15. Nocturna presencia del cielo sobre la tierra, vuestra iglesia
"Expectans exspectavi Dominum et intendit mihi,
et exaudivit preces meas et eduxit me de lacu miseriae."
(Sal. 39, 2-3)
OH Jesús, Rey de gloria, siete veces al día vuelvo a rezar en medio de mis hermanos en vuestra santa morada. Así nunca es interrumpida la grande oración de la Iglesia que los trabajos y las necesidades nunca suspenden mucho tiempo. Y nosotros avanzamos en la vida bajo vuestra mirada, juntos llorando o alegres, en vestidos de fiesta o las manos cansadas al regreso del trabajo en el bosque y en los campos. De semanas en años repetimos los mismos salmos y los himnos que abren sobre el silencio de la oración. Espero, espero la plena revelación que no viene, que acerca pero no parece aún. ¿A dónde estáis, Maestro adorado, a dónde estáis cuando vuestros servidores os llaman en la solitud de la noche, en la luz del mediodía? ¿Cuándo os mostrarais a nuestros ojos, y cuántas veces convendrá aún recorrer el Libro de los salmos antes de ser admitidos en la beatitud implorada?
Habéis colmado a vuestros Apóstoles Pedro, Santiago y Juan con vuestra Transfiguración. Durante esta noche luminosa fueron consolados de sus primeros labores y fortalecidos por las persecuciones cercanas. Era una abundancia de bienes inestimables. Veían a Moisés y a Elías que no conocían aún sino por la fe. La nube bienaventurada que es la morada de Dios los cubría. ¡Y eráis a sus ojos como el Hijo de Dios glorificado! Entiendo la embriagues y el deseo loco de San Pedro: “Maestro, nos es bueno estar aquí. Si queréis, vamos a erigir tres chozas…” Nuestro corazón está hecho para resentir el amor compartido, nuestros ojos están hechos para contemplar la belleza, nuestro espíritu está ávido de abrazar la gloria de la verdad. Ahí donde estamos bien queremos morar siempre. ¡Ah! aquel que se ha encontrado apresado un día en la nube gloriosa no hubiera querido jamás salir de ella, no aspira más que a regresar en ella. Por lo tanto, místicos de hoy como Apóstoles del Evangelio, todos se han reencontrado pronto con vos, Jesús, solo y sin gloria, hombre como los otros y entregado al dolor, bajando de nuevo hacia el valle de lágrimas donde se atarea un mundo indiferente, chancero o enemigo.
Nuestros monasterios son por lo tanto las moradas del Tabor en fin construidas. A las horas de la santa y silenciosa lectura Moisés y Elías hablan todavía. Los santos Pedro, Santiago y Juan están ahí también, en su gloriosa inmortalidad. Vos mismo demoráis en el sagrario, brilláis en la custodia rodeada de sol. En el resplandor del verano, en las frías maitines de invierno, nuestro Padre celestial es aún para sus hijos como una llama que los calienta entorpecidos, como una nube que los protege contra el calor del mediodía. Y sin embargo mis sentidos no están conmovidos por eso, nada libera del sufrimiento de todas las horas. ¡Ah! no sé si jamás repetiré el Apóstol diciendo: Maestro, que bueno es para nosotros estar aquí! Monótona, la salmodia va siguiendo; la fatiga penetra todos mis miembros, el fastidio invade hasta los tuétanos, la tristeza del pecado del mundo y de mi miseria pesa sobre mis hombros como una carga demasiada pesada. ¿Es ahí el Tabor entrevisto, deseado? Hace tantos años que la alabanza sube de esta capilla. Continúa la tradición de oración monástica milenaria. San Benito, San Bernardo de Clairvaux, San Bruno y Santa Teresa, rodeados de sus monjes y monjas innumerables están cerca de nosotros sobre este Tabor de laboriosa gloria, claman vuestras alabanzas aún y para siempre. Unimos nuestras voces lastimosas a las suyas, inmortales. Proseguimos el oficio divino, avanzando en lenta procesión a través el desierto de los siglos, doloroso cortejo, hacia la Tierra prometida. ¿Es aquí el lugar de nuestro descanso o más lejos aún, detrás esas colinas y esas montañas escarpadas?
¿Mientras que me quejo y que mi carne suspira tras las aguas vivas de la eternidad, qué alegría de repente, salida de la cima de mi alma, pone en suspenso todos mis sentidos? En mi fe, quería la visión, la esperanza me hacía desear poseer, el amor no podía saciarse con las lejanas aproches de la unión, y ya se ilumina mi noche. Es el gozo en la fe, la felicidad de esperar, el resplandor glorioso del amor ardiente que me quema. Oh lámparas de fuego cuya llama viva excita en mí el deseo de una luz más viva, vuestras luces ya me consuelan. A mis ojos, es tu Iglesia, oh Jesús, que aparece en este instante transfigurada, nocturna presencia del Cielo en la tierra. Soy feliz en este coro de donde se eleva sin fin la alabanza de tu Nombre, oh Salvador de los hombres, soy feliz en los brazos de la Iglesia cuyo fervor me enciende y no pido nada más, oh Jesús, que esta dolorosa beatitud de vivir contado por nada y despreciado, como el hijo y el servidor en la casa de su Padre.
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 15, Septiembre 1969