21. Las grandezas de san José

“ Joseph, fili David, noli timere accipere Mariam conjugem tuam,
quod enim in ea natum est de Spiritu Sancto est.” (Mt 1, 20)

San JoséOH san José, hombre justo y bueno, nuestro padre y nuestro protector ¿quién querrá hacerse el heraldo de vuestras íntimas grandores? Yo no osaría. Y sin embargo sufro demasiado de verlas ignoradas para no tratar de contarlas a mi pobre manera. ¡Tantas almas serían maravillosamente socorridas por ellas! Aquél que comprendería la belleza y la delicadeza del amor que portasteis a la Virgen María, fuese el más grande de los pecadores, resentiría la irresistible atracción de la virtud. Permitidme abrir vuestro corazón para revelar sus secretos celosamente guardados.

Nadie duda que hayáis inmensamente amado, desde el primer día en que la conocisteis, esta Virgen aún niña que sus padres os daban por prometida. El asombro natural del primer Adán cuando vio de pie cerca de él, en su primera mañana, Eva, la mujer que Dios le daba, semejante a él pero toda dulzura y encanto, no era más que la sombra de esta admiración sobrenatural y de esta alegría que invadieron vuestro corazón cuando osasteis en fin levantar los ojos sobre esta santa niña que Dios os confiaba en los lazos muy singulares y perpetuos de un casto matrimonio. El amor empezó a arder en vuestro corazón, el mismo que siente todo hombre por la mujer que se ha escogido. El mismo pero más alto, más digno y más fuerte, éste en fin con el cual todos han soñado como el ideal magnífico y del cual nunca realizarán más que el lejano símbolo.

¡Ah! ese deseo de pureza total, de castidad eterna, por amor, en el amor, para el amor a un ser exquisito que de tal deseo comparte la misma voluntad y ayuda en ello, este más allá de la naturaleza carnal, arraigado sin embargo en nuestro corazón de carne, oh patriarca taciturno, vos solo habéis conocido su perfección a contar del día en que María nuestra Madre entró en vuestra vida. Era el primer amor de vuestro corazón purísimo y sería de golpe el único. Quién podría expresar la fuerza y la sabiduría, la ternura sensible y la felicidad espiritual de esta afección muy humana, de este amor conyugal tan bien pagado de regreso pero tan santo que suspendía a las alegrías del alma todas las palpitaciones del corazón, reteniendo el movimiento de los sentidos. Era divino, este amor, no en el sentido engañoso que entendemos hoy como una idolatría de la creatura locamente amada. Era divino porque se desarrollaba completamente en Dios que lo inspiraba y lo arreglaba soberanamente.

En vuestra admiración, os preguntabais cuáles serían los designios del Altísimo sobre esta Virgen Inmaculada de la cual no pensasteis un instante que su destino terrestre fue de ser solamente vuestro y todo encerrado en el humilde servicio de vuestro pobre hogar. Llevado por la sagacidad de vuestro corazón amante, presentíais las glorias de aquélla que, cerca de vos, se satisfacía con ser vuestra, y sólo la consideración de vuestra humildad os hacía reprimir tan grandes pensamientos en los cuales deberíais ser implicado. ¡Ella, sí! pensabais, pero yo…No podíais creer que Dios quisiera asociaros a las grandezas de aquélla que se había complacido en unir a vuestra presente miseria.

Fue entonces que la visteis, sin duda alguna, en cinta. Sin embargo ella permanecía apacible, serena, admirablemente recogida, más que antes. Ella os amaba y os cuidaba aún más, con ternura y solicitud marcadas por la misma modestia virginal. En ningún momento se os ocurrió la idea de una violencia que hubiera sufrido y mucho menos aceptado. Una sola luz vino a tocar vuestro espíritu, a la cual no osasteis consentir a pesar de los admirables dones de fervor, de santo gozo, de alegría mesiánica que versaba en vos. ¡Ah! Sí, este pensamiento era santo, su embriaguez os habitaba, os colmaba y desbordaba de vuestro corazón, yéndose unir a la serenidad de María y dándole la dulce certitud de vuestra comunión sin palabras en el mismo secreto celeste. Radioso, oíais en vos repicar las campanas de la Buena Nueva, el Evangelio donde se iluminan las antiguas profecías ayer aún impenetradas: “he aquí que la Virgen concebirá y que dará a luz un Hijo. Y su Nombre será Emmanuel”. ¡La ‘almâh, la joven virgen inocente, inmaculada, vuestro corazón intuitivo lo proclamaba antes que vuestra oreja lo oyese de Dios: era Ella!

No obstante rechazasteis ese pensamiento, a pesar de todos los buenos frutos a los cuales podía reconocerse su origen divino. Tal fue vuestra humildad. Inmensa. Y decidisteis despedir discretamente aquella que era la luz, la alegría, la fuerza, la santidad de vuestra vida, para obedecer a la ley de Dios. Tal fue vuestra admirable sabiduría. Vir justus et prudens, et timoratus! ¡No os dabais el derecho de suponer el milagro único! Y sin embargo no podíais echar de vuestro corazón la certitud de ello. Os bastaba con mirarla, sublime visión de luz y de alegría divina, para estar seguro que todo este misterio era en ella obra del Espíritu Santo. Por otra parte, considerándoos vos mismo, meneando, no sabíais más que pensar sino que no os pertenecía juzgar de las intenciones divinas. Convenciéndoos del deber de permanecer en las vías ordinarias, oh el más extraordinario de los hombres, resolvisteis entonces despedirla secretamente a fin que se ocupe de ella y se declare verdadero Esposo y Padre aquél cuyas obras ya se manifestaban en el seno bendito de la dulce niña virginal.

El sacrificio de Abraham levantando la espada sobre Isaac su hijo único, su muy amado, no es nada, nada en comparación de aquél que hicisteis cuando ya decidíais hablar a María y empujarla suavemente hasta la puerta de vuestra morada. Sí, lo haríais, la pondríais fuera, para siempre, y la reconduciríais a sus padres vuestra muy amada esposa, de por la ley de Dios. Y volveríais solo para terminar vuestra vida solo. Ella era aún ignorante de vuestros designios, como Isaac subiendo en los senderos del Moriah, su manita en la mano de Abraham que temblaba. Pero a veces, en vuestro taller, dejabais escapar lejos de ella un sollozo.

Entonces el Ángel de Dios os apareció en sueños y os reveló el secreto que no osabais pensar. María vuestra prometida era esa Virgen elegida que debía concebir de Dios y dar a luz el Emmanuel, según el oráculo del viejo Isaías. Os tocaba a vos, el humilde artesano de Nazaret; de ponerle su Nombre: lo llamaríais Jesús. De ella nada os sorprendía, pero demorabais aplastado por la tremenda grandor del papel que os era así dado, ser su esposo y el padre de este Niño a ojos de los hombres, y delante Dios su verdadero y único Padre. Vuestra consolación fue pensar que por una tan pesada y gloriosa tarea, ella y él serían de aquí en adelante vuestra luz, vuestro amor y vuestra fuerza.

¡Dichoso patriarca que encontrabais cien veces más lo que habíais aceptado perder! Enseñadnos a seguir dócilmente la ley de Dios, este Dios que siempre pide el sacrificio de aquello mismo que desea darnos de mejor…

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 21, Marzo 1970