32. He ahí este Corazón que ha amado tanto a los hombres

"Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem sicut dilexi vos."
(Jn. 13, 34)

Sagrada FamiliaJESÚS, Dios Creador y Salvador, habéis dado a todos los seres, es uno de los movimientos más poderosos de su carne y más bellos de su espíritu, el amor que los atrae los unos hacia los otros para su bien mutuo y para su alegría. Lo habéis deseado así para que todos puedan oír un día el lenguaje de vuestra Santa Humanidad y saberse amados de su Dios invisible e inmortal. En esta gran fraternidad humana donde os volvisteis uno de los nuestros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, vuestro amor es desde ahora el modelo y la regla del nuestro. Siento ahí profundidades que no hago más que vislumbrar y no sabré jamás explicar. ¡Las cosas del amor, aun y sobretodo lo más elevado, se envuelven con tanta pudor! Vuestro amor es el secreto del Rey. Es ya una maravilla poder pensar en vos, Dios, viviendo entre los hombres en la simplicidad de sus afecciones naturales. Sí, con esta simple contemplación todo se anima para mí en mi vida cotidiana. ¡Os veo aquí en mi lugar, amando aquellos y aquellas que me rodean como lo esperan de mí ¡ay! y si gracias a Vos podría no decepcionarlos, sería para ellos tan maravilloso! Os he contemplado así a todas mis edades, y esta sola vista le daba a mi vida ordinaria y a mis familiares una extraordinaria luz. Amar a mi padre como vos a san José, amar a mamá como habéis amado a la santísima Virgen, amar a mis hermanos y a mi hermana, más tarde amar el céntuplo prometido, ampliamente contado creo, mis hijos y mis hijas y tantos amigos cercanos y lejanos, como habéis amado vuestro céntuplo, san Pedro y san Juan, las dos, las tres Marías, Lázaro y la Cananea, las multitudes, en fin las miríadas que se apresuran aún a vuestro pasaje y en vuestros santuarios como en los días de vuestra vida mortal, amar como vos, ¡qué sueño! No, qué vocación, qué llamado constante a la invención, a la espontaneidad de una ternura siempre en alerta, de una solicitud incansable, de una presencia. Este pensamiento es infinito. Quisiera que reanime el brasero de mi corazón cada día y hasta en el último momento de mi vida donde pueda una vez más amar a los míos con todo mi ser, dándoles y sacrificando todo, como Vos mismo muriendo nos habéis amado.

La primera regla que vuestro amor da al nuestro, la descubro en esto que no amabais, vos primero, por un movimiento propio de vuestro amor, tan santo, tan puro, tan perfecto por cierto. Amabais aquellos que el Padre amaba primero y os daba a amar. Así traéis remedio a esta primera enfermedad de nuestro corazón, capricho de la naturaleza o depravación pecadora yo no sé, que hace depender nuestras afecciones del beneplácito y las maneja según un espíritu de propiedad tan detestable. A eso casi nadie escaparía sin vuestras lecciones acompañadas de una gracia sobrenatural. Un corazón que ama se exalta y se imagina casi el creador y salvador de lo que ama. Pero vos, que erais por lo tanto el Creador y Salvador de todos, no habéis querido amar nada que no hayáis recibido de vuestro Padre. ¡Oh! ¡qué generosidad y qué suprema libertad en ese don que viene de más alto y que no retiene para él prisionero lo que ama! ¡Y qué aberturas deslumbrantes sobre el Amor del Padre, principio y fuente del vuestro!

La segunda regla que me enseña vuestro Corazón como evidente, pero nada es evidente para nuestros corazones miserables, es la radical impotencia e indignidad de la carne y de las palabras humanas para exprimir el amor. El vuestro no se exprime nunca ¿nunca? casi nunca por gestos inhabituales o palabras ardientes. Consiste en una llama purísima. Por eso pasa muy alto, arriba del gesto tierno y de las declaraciones que traicionan una emoción demasiado viva. ¡Ah! adivino la fuerza de un amor tan perfecto. Torrencial, quiebra el ser íntimo cuando rehúsa de engullirse en los canales demasiado estrechos y obscuros de las palabras vanas y de los gestos ciegos. Vuestro amor centella sin que nada lo traicione jamás. Está en todo vuestro ser el resplandor intenso de la Verdad. Vuestras palabras son Palabras de Vida y de Verdad, vuestros gestos son milagros de omnipotencia y de salvación. El amor ahí se vuelve manifiesto, como la llama que arde tanto como alumbra y consume aquello con lo cual se alimenta calentando todo alrededor. El don divino de la gracia y de la alegría, venido de más lejos que de vuestros sentimientos humanos y que iba más lejos que la emoción que provocaba en los corazones, ese don comprobaba el solo el amor infinito del cual ardía vuestra santa Humanidad. Amabais en verdad, no en gestos ni palabras.

La tercera regla de la cual nos habéis dado el sublime ejemplo es que “no hay amor más grande que de dar su vida por aquellos que amamos”. Ese torrente que rehúsa abrirse un camino en el gesto demasiado pobre y en la palabra ligera, permanecía en vos retenido como las masas enormes de las aguas tumultuosas se calman un momento, controladas por nuestras presas de montaña. Lo reservabais para esta Hora Santa donde rebrotaría en vida eterna, regando toda la tierra desde lo alto de la Cruz. Entonces la impetuosidad de vuestro corazón se da libre curso. Encuentra materia donde ejercerse cuando se apodera de su carne y la entrega a los verdugos, la voltea una y otra vez sobre el brasero del dolor, la aplasta bajo la prensa mística de la angustia y de la derrelicción última. ¡Oh Amor, Amor, agota toda mi substancia! Ah, nada es más total, nada es más cierto, nada es más convincente que esta entrega de vuestra carne y de vuestra sangre vueltos a ese precio hostia y cáliz de salvación, pan y vino, nuestro alimento y nuestra bebida. Jamás esposo habrá dado a su esposa más sublime y más total prueba de su ternura y de su solicitud que lo hicisteis en la Cruz por vuestra Iglesia. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”… En palabras sordas anunciabais lo que haréis. No podíais más de amar y la salida no podía ser otra que esta: morir, sí, morir mártir, morir víctima de amor y de misericordia, por la salvación de vuestros hermanos y de vuestros innombrables hijos. En una sed inextinguible, infinita, entregar su carne al verdugo, derramar su sangre por la multitud.

He ahí este Corazón que ha amado tanto a los hombres… Elevo los ojos hacia vuestra Cruz y, por la llaga de vuestro Costado traspasado, me inunda y me embriaga aún hoy, durante el Santo Sacrificio, ese torrente de agua pura y de sangre bermeja que san Juan vio brotar por primera vez. Aquellos que el Padre me ha dado, no quiero, no sabría más amarlos en palabras que envilecen ni en gestos que manchan pero en espíritu y en verdad. A vuestra semejanza y por vuestra gracia, oh Jesús crucificado, los amaré sin decir o hacer nada vano o caprichoso, pero santificándome con Vos y como Vos, en la verdad de la inmolación cotidiana y a la hora suprema por la cruz.

Padre Georges de Nantes
Página mística n° 32, Marzo 1971.