26. ¿Cómo maldeciría cuando Dios no maldice?

"Quam pulchra tabernacula tua, Jacob, et tentoria tua, Israël."
Números, 24.

DIOS mío, Padre mío, un amigo lejano quiere que me queje con vos, ¿y de quien? de vos, sí, de Vos, Soberano Señor y Maestro, a causa del estado lamentable en el que dejáis vuestra Iglesia. ¿Cómo osaré, qué diré? Insiste, enumera todas las razones que tenemos de lamentarnos. No tanto por estas reformas perpetuas, aberrantes, pero por el fracaso de vuestro Espíritu Santo que no impidió a la Iglesia de caer en santiamén por la tontería de los hombres, tan bajo. ¡Y esa tormenta de la cual vuestro Hijo se desinteresa, mientras que había lanzado con tanto orgullo en la gran mar la barca apostólica como una nueva arca de salvación por los siglos! La Virgen, la buena Madre, tan honrada, tan suplicada, ya no interviene por nosotros y deja manchar hasta su demora, en Lourdes, ella que en otros tiempos aparecía para la consolación de algunas pastoras y pastores, pidiendo con cortesía la construcción de una capilla y curando a los enfermos. Quiere que me queje del esplendor demasiado escaso de la Presencia real, personal, viva de Jesús Él mismo vuestro Hijo sobre nuestros altares cada mañana. Y de hecho, Señor, cómo no golpea a los blasfemadores que lo agarran con sus manos sacrílegas o, si quiere, no les conmueve el corazón por su gracia victoriosa. ¿Cómo se deja escarnecer así?

Mi amigo desconocido me pide que diga su queja a los ángeles y a los santos. ¿Dónde están las lluvias de rosas prometidas, dónde están las espadas de san Miguel y de san Jorge, la bandera de Juana de Arco, el socorro de nuestros ángeles de la guardia, hoy, en esta licuefacción de la Iglesia? A despecho del “pidan y recibirán”, nuestras oraciones permanecen monólogos, sin respuesta. Y porque la razón de todo el mal está en el Papa y en los obispos que son vuestros funcionarios, parece que toméis el partido de callaros para no culparlos en público. ¡Por solidaridad, por principio, contra nosotros! La Iglesia parece entonces no ser más que una secta humana, entre cien otras, y Vos, Maestro adorado, os habéis retirado en los espacios infinitos, desinteresado, desconectado de una hormiguera humana engañosa. Vuestros propios teólogos y los jefes de vuestra Iglesia son los que os confunden con Buda o Alá, cuando no es con la Materia que habéis creado. Vuestros apóstoles son los que reducen a Jesús vuestro Hijo muy amado con un ser mítico o lo travisten en predicador de violencia y de odio…

Dónde está pues vuestro Dios, gritaban ya a los Hebreos deportados los paganos crueles de Niniva y de Babilonia. Israel entonces se volteaba hacia Vos para quejarse de tantos sarcasmos: hasta cuándo, hasta cuándo, Señor, dejaréis escarnecer vuestra Gloria y vuestro Pueblo. ¡Vamos, levantaos y salvadnos!

Había pues prometido… Ya, como Balaam, estaba listo a maldecir, cuando las mismas palabras que oyó el viejo profeta tocaron a mis orejas: “No irás con ellos. No maldecirás a ese pueblo con ellos. Pero harás lo que te inspiraré.” Como su burra rehusaba avanzar en el sendero abierto donde el ángel de Yavé permanecía, la espada desenvainada en la mano, mi pluma tropieza sobre un misterioso obstáculo y rehúsa escribir lo que mi mano ya le dictaba. “¡Ven, me grita el amigo desconocido, mira pues de este lado, maldice a esta Iglesia, fulmina pues contra esta Roma corrompida!”-“¿Cómo maldeciría cuando Dios no maldice? Sí, la veo, nuestra Madre Iglesia, desde lo alto de las colinas, la veo plantada en medio del desierto. He aquí un pueblo que Dios ha elegido, apartado, y que no se puede comparar a ningún otro pueblo. Magnífica es a mis ojos la secular y siempre joven Iglesia. Forma santos, da la vida a las almas de los pobres, es un refugio sincero en la destreza, su pan celestial convierte a los pecadores y su vino místico hace nacer el amor en el corazón de las vírgenes.” Pero mi amigo me lleva más lejos, como Balac llevando a Balaam en la cima de las montañas: “Ven pues aquí conmigo. Ese pueblo, desde aquí, no ves de él más que un borde, no lo ves entero en su espectáculo nauseabundo. ¡Cuando veras todas esas herejías y esa corrupción, la hipocresía de los prelados, las violencias de los Príncipes, la soberbia de los Pastores, de ello harás por lo menos reproche a Dios, maldecirás en fin a esta triste Iglesia!” ¿Pero por todo el oro del mundo sabría predecir otra cosa que la verdad de mi libro profético? “Escucha, amigo mío. Dios no es hombre para mentir, ni hijo de Adán para perjurar. No cambia de idea, firme es su promesa, eterno su designio. Su Corazón no se disgusta de la creatura que amó una vez para siempre. No veo el mal en la Iglesia ni pecado en la Virgen de Israel. El Dios Salvador está con ella, la alabanza de su gloria sigue retumbando en su santuario. Ninguna maldición será pronunciada contra ella sin que se voltee contra su autor. Ella es quien posee las llaves de la historia y sube aún en procesión alegre hacia la Tierra prometida.

“¿Cómo, padre, bendecís esta Iglesia que os persigue y sus sacerdotes de engaño que os odian? Está abandonada de Dios. ¡Maldígala, padre muy amado, maldígalos o estamos perdidos!

“Oráculo de Balaam, hijo de Beor, oráculo del hombre con la mirada penetrante, oráculo de aquél que escucha la Palabra de Dios.

“Qué hermosas son tus tiendas, ¡oh Jacob! y tus moradas, ¡Israel! ¡Qué hermosos son los pies de aquél que anuncia el Evangelio!

“Un astro se levanta, un cetro real brillará a ojos de las naciones, la Iglesia dominará los pueblos, por la pureza y por el amor, por la verdad y la misericordia, por la piedad de sus monjes y el resplandor de sus vírgenes.

“Los sacerdotes conocerán de nuevo la alegría de los altares y los pueblos acorrerán en multitud en sus umbrales.

“Cómo te olvidaría, Jerusalén, Ciudad Santa, es en ti que hacia Dios la oración adorante sube eterna. El Papa es su Pastor, los Obispos de ella son los Príncipes, y de todas las razas son sus servidores y sus sirvientas.

“La Iglesia es como un valle verde, oasis que se extiende hasta perderse de vista en medio del desierto.

“La Iglesia Santa es como un jardín al borde de un rio, como cedros en las orillas de los mares.

“El hombre ve las apariencias y se preocupa, pero Dios ve en el corazón, ahí donde demora viva la llama del amor.

“Castigará pero levantará, golpeará y será purificada, la Esposa única del Eterno Salvador,

“Pero aquellos que la habrán despreciado, de todos lados, serán dispersados para siempre. ¡Es el oráculo del Señor!”

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 26, Septiembre 1970