34. Venid habitar en mi alma y viviré
“Infelix ego homo, quis me liberabit de corpore mortis hujus ?
Gratia Dei, per Jesum Christum...” (Rom 7, 24-25)
SEÑOR Dios mío, vengo a quejarme con Vos de mi carne. Es rebelde, cobarde, caprichosa, pesada, en fin todo, no sacaré nada de ella. Y cuando hablo de mi carne, es mi cuerpo pero es también mi espíritu y su inclinación natural, es mi ser entero excepto el torreón sitiado de mi voluntad. Hay ahí un espacio de libertad que las pasiones obseden pero desde afuera y que los demonios no pueden forzar si yo no les abro. Gesticulan, me amenazan y blasfeman, los vicios hacen muecas detrás de las rejas de las ventanas, se ríen de mi resistencia, vociferan con furor. Yo sé que estáis conmigo en la ciudadela sitiada pero tengo miedo. ¡Sed mi fuerza!
Permitid al menos, Señor, que me queje. Os he dado mi fe, pienso haber puesto toda mi esperanza en vos sólo, os amo, por lo menos quiero amaros con todas mis fuerzas y en todas las parcelas de mi ser. Pero, ved el resultado. Es una lucha no una victoria, dichoso cuando no es una derrota, o hasta un desastre total. No, Maestro mío adorado, Santísimo y Perfectísimo, puro Espíritu y perpetua sabiduría ¡pero ved pues como me habéis hecho! ¿Y redimido por la Sangre de vuestro Hijo Muy Amado, soy aún así? ¿Pero cuándo será pues, esta divinización que me prometéis? ¿Yo, hijo adoptivo de Dios y vuelto participante de su naturaleza divina, en qué soy semejante a mi Padre, en qué soy vuestra imagen mejor aún que Adán y Eva en su justicia y su santidad originales?
Ved más bien, mirad esta lombriz y tened piedad de ella. Ved mi carne, como se comporta. Advertido por la sabiduría de nuestros Padres en la fe, la castigo como el Apóstol pero no la he reducido en servidumbre como él. Si golpeo, grita. Detesta el frío, el ayuno, la sed; se subleva contra la disciplina y rehúsa las veladas. Pienso en mis faltas, imagino el infierno cien veces merecido, quiero ayudar a las salvación de las almas, deseo asistir a Jesús en su flagelación y golpeo. ¡Basta! mi cuerpo no sigue los vuelos del alma. Cuenta los golpes, se repliega sobre sí mismo para quejarse, calcula hurtar el cuerpo, embotarse, en fin me impone de parar. Cuando pienso en las penitencias de los primeros ermitas y monjes, en los sufrimientos de los mártires, me da vergüenza, vergüenza. Sí, qué vergüenza…
Si por lo contrario le doy a mi cuerpo algún descanso, un escaso placer, nada, por que es fiesta y que quiero recompensar al hermano-burro, helo aquí suelto en ese prado y echando brincos como una bestia loca salida del establo en la primavera. Se ríe solo, saborea a pesar de mí y quiere, reclama más, echándome en pleno día de fiesta en las tentaciones, en el peligro, en fin en el disgusto de mí mismo. Con esta carne inmodesta y sin frenos, esclava del pecado y no de Vos ni de mí, no hay descanso sino amenazado y toda virtud es precaria. ¿Qué haré con esta carne incomoda, con este cuerpo enemigo? Azotarlo, no siempre tengo la fuerza de hacerlo, cuidarlo es librarme a su tiranía. En cuanto a olvidarlo, imposible. Hay que beber, comer, dormir y eso es suficiente para que pretenda hacer de mí su esclavo.
