43. Jerusalén, en la confusión
de los partidos y de las sectas

Seductor ille…” (Mt 27, 63)

OH Verbo, oh Cristo, en el embrollo de esta Ciudad efervescente, en la confusión de los partidos y de las sectas, los fieles inocentes están perdidos. Buscan donde está la verdad, la vía, la vida y no encuentran más que decepción. Los sacerdotes y el Sumo Sacerdote mismo están cada vez más comprometidos con el Poder, se dice aun que los placeres y el confort han alterado su fe. Jesús en Jerusalén¡Cuántas historias de sacerdotes podrían contar la gentecilla! Ahí está el escándalo, cotidiano, que hace estragos. Los intelectuales tienen la fama. Esos teólogos laicos, sobre todo aquellos que escriben y forman una verdadera corporación, gozan de un enorme prestigio y el pueblo los escucha con respeto. Pero, aunque afeccionen ese título, no son maestros. La fe, la moral, la práctica se vuelven en sus discursos, cosas muy complicadas, fastidiosas, insoportables. No son queridos. Y si la gente conociera su vida privada, estaría indignada de las intrigas, de su concupiscencia y de las innobles licencias que se permiten cuando se saben lejos de las muchedumbres. ¿Tenemos pues que admirar y seguir a los partisanos de la violencia, que anuncian un Evangelio de liberación? Se les ve listos a erigir barricadas, a matar e incendiar, por amor del pueblo y de la libertad. Mucha gente está de corazón con ellos, pero su odio de los opresores, su brutalidad repugnan a las almas piadosas. ¿A quién darse, Dios mío? ¿A quién amar? ¿Quién se levantará, cuya seducción divina pueda hacer la unión de todos detrás de él? Imposible hacer confianza a tal y tal que se diría bien el Mesías pero cuyas obras no son dignas de tal misión. ¿Quién tendrá hoy la mirada bastