19. El pesebre, la Cruz, el Sagrario

"¡Oh Verbo, oh Cristo, que bello sois, que grande sois!"

NavidadOH Jesús, Rey de las infinitas misericordias, en esta capilla están las fuentes de todos vuestros bienes. Este año, los hermanos han hecho el pesebre bajo el altar, de tal manera que ahí están reunidas las figuras y las realidades de todos vuestros misterios. Aquí como en el cuadro de San Fons, del venerable Chevrier, se encuentran recordados: el Pesebre, la Cruz, el Sagrario. Mi mirada va de uno al otro, sin fin, para contemplar, adorar y amar vuestras grandezas.

Entre las piernas del altar formando como un modesto cobertizo, he aquí el pesebre donde todo es alegría, ternura de los corazones, en una pobreza conmovedora. Oh Jesús, desde vuestra entrada en este mundo, fuisteis pobre en bienes terrestres pero pródigo de bienes espirituales, que con vuestras manitas ya repartís, en una sonrisa universal. Estoy seguro de eso, lo veo deliciosamente figurado en este niño de cera. Las presencias orantes de vuestros santos padres lo dicen bastante, ellos que nos habéis dado para siempre como nuestra Santa Familia, la Virgen incomparable vuelta nuestra Madre y Mediadora, San José, nuestro padre terrestre y poderosísimo protector. Veo también un pastor y algunos borregos que nos representan, él o ellos, simbólicamente. Así queríais acercarnos, alcanzarnos, saciarnos de vos y la prueba que lo habéis conseguido, son esos nacimientos que, después de dos mil años, vencen aún la malicia de Satanás, el orgullo del mundo, la frialdad de los corazones y os dan a contemplar a los hombres. El Verbo se hizo carne, ved qué manso y humilde es en su pesebre. Gran misterio que aquél, que merece nuestra contemplación, en su niñez. ¿Este pesebre acaso no recuerda el más singular, el más maravilloso instante de toda la historia humana, oh Jesús, cuando veníais en este mundo?

Mi mirada no necesita mucho para atravesar todo el espacio de vuestra vida, puesto que el crucifijo que está sobre el altar recuerda su término. Del pesebre a la crucifixión, es tan rápido. Este recién nacido en el encanto de Navidad será pronto el hombre de dolor clavado a la Cruz, exhalando las quejas de su derrelicción. ¿Dulce Jesús, es posible? ¡Pues si! así es puesto que era necesario! Vuestra Encarnación no tenía otra intención, otra meta que esta eminencia del Gólgota a donde vuestros hermanos los hombres os han elevado y condenado a muerte. Todos nosotros que nos alegramos alrededor de vuestro pesebre, no lo olvidemos, somos como esclavos que venís delibrar, como condenados que venís graciar, pero al precio de sufrimientos indecibles. Es nuestro egoísmo sagrado que nos hace cantar de alegría cuando desde este momento tenéis que sufrir en este frio, que ser humillado en este desprecio y esta abyección, sabiendo sin embargo que es para vos el principio de una vida toda de cruz y de martirio.

Abarco de una sola mirada vuestro Pesebre y vuestra Cruz. Es como una ascensión, y comprendo que erais en Belén el grano enterrado en nuestra tierra para un día ser erigido en el cielo como la espiga de trigo en la plenitud de su madurez. De la Encarnación a la Redención, vuestra línea de vida es derecha, simple, perfecta. Adivinabais entonces lo que Belén anunciaba, el Pan de nuestras almas, procurándoles la vida eterna.

Y ahí, entre la una y la otra representación, de la Natividad y de vuestra Santa Muerte, reina el Sagrario donde moráis, presencia real y sacramental, Jesús, Rey de las infinitas misericordias, aquí presente en vuestro Cuerpo, vuestra Sangre, vuestra Divinidad. ¡Oh maravilla de las maravillas, termino inaudito de vuestro peregrinaje terrestre! Los otros misterios no están más que figurados, aquí los personajes de Navidad, ahí ese crucifijo de Iglesia. Mientras que este misterio es real, en verdad cumplido y guardado preciosamente en esta capilla. De día y de noche, rodeado de nuestras oraciones o dejado un momento, estáis aquí, oh Dios mío, así como en el pesebre, en vuestra Encarnación continuada, y renováis por nosotros todo el misterio de vuestra Redención, aún hoy en día.

Ese cuadro que tengo delante de mí llama la atención: la carpintería que sostiene y encuadra todas estas cosas, ¿acaso no es aquí el altar? ¿Y qué es el altar si no la madera de la Cruz, el soporte místico del santo sacrificio donde sois cada día el Sacerdote y la Victima inmolándoos aún por la salvación del mundo? El nacimiento me cuenta en figuras lo que está en realidad en el Sagrario: vuestra presencia real, oh Jesús, entre nosotros. El crucifijo que domina el altar es aquí la imagen de lo que realmente renováis por el ministerio del sacerdote, después de haberlo primeramente vivido en el Calvario: vuestro Sacrificio sacramental, oh Jesús, que nos hace comulgar a vuestro Padre y nuestro Padre y nuestro Dios, en el misterio de vuestra inmolación en víctima de amor misericordioso…

Así tengo delante de mí todos vuestros beneficios. Os poseo perfectamente. Estáis, en el espacio exiguo de este santuario, como existen centenares de millares en el mundo, presente y diligente, naciente y moribundo, bajando del Cielo y de ahí volviendo a subir, viniendo a nosotros y atrayéndonos hacia el Padre. Las señales y las figuras ilustran las realidades. Miro con todos mis ojos el nacimiento y mi corazón rebota hacia el Sagrario, contemplo la Cruz pero es para prepararme a mi misa o dar gracias. Oh Jesús, qué bello sois, qué grande sois… como rezaba el Padre Chevrier, y ojala que pudiera yo, después de haberme regocijado y bañado en las esplendores y las verdades de vuestro Pesebre, de vuestra Cruz, de vuestro Sagrario, realizar las tres máximas que este santo sacerdote sacaba de sí mismo, hace cien años: el sacerdote es un hombre despojado, el sacerdote es un hombre crucificado, el sacerdote es un hombre comido. ¡Así sea!

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 19, Enero 1970.