36. Oh muerte, sorprendente amiga
“Ubi est mors victoria tua? Ubi est mors stimulus tuus?” (I Cor 15, 55)
TRINIDAD viva, Dios Uno, sois la alegría allende del mundo pero cómo alcanzaros al menos de pasar, sí, de atravesar el paso terrible, negro, la agonía de la muerte. ¿Es tan negro? A veces es como un muro espeso y sordo, que nos separa de aquellos que se han ido, suprimidos para siempre de esta vida terrestre donde estamos encerrados. A veces sus presencias invisibles abolen ese muro y voy como en un vuelo rápido hacia el centro de una eternidad sin fronteras. Cuán dulce me parece entonces esta muerte, la muerte de los santos, como un regreso de palomas en la tarde al palomar, preciosa a vuestros ojos, oh Vos, que nos esperáis en vuestra gloria.
El alma bautizada, joven, inocente, desea en su más bello fervor morir, no conociendo la ansiedad de la etapa pero el esplendor de la morada donde estáis Príncipe, oh Jesús. ¿Morir? Para vivir con Vos. Ignora aún el tránsito laborioso. Lo que conoce, por fe infusa, y adivina tal vez por alguna secreta emoción de vuestro Espíritu que habita en ella, es la beatitud esencial al término del viaje. El niño -algún niño tan poco diferente de los otros- se apega a lo que ya está prometido, a la eternidad, no al resto. El hombre se para demasiado a lo que inventa y a sus quehaceres terrenales para imaginar el Cielo como una ganancia. Mas para el niño de la gracia, morir es una dicha. Para el hombre orgulloso es una parada, una derrota, el fin precipitado de una gran empresa. Inconmensurable vanidad del hombre, sabiduría graciosa del niño de Dios que se iría allá alegre, a rezar más, a amar, a cantar, a admirar y a jugar ¿porqué no? con los ángeles en el Paraíso donde le sonreís.
¡Dichoso aquel que permanece en esta santa infancia hasta el día de las Bodas eternas!
Oh Trinidad, deseada de las colinas eternas, es justo y santo, equitativo y saludable de daros gracias por la vida que nos concedéis aquí en la tierra pero aún más por aquella que nos preparáis y que es la Vuestra misma eternamente. Más vale para mí no haber conocido la embriagues de la gloria ni de los placeres, de la ciencia ni de los combates. Pero de eso ser virgen o volver cansado y penitente, es lo mismo. En fin de cuentas, hay que acceder a esta perfectísima infancia del espíritu y del corazón que desprecia todas las cosas pasaderas, habiéndolas saboreado o no, y desear las únicas inmortales, adorables. Hermanos míos, hermanos míos, hay que morir y eso nos es bueno. Pronto hermanos míos vendrá la muerte. ¡Oh bienaventurada muerte, umbral obscuro de una eternidad de luz!
Sin embargo lo desconocido del Más Allá me espanta. No obstante estaban hermosos, iluminados, apaciguados, como nunca, los rostros fijados, ojos cerrados, frentes glaciales, de aquellos que amábamos, cuando los considerábamos una última vez con un respeto sagrado. Cuántas veces así recibí de ellos, por única herencia, una extraña, una enigmática sonrisa, una plenitud de secreta alegría en la serenidad de la muerte en fin encontrada. Pero hubiera querido aún que hablen. Sus labios cerrados, nunca, nunca más me han trasmitido el mensaje de su alma que se fue. ¿Por qué ese muro? Oh Padre clementísimo, Padre de las solicitudes y de todas ternuras, lloramos contra ese muro, llamamos y ahí desgarramos nuestras manos que le pegan en vano. Ahí está el castigo, el signo de vuestra Justicia inviolable, el terrible secreto de vuestras justificaciones.