Si mi carne sola estuviera persiguiéndome, tal vez la vencería. Pero la soberbia de mi espíritu debilita mi alma y la usa tanto que está de anticipo rendida a las exigencias de su cuerpo. Si mi espíritu estuviera absorbido, suspendido a Vos, regocijado en su contemplación de vuestro Misterio y en la sumisión a vuestras Vías, sé que mi carne seguiría domada, cautiva y transfigurada a la semejanza de la imagen de vuestra gloria reflejada en mi alma por gracia. Pero mi espíritu se encierra en su presunción. Si mira, es para alimentar su curiosidad, si retiene es por avaricia de poseer mil ideas que lo engrandecen a sus propios ojos y lo adulan. Si habla, su vanidad estalla y se impone. Tengo ahí un enemigo peor, ya que por su naturaleza incorporal parece superior. Ese rebelde es más peligroso que la carne en mí insumisa. Una inteligencia sabia y santa sería para mi voluntad el mejor apoyo contra el mundo y los demonios. Al contrario, se aísla y la traiciona. ¡Cuando la admira, es para corromperla y esclavizarla! Es como una roca elevada de donde el enemigo domina mi torreón y lo aplasta bajo sus tiros bien apuntados. ¿Cómo resistir?
Qué hombre miserable soy ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte, quién me dará de vencer y de enfrenar este espíritu rebelado? ¡Vuestra gracia, Señor, vuestra sola gracia lo puede!
Venid habitar en mi alma y viviré. Rechazaré todos los ataques de mis enemigos y no me pararé mientras no los haya vencido y echado fuera de mis fronteras. Primero, el espíritu rebelde. Lo humillaré. La bandera de vuestro Amor desplegada sobre la tropa valiente de mis voluntades, el estandarte de la Cruz encabezando, humillaré, rebajaré esta razón altanera. Haré pasar todos mis pensamientos bajo las horcas Caudinas de la humildad, a vuestra semejanza. Primero, sí, constreñiré mi ser espiritual, a pesar de su belleza nativa, a confesar su vacío, su ignorancia, su imbecilidad, él que no tiene nada que no lo haya recibido de Vos, oh Dios mío, Sol de los espíritus, y de la lección de los hombres y de las cosas. Después, el cuerpo. Encontraré por fin en la sumisión del maestro la fuerza de imponer al esclavo modestia y obediencia. Fuerza, pureza, templanza florearan insensiblemente en mi carne cuando mi espíritu el primero aceptará de ser sabio y sumiso a la ley de vuestra gracia. Y mi voluntad dichosa será reina y soberana en mí cuando en fin ella os habrá entronizado, oh mi Salvador, como Rey de su demora. La unión de nuestras voluntades será un Paraíso revivido.
Yo sé. Mientras que viviré, este imperio no será privado de sufrimientos y de pruebas. Vos mismo, oh mi Cristo y dulce Salvador, Vos mismo me habéis dado el ejemplo cuando vuestro espíritu se rebelaba en vos contra vuestra decisión de abrazar la abyección, entregado entre las manos de los impíos y sometido a los tribunales de su injusticia. Pero vuestro espíritu rebelado según la naturaleza se renunció según el deseo de vuestro Corazón, por amor, mereciendo así nuestra salvación. No erais tampoco dichoso en la atroz flagelación y bajo la corona de espinas. Vuestra carne se estremecía, se torcía de dolor cuando sin embargo se entregaba a los azotes, a los clavos, a la lanza, para merecerme vuestra gracia y darme ánimo en mi pobre combate. Erais hombre como nosotros, más glorioso y magnánimo, más sensible y delicado que nadie. No obstante habéis sufrido todo realmente, más terriblemente que nosotros, con un triunfo de vuestra Voluntad santa. Es vuestro Corazón quien ha llevado vuestro espíritu de hombre y vuestra carne hasta el Sacrificio supremo de la Cruz. Y él mismo quien, en la dichosa Noche de Pascua, los reanimó y reunió el uno con el otro en el beso vivificante de vuestro Padre, para su gloria y nuestra alegría. Qué lección para mi corazón…
En definitiva, no, Dios mío, no me quejo de mi carne. Al contrario os agradezco de todo lo que soy por Vos. Desde ahora no me quejaré más que de mí mismo, del pecado que altera en mí ese Rostro de Vos y que turba su serena ordenación. Me corregiré de mis pecados, romperéis mis lazos, os ofreceré un Sacrificio de alabanza y bendeciré vuestro Nombre. Amen, amen.
Padre Georges de Nantes,
Página mística n° 34, Mayo 1971.