30. El canto del barquero dichoso
« Non potest homo accipere quidquam, nisi fuerit et datum de coelo. » (Jn. 3,27)
Para sor María de Jesús Niño.
¿OH Misterioso Esposo de mi alma, puesto que estáis celoso de poseer todo mi corazón, cómo no cesáis al mismo tiempo de ordenarme amar a mi prójimo como a mí mismo y más que a mí mismo, de la manera en la que me amaste y me amáis cada día, cariñosamente, dolorosamente, inmensamente? ¿No hay alguna contradicción entre esta custodia del corazón, esta mortificación de los sentidos, ¡de los sentidos espirituales! que nos aconsejan los santos y esta dedicación constante al querido prójimo de la cual nos han dado, como Vos, tantos ejemplos estupendos?
¡Oh! Sé como vuestra Catalina explicaba a Raymundo de Capua su confesor su manera de conciliar todos vuestros deseos, aparentemente contradictorios. ‘‘El que se lanza al mar y que nada bajo el agua, decía ella, solo ve y toca, el agua del mar y las cosas que están en el fondo. Ni discierne ni escucha nada de lo que está fuera de las olas. Sólo, las cosas exteriores que se reflejan en el agua pueden serle perceptibles, pero las percibe a través del agua y nada más que durante el tiempo donde el agua las refleje, jamás de otra manera. Es así que debe ser el único verdadero y razonable amor que nos conviene tener para nosotros mismos y para las otras creaturas.” Así no debo ver ni tocar con los ojos y los dedos de mi alma más que Vos, oh mi único Salvador, no teniendo en la tierra cualquier deseo de algún contacto o de alguna mirada cuyo objeto os sería extranjero. Queréis mantenerme sumergido en Vos, oh Dios celoso, como esta niña que se divertía a echarse en el mar para sentirse rodeada por todas partes. Entonces me aparecen cercanos y tangibles aquellos que ya viven totalmente en Vos aquellos que me dais a querer del mismo amor con el cual os amo, la Virgen y los Santos. En la límpida transparencia de las aguas me aparecen aún otras caras, que no amo más que para complaceros pero que amo verdaderamente puesto que entonces me vienen de vos. A veces desaparecen completamente, sea que decidáis quitármelos sea que han dejado de agradaros, y la superficie del agua se cambia en espejo resplandeciente que ya no admite la sombra de un mortal. Entonces quedo solo con Vos solo sin guardar el recuerdo y la imagen de alguien ni de mí mismo, perdido en Vos.
Sigrid Undset tiene razón cuando añade, sobre Catalina de Siena: ¡“Cuán infinita puede ser la fuerza de amar, en una alma que se hundió en el océano del amor divino!” Los que se obstinan a ser vistos y tocados y amados para ellos mismos fuera de vos, oh Maestro soberano, haciéndose como dioses, se extrañan que los ojos de los santos resbalen sobre ellos sin verlos y que sus corazones queden insensibles a semejante agresión. Deberían más bien tener piedad de sus almas y, viéndose así ignorados, temblar de serlo eternamente por Aquél que es el Amor fuera del cual no hay más que odio, horror y condenación. ¡Al contrario, qué dulce recompensa de merecer ser visto, amado, en seguridad y en paz, por aquellos que no viven más que de Vos sólo! ¡La purísima caridad de los santos nos expresa la vuestra, oh Dios inefable, y más que en sus corazones es en el vuestro que nos encierra, en promesa de beatitud celestial!
Los años pasan. El sabor insensato de amar y de ser amado para sí mismo pasa también, a fuerza de ser dañado por la vida y mortificado. ¿Por qué solicitar, forzar alguna persona a pararse a mí? ¡Es gran locura puesto que habéis hecho vuestras creaturas tan bellas y tan buenas que están mucho más ansiosas y dignas de vos que de nosotros! ¿Qué ambición culpable liarme a ellas y ellas a mí, si se necesita para eso desliarnos de Vos sin quien no seremos más que deseo y pobreza, teniendo nada que compartir más que el crimen? Dichoso aquel que nunca se ha perdido, persiguiendo esas ilusiones, en caminos de amargura y de perdición.
Quisiera ser como este gran santo que fue en la tierra vuestro primo y vuestro precursor, él cuya actitud y palabra son hoy para mí una revelación. Estaba en los bordes del Jordán, en un amor sin semejanza por Vos su Señor y en una perfecta benevolencia y sabiduría por aquellos que se acercaban, pasando y volviendo a pasar esperando una señal de él, un llamado. Sus discípulos, sorprendidos, le insistían de apegarse toda esa gente por miedo a que se alejen: ¡“Aquél que estaba contigo, al que has rendido testimonio, todos van a él”! Pero Juan, obstinadamente, mostraba su camino, no era más que un testigo que se encuentra y que se deja atrás, siguiendo su gesto. Las almas se iban hacia Aquél que les designaba, sin voltearse siquiera sobre este hombre eternamente solo cuyo rostro dichoso los hubiera sorprendido. Un día, una vez, alguien sin embargo lo escucho entregar su secreto. Es un trazo de deslumbrante luz: “No pertenece al hombre tomar nada que no le sea dado del Cielo. Vosotros los sabéis, no soy el Cristo. No soy más que su enviado. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está cerca de él y lo escucha, está arrobado de alegría a la voz del esposo: tal es mi alegría y ella está a su colmo. El tiene que crecer y yo disminuir.”(Jn. 3,27-30)
¡Voz de aquel que grita en el desierto! Jamás voz humana había sabido proclamar con tal verdad el misterio de la caridad. ¿Cómo podríamos tomar y poseer lo que no nos es dado de lo Alto? ¡Nadie soportaría amarrar el pájaro a la rama que lo lleva, él que no quiere sino tomar el vuelo, y nuestras almas son más que el pájaro! ¿Cómo parar y retener a nosotros los que avanzan cantando hacia la morada del Esposo? ¡Sí, yo quisiera estar también, en esta fiesta que se anuncia, el amigo del esposo colocado ahí en mi noche para mostrar a los invitados el camino de la Casa! Y si me es dado conducir la esposa misma y escuchar las primeras palabras del inefable diálogo, nunca más conoceré ni la tristeza ni la solitud. Yo sé que a tales servicios la más alta recompensa es prometida. Yo se lo digo, en verdad, la esposa misma, segura de complacer a su esposo, invitará a su guía fiel a participar a las bodas y ya no como servidor sino como amigo: ‘‘Amigo mío, entra en la felicidad de tu maestro’’, le dirá ella con gracia.
Oh Jesús, dulzura inefable, apartad de mí toda afección desrazonable y mentirosa, preservadme de toda falsa caridad. No quiero conocer y amar más que a Vos sólo, no quiero ser el guía de las almas que pasan buscando su camino más que para llevarlas a Vos. Ahora yo sé que esta felicidad, la única que sea perfectamente pura, es más grande que cualquier posesión, esta felicidad de escuchar vuestra voz llena de amor acoger al umbral de vuestra demora eterna esta esposa nueva que esperabais aún. Seré el barquero que regresa solo a nuestra terrestre costa para conducir hasta la aurora nuevos invitados a las bodas de vuestro Reino. ¡En la ida como en el regreso, va mi barca y su misteriosa carga bajo la conducta de un dichoso barquero!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 30, Enero 1971