18. Guardo los ojos fijados
sobre vuestras manos, Señor

"Ad te levavi oculos meos, qui habitas cœlis."
(Sal. 122, 1)

Dios el PadreOH Dios mío, oh Padre, elevo los ojos hacia vos que habitáis en los Cielos, hacia vos elevo los ojos e imploro el fin de la prueba y aguardo, espero el día nuevo. A fuera, una nieve fundente cae en la noche, todo es frio y triste a llorar esta tarde. ¿Cuándo pues renacerá el sol, y cuándo el cielo azul por encima de los techos? La prueba parece larga cuando es demasiado pesada. Parece que todo se derrite y se cambia en lodo, no pensaba que el cielo pudiera así desplomarse sobre nuestras cabezas. Y aterido, perdido, os suplico que cese esta miseria, imploro de vos, Padre nuestro, la aurora inesperada de la salvación de la Iglesia. Mis ojos están fijados como los ojos de los servidores sobre las manos de sus maestros, mis ojos están como los ojos de la sirvienta sobre las manos de su ama. Acechan el gesto, la señal, el orden de donde renacerá la misericordia.

Cada mañana busco entre las noticias aquella que anunciaría el nacimiento de tiempos nuevos. Pero cada mañana las noticias son peores y me acuesto en la noche con mi pena. En mi insomnio me recuerdo de la visión de Zacarías. He aquí, unos caballeros se lanzan, recorren la tierra galopando hasta las cuatro fuentes de los vientos, buscan si hay alguna cosa que está naciendo, si alguna conmoción preludia a la venida del reino de Dios. Pero nada se mueve aún; toda la tierra está en descanso y tranquila en su iniquidad. El Cielo se mantiene cerrado, el mundo se hunde en la apostasía y los humildes fieles desesperan en esta falsa paz. “¿Dios de los Ejércitos, hasta cuándo tardaréis a tomar en piedad Jerusalén y las ciudades de Judá, que gimen bajo el peso de vuestra ira desde hace setenta años?” (Za. 1)

Guardo los ojos fijados sobre vuestras manos, oh Señor poderoso y misericordioso. Pero tened piedad de nosotros, abreviad los tiempos de nuestra prueba porque todo se desploma y se va al torrente de los ríos desbordados, tierras inundadas, casas engullidas. ¡Habíais prometido que ya no habría diluvio universal! Mi padre sin embargo había sufrido por vuestro honor y mi abuelo no había ganado más que lágrimas y oprobrios en su fidelidad. Es un combate de nuestros antepasados que continuamos sin gloria. La prueba se nos ha vuelto una tradición de ancestros, que llevamos en una esperanza sin cesar diferida a mañana. ¿Desde cuántas generaciones vuestro Nombre es rechazado por los pueblos y vuestra verdad manchada por los sacerdotes? Somos, en el Nuevo Testamento, como esos pobres de Yavé en el Antiguo que esperaron durante siglos el fruto bendito de las entrañas virginales y murieron sin haberlo conocido, pasando a la generación entrante la antorcha no saciada de sus esperanzas. Conocieron el fuete babilonio, cayeron bajo las flechas de los Partas y de los Medas, se creyeron liberados por los caballeros de Ciro. Pero el yugo de los Persas se volvió más pesado hasta los días de Alejandro, quien lo quebró para allí poner aquel de los Griegos, peor. Alejandro había marchado por aquel que debía venir, cierto. Pero los pobres de Israel de todo eso no conocieron nada más que miseria y peligros horrorosos por su fe. Vinieron los Romanos, después Herodes. Las familias piadosas, reducidas a algunos islotes de fidelidad, entretenían en sus hogares bien cerrados la llama baja, corta, de su antigua esperanza. Tenían aún los ojos elevados hacia vos, oh Padre nuestro, los ojos fijados sobre vuestras manos seculares, vuestras largas, finas, poderosas manos desde los siglos inertes, dormidas, cuando se levantaron en fin y lanzaron órdenes a toda la tierra y al Cielo para el evento de la Salvación.

Mi antepasado ha creído al restablecimiento de la Cristiandad y no se ha dejado llevar por la desesperación. Su hijo no ha creído a la falsa paz del mundo moderno y a la prosperidad de los impíos. Murió en la noche de navidad 1914, dejando a mi padre en herencia la certeza de vuestro reino, reforzada por tantas meditaciones dolorosas y fortalecida de derrota en derrota. He aprendido de mi padre este aguante en el servicio de las causas aparentemente perdidas, he imitado su fe que lo mantuvo los ojos fijos, clavados sobre vuestras manos inmóviles y la oreja atenta a vuestro inmenso, vuestro insostenible silencio. ¡Sé después de él que se prepara alguna cosa, en nuestras luchas cotidianas, alguna cosa que vendrá de vos!

Esas divinas manos que adoro, un día entrarán en movimiento. El mundo se estremecerá. Una de ellas, que es aquella de vuestra omnipotente Sabiduría, romperá el orgullo de malos ángeles y de los hombres. Por las grietas y las roturas del mundo chorrearan luces. ¡La otra, aquella de vuestra Misericordia, suscitará legiones de ángeles para venir al socorro de vuestra Iglesia y del Reino de María, mientras que encenderá de una increíble caridad los santos de los tiempos nuevos, enseñándoles milagros y virtudes capaces de convertir el mundo! Si, sé que vuestras manos se moverán para mí. Ellas me darán órdenes y el celo para cumplirlas. La Historia santa volverá a empezar, tal como nos era contada antiguamente con admiración por nuestras madres, en una sucesión de suntuosas imágenes. Así el porvenir será más bello que el pasado… Pero demasiado tiempo nuestros padres habrán esperado este humana felicidad, demasiados años habré guardado después de ellos la humilde actitud de los servidores encorvados sobre su trabajo y los ojos atentos a las órdenes de su maestro para reivindicar entonces el trastorno de las suertes y la herencia de los ricos. Estoy molido ahora y de una raza demasiada vieja para probar jamás de la embriaguez de las revanchas y las fiestas carnales. Las ilusiones de nuestra juventud han florecido y se han marchitado. Aun cuando todo sea restaurado en Roma, en Reims y en Paris, seguiré trabajando los ojos fijados como aquellos del servidor sobre las manos de su Señor, por amor.

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 18, Diciembre 1969.