27. Qué crezca, aquél que me ama,
y que disminuya por él…
"Antequam conteratur, exaltatur cor hominis,
et antequam glorificetur, humiliatur." (Pro. 18, 12)
¡OH Jesús, Maestro de Sabiduría, qué sencillas y serenas son esas lecciones de modestia que nos dais por vuestros escribas inspirados, en los Proverbios y los otros libros sapienciales! La humildad es la verdad, aquél que la practica vivirá feliz. En cambio, aquél que se eleva encima de los otros y se imagina serles muy superior se arriesga a caer de alto y a salir quebrado de la aventura. Vos mismo, oh nuestro gran Dios y Señor, no habéis desdeñado observar en sutil moralista los defectos de vuestros contemporáneos y de darles cortas pero buenas lecciones. Así cuando se sentaban a comer, los veíais empujarse para alcanzar los primeros sitios. No les hacíais reproche de eso, pero les hacíais ver a que confusión se exponían si más dignos que ellos venían a serles preferidos. Se dice del sabio pagano que corregía las costumbres riéndose. Es con la sonrisa sin duda que primero nos enseñáis a ser más avisado en nuestra conducta y a corregir o reprimir los movimientos estúpidos de nuestra soberbia… “Todo hombre que se eleva será humillado, y aquél que se humilla será elevado.” (Lc. 14, 11) Esa simple lección trae consigo otra singularmente más profunda que toca con el misterio de Dios, pero quiero primero convencerme bien de esta prudencia humana, natural, que os dignáis enseñarnos: sí, es peligroso hacer grandes sueños, subirse el cuello sin tomar en cuenta la exacta realidad de las situaciones, porque la ruina está cerca de aquél que se eleva así y es tanto más amarga cuando se derrumba de más alto. Mientras que la humildad de una condición pobre y sin relieve pone a cubierto de los grandes vientos y deja pasar muchas tormentas. Para vivir felices, vivamos escondidos. ¡Para sobrevivir a tantas amenazas, avancemos lentamente sin perder de vista la costa! Pobre campesino dueño de su casa corre menos peligro que el rico habitante de las ciudades. “A veces la gloria trae la humillación, y algunos en la humillación levantan la cabeza” dice una sentencia del Eclesiástico (20,11); a veces, no siempre, pero acontece. ¡Ah! huyamos, huyamos la desmedida, la ambición de la soberbia que pone en peligro a toda la familia, vivamos en la modestia, seamos razonables en el vivir y el vestir, en el gasto y en el llevar de las cosas, a fin de correr días tranquilos en la serenidad, recompensa de los corazones sencillos!
Cuando entenderé bien la lección de vuestros Sabios podré entrar más adelante en vuestro Misterio, porque esta medida y esta justicia inmanente regulan de alto nuestra vida por Dios. Por ellas, es nuestro Padre celestial que lleva todas las cosas con una maravillosa atención y una admirable solicitud por nosotros, mortales. ¡Si me elevo, desafío las leyes ordinarias de la vida humana pero eso toma forma de un desafío que lanzo a Dios! Al contrario, la humildad de la vida manifiesta una conmovedora sumisión al Padre, una discreción llena de amor delante de vos, oh Maestro adorable. Veo a ese fariseo que se enorgulleció de que estaba, de pie, en el Templo. Nos enseñáis que de ahí no regresó justificado. Y ese publicano prosternado, arrepentido, confesando sus pecados, os deja toda la gloria, oh Santo de Dios, y es por eso que regresa de ahí perdonado y bendecido. La vida sin duda no siempre agobia al soberbio y no llena de bienes a todos los pobres, pero Vos, oh Dios mío, restablecéis toda justicia. Lo que no se ve necesariamente en la buena y la mala fortuna se verifica infaliblemente en el reino de la gracia, de este lado de la muerte y del otro. Es lo que canta la Virgen de Israel, la Reina pobre de Nazaret, la humilde sirvienta de su Dios y Salvador: “Dispersa a los soberbios; derriba los poderosos de sus tronos, exalta a los humildes. Colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías.” ¡Oh! no es una moral revolucionaria. Es su opuesto. Esta lección sublime de santidad nos aparta de envidiar y de ambicionar la riqueza, de ganar con fiebre o conquistar por fuerza los medios y los atributos del poder. Nos invita a dejar todo el cuidado de nuestra vida a Dios sólo. Entonces, avanzamos en seguridad y os hacéis, oh muy amado, nuestro tesoro y nuestra gloria.
¿He entendido bien esta religión de los corazones humildes y mansos, esta serenidad de las almas pobres? ¿He inspirado toda mi conducta de esta lección como hizo san Pablo, tan seguro de ver vuestra fuerza manifestarse en su debilidad y vuestra gloria radiar en él a proporción de su abyección misma? Es un secreto de la Iglesia Santa, guardado celosamente a través de los siglos, esta simplicidad semejante a aquella de las campesinas de antaño que siendo más que pequeñez y pobreza llevaban sobre la cara el brillo de una inalterable sabiduría. ¿Cómo no sospechar también que esta admirable modestia de la Esposa fiel le fue secretamente enseñada por el ejemplo y la vida misma de su Esposo? No hay lecciones decisivas más que aquellas de las cuales el amor es el maestro. Es de contemplaros, oh Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, que imprime en nosotros una humildad perfecta. Vos que, de condición divina, no habéis visto como un tesoro a no perder esta gloria que os igualaba a Dios, pero que os habéis anonadado, tomando una condición de esclavo y volviéndoos semejante a nosotros, hombres, viviendo entre nosotros, como nosotros, humillándoos y descendiendo hasta haceros el último entre nosotros, obedeciendo hasta la muerte y la muerte de la Cruz. Vos, el Esposo, rebasando la sabiduría de los escribas, llevando a su colmo la humildad de la verdadera religión, habéis tomado tanto el último sitio que nadie jamás podrá arrobároslo.
No os habéis humillado por interés, calculando que el Maestro vendría a buscaros allá bajo para invitaros a subir más alto, a su derecha, compartiendo su trono de gloria. No lo habéis hecho por prudencia religiosa para que Dios os justifique entre vuestros hermanos, como el publicano, oh vos el único entre los hijos de la mujer que no tenga que temer a Dios vuestro Padre. ¿Cuál es pues el secreto último de esta humildad, que de Vos pasa en vuestra Esposa y de ella a sus hijos, de generación en generación, con la misericordia? Es la llama devorante del fuego del Amor. Quien ama infinitamente se humilla infinitamente, se ofrece y se inmola y se consume hasta su último descenso y anonadamiento de él mismo delante de Aquél del cual se sabe amado. El Hijo se humilla a la medida misma del amor que le manifiesta su Padre y la Esposa se humilla para no ser más que un nada de nada, y ya no hacer más que uno con su Maestro y su Señor, su Salvador adorado del cual se sabe amada. De grado en grado, he aquí la revelación de la perfecta humildad: Qué crezca, Aquél que me ama, y que disminuya por Él tanto como lo amo, ¡infinitamente!
Que esta humildad preceda a la gloria, lo veo en Vos, oh Cristo, y en Vuestra Madre. Pero qué gloria recompensa esta humildad de amor he aquí lo que no sabría decir, tanto esta plenitud de bien sobrepasa todo lo que evocan nuestras palabras humanas. Experto crede: cree en aquel que de eso tiene la experiencia…
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 27, Octubre 1970