no serían dos pero, como en el primer día, una sola carne… pero crucificada.

Fili, ecce mater tua… Mientras que estamos cerca de Juan, adorando y rezando, como en la noche de la Transfiguración, es la voz de Jesús que nos libera de la torpeza que invade. ¡Es él, Jesús expirando, que nos confía a Vos, oh Madre dolorosa, y Vos a nosotros, Virgen incomparable! No cabe duda, es una divina Palabra y es una orden: Madre, ahí tenéis a vuestros hijos… Hijos, ahí tienen a vuestra Madre. ¿El hermoso don que nos hacéis, oh dulce Salvador, cuando estáis a punto de morir, nos consolara de perderos? ¡Pero cómo podréis pensar, oh Cristo, que pudiésemos consolarla, ella, cuando habréis desaparecido, Vos su Único Bien! No, no, no, es imposible. No puede ser el sentido de vuestro Testamento. Dando vuestra vida, nos dais aún el resto, vuestros bienes, y de todos vuestros bienes el más precioso, el más querido, el Único, hay que decirlo: el más propio a vos, aquél que poseíais sin compartir y del cual os desposeéis - ¡ay! se me salen las lágrimas- del cual os desprendéis antes de morir para liarla a nosotros, para abandonárnoslo y para consagrárnoslo: el Corazón de vuestra Madre.

Madre Santísima, ya no elevéis los ojos hacia arriba, ahí donde vuestro Hijo acaba de morir, despojado de todo, desnudo, desfigurado, violentamente y dolorosamente matado. No os vayáis, no os marchéis aún después de él, no nos abandonéis en estas tinieblas. Vuestra fidelidad a Él, vuestra sumisión escrupulosa a todas y a cada una de sus voluntades, de sus menores sugestiones, ahora os conduce a nosotros, vuestros otros, vuestros miserables, vuestros despreciables hijos. ¡En el amor del Hijo mayor subido a los Cielos encontraréis hasta el fin del mundo la fuente de una piedad sin límites, de una tierna afección et de una abnegación absoluta por nosotros que lo hemos crucificado pero a quienes ha perdonado! La vida continúa… ¡María! No os quedéis así, sin voz, en una inmovilidad que se parece demasiado a aquella de Jesús, allá arriba en la Cruz. ¡No, Madre! No nos toméis en horror, no os apartéis de esta masa humana repugnante que baila la zarabanda alrededor de aquél que han crucificado. ¡No! No tenéis derecho de hacer eso. Es Jesús quien os ha dado esa orden: hacer frente, y ahora volver a conquistar por la misericordia y la ternura esas bestias salvajes, esos animales impuros, adoptar esta multitud pecadora y, amándola por la gracia del Hermano Mayor, convertirla a Dios y reconciliarla con Él por la fuerza de vuestro Amor materno.

Padre Georges de Nantes
Abril 1971.