31. ¿Qué darles, a la medida de mi amor?
‘‘In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis,
si dilectionem habueritis ad invicem.’’
(Jn. 13, 35)
¿SEÑOR de mi alma, por qué no quieren entender de qué amor son amados, estos niñitos que me habéis dado y que os consagro, día tras día, para su felicidad infinita y para vuestra Gloria? ¡Cómo! Con el pretexto de que Os amo y que los amo por Vos y para Vos sólo, pretenden que no los amo verdaderamente, que no los amo a ellos, en ellos mismos y por ellos. ¡Ah, cuánto le cuesta a la creatura humana entrar en estos tesoros de alegría que les ofrecéis liberalmente! Ella duda y no se atreve a entrar, es demasiado bello. No se atreve a creer en tanta felicidad. Puesto que hay que pisotear su sensibilidad y mortificar su corazón, concluyen de ello que nos prohibís amarnos los unos a los otros, cuando al contrario es el mandamiento supremo que nos habéis dejado y, aún más, el verdadero signo de vuestra gracia: “En esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros.” ¿Será necesario pues, aun cristianos, caer de un exceso al otro y pasar de un amor idolátrico a un semblante de amor donde mi prójimo no me sea más que ocasión de actos de caridad…meritorios? ¿Dónde está pues este misterio, el nudo de este punto obscuro donde se pierden?
¡Ah! cómo odio a Pascal y su extraño “es injusto que se apeguen a mí”, como si fuera mi preocupación que se apegaran a mí, cuando no pienso más que en apegarme a mis padres y mi madre, y mis hermanos, mis hermanas, mis hijos. ¡No, no es injusto para mí apegarme a ellos, jamás me lo harás decir! Pero cuando los amo, con locura, infinitamente, debe ser por una Sabiduría de Dios puesto que iría hasta despojarme de mi vida por su bien. ¿Qué darles a la medida de mi amor, mi miseria o vuestra riqueza, oh Esplendor increada? Eso no hace, un segundo, hesitación. Son mis hijos, los tomo en mis brazos pero es para extenderlos hacia su padre. ¿Niños, no es amaros? ¿No es amaros desprender vuestros brazos de mi cuello y yo, vuestra madre, abandonaros al abrazo mejor y eterno de vuestro Padre?... No digo que sea un sacrificio. Haciendo eso, no renuncio a mi ternura y no pierdo nada. Amo a mi esposo, amo a cada uno de mis hijos y de mis hijas, los amo con un mismo corazón y cuando los doy ellos a Él, y que lo veo, Él, feliz en ellos, es mi dicha. No es egoísta. Es la dicha de amar, pura y perfecta. La saboreo más que si, buscando sólo mi placer, guardaba su boquita contra mi cachete y su riza para el único placer de mis ojos. La imagen sensible habla al espiritual…
Es seguro que los amo. No tienen de que quejarse. Mi amor por vos no les ha robado nada, ¡lejos de eso! Aprender a renunciarme yo mismo y castrarme para el Reino de vuestro Padre, oh Jesús, me ha valido abrir en fin los ojos de mi alma sobre la belleza de vuestro Rostro y la ternura de vuestro Corazón. Ese hijo de Adán no será más una bestia golosa y cruel que pisotea y trastorna las viñas pero, bajo vuestra mano bendita, un alma libre de contemplar y de amar con su Creador todas las creaturas hechas a su Imagen. Entonces empezó a adoraros en espíritu y en verdad, no por deber y servidumbre, ¡oh Salvador de mi alma! Y me habéis dado a admirar con una indecible emoción en la alegría nueva de cada mañana vuestras creaturas tan bellas, tan buenas, sobretodo aquellas que vuestra gracia eleva hasta vuestra semejanza. Tú, mi amigo, que te quejas de no ser amado, no sabes lo que leo en tu rostro, en cada una de tus arrugas y hasta en tus silencios, como una revelación divina. ¿Nunca te lo he dicho, cómo te lo diría? El sonido de tu voz cuenta tus lágrimas y tus dichas,… en una sola mirada de ti leo toda una vida jadeante y por fin apaciguada cerca de Dios. ¡Ah! Te amo así, barro que moldeó una Mano adorable.
¿Y me acusas de componerme un rostro amical para obedecer al precepto de la caridad? ¡Ve tu injusticia! Te perdono, es que no osas creer ser amado de verdad como un Hijo de Dios. ¡Pero lo eres, hijo de Dios!
Si no te amara más que para mí, podrías reprochármelo y los otros verían que mi corazón está ocupado, sin más lugar para ninguno de ellos. Si amara así a otro o peor, a otra, me echarías en cara de perderme en ella y ella, o él, en mí sólo. No es para mí que os amo pero para vosotros y para Dios nuestro Padre. Y vosotros tampoco me amáis por vuestro solo interés. Así, es perfecto. Esta caridad no pasará jamás, no está afectada ni decepcionante ni envidiosa, ni corrompida, ni desordenada. Amémonos así y hagamos la paz. Ámame mientras reces por mí sin cesar, que te sacrifiques por mí, que me consagres a Dios para mi beatitud eterna. Y yo te devolveré lo mismo. ¿Por qué tú? Porque me has sido enviado una tarde, inolvidable. Pero si eres para mí algo grande, algo misterioso, si tu alma es como una paloma inocente, conmovedora en su fragilidad, si sé que un día morirás y que tendré que esperar una eternidad antes de volverte a encontrar, todo tú, tu rostro, tus ojos, tu querida cabeza, entiende que los otros son semejantes a ti, y que estamos hecho para amarnos todos, verdaderamente, en Dios y para Dios. Me eres cercano, te soy cercano, me adoptaste como amigo. Otros esperan a la puerta de nuestro corazón. Mirémoslos juntos con los ojos de la caridad y en su tiempo entrarán en este “Hôtel-Dieu” del Misterio de la tercera virtud. Porque el corazón del cristiano es vasto y, como la memoria, crece a medida que se puebla de nuevos venidos. ¡Sí, “la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom. 5, 5)!
Pero no me pidas lo imposible, o voy estar obligado por primera vez a mentir e inventarme sentimientos que no serán verdaderos. No seas caprichoso. ¿Qué otra cosa puedo amar en ti que tú? No eres mi ídolo, no eres mi todo, no eres todo un mundo para mí. Cuando mismo te lo diría para darte gusto, ya no serías tú. ¡Tú, creatura del Padre, tú querida alma esposa del Verbo, tú corazón inmenso huésped del Espíritu Santo de Dios! Y cuando, mirándote bien, te diría por fin que amo a Dios en ti ¿no estarás transportado de alegría con esta noticia que Dios es en ti más tu mismo que tú, y que te hace digno de mi mirada llena de un amor inmortal?
¡Ah! ¡Pobre loco que gime de no ser amado! si supieras el don de Dios…
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 31, Febrero 1971