En esta última y primera hora, nuestro amigo, nuestro hermano ya no es nuestro pero delante de Vos. El alma desnuda, espera la sentencia. Ya no lo protegemos, ya no lo escondemos en nuestros brazos. ¿No lo oímos implorar, cantar, aullar? ¡Está delante de Vos, a solas! ¡Cuán estrecho y tremendo es ese pasaje que lleva a la Vida! Dichoso si no conduce al horror de una segunda muerte, la terrible, la espiritual, aquella que no pasará jamás. Y me quedo, llorando cerca de ese cuerpo tan inmóvil, acabado, sin saber que temer o esperar por éste que me era cercano y que está tan lejos, tan lejos…
Oh Dios mío, sed clemente, oh Justo Juez, oh Soberano Creador y Maestro, tened piedad, tened piedad de aquél que amaba, que amo todavía, que amaré siempre, y del cual ya no sé nada. Tened piedad de él y de mi angustia también, cerca de ese rostro de mármol. De mi espanto y de mi apuro, oh Salvador, tened piedad. Kyrie eleison, eleison, eleison…
Los Ave que desgrano, la cruz que estará sobre su ataúd, los cantos de réquiem y las otras oraciones de la gran liturgia de los muertos, todo sin embargo reúne mi dolor nuevo a este otro que la Iglesia siente siempre con vuestra muerte, Señor. Y he aquí que todos los ritos funerarios y todas las sepulturas me hablan de ese sepulcro nuevo, tallado en la roca, que devolvió su presa el tercer día. El evento de Pascua difunde su esperanza, su luz, su olor de victoria sobre nuestras muertes y nuestros entierros. Oh Jesús, vos también habíais muerto cruelmente, como él, como ella, y vivís de nuevo, para siempre, en un triunfo de gloria, en una epifanía bienaventurada. Entonces espero verlo de nuevo, él, reunirme a ella, como vuestra Madre os cogió de nuevo, pero otros, mejores, habiendo dejado en la nada de la corrupción todo lo que era en ellos decepcionante, imperfecto, volviendo a vivir ahora en la perfección de su belleza, y no presentándome más que la plenitud de gracia divina que adivinaba en ellos y que amaba más. ¡Oh! ¡qué bellos serán en su despertar que acecho ahora, pasado yo también con ellos más allá de la muerte!
La piedra del sepulcro ha sido rodada por los ángeles, el muro de la separación se partió con una ancha brecha, la vida de cada lado se reconoce y se abraza, henos ya aquí reunidos en un eterno amor donde el temor está proscrito. No nos perderemos más porque vos, oh Cristo inmortal, nos habéis acogido en vos. ¿Basta así pues a vuestros hermanos morir para entrar con Vos en la paz? Requiem æternam dona nobis, Dómine. ¡Ah! si es para un tal descanso, mejor, para esta sublime vida que hay que morir, qué sea pronto Señor, todas obras humanas estando cumplidas; qué repleguemos la tienda y decampemos de este éxodo para entrar en vuestro Reino. Durante esta velada, entrada la noche, a la luz temblorosa de dos cirios, me regocijo con ternura por mi hermano pasado a la vida eterna, olvidando mi pena y mi yugo más pesado. En otra noche, similar, mis hermanos velarán cerca de ese cuerpo que les sonreirá silenciosamente en la penumbra. Rezando y salmodiando ellos también, se regocijaran de saberme liberado de la angustia y de la miseria para siempre. Si vuestra gracia me acompaña, sí, la alegría estará en ellos.
A la hora misteriosa, cuando mi Salvador me enviará mensajeros para tocar sus golpes sordos en el muro de mi morada, me regocijaré porque el tiempo habrá llegado, no del aniquilamiento pero del ensanchamiento y del gran deslumbramiento en el Amor. Estarás en mí y yo en Ti, indecible dilatación de Nosotros en el Padre.
Oh muerte, sorprendente amiga, puesto que has perdido por Cristo el aguijón de tu horror ¡entra! Metiendo mi mano en la mano de mi Jesús. Ahora puedes amarrarme tu venda en los ojos. Ya no soltaré su mano ni el faldón de su manto mientras que no haya pasado con él, fallecido con él y a fuerza de angustia y agonía, conquistado por Él la Paz eterna.
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 36, Julio 1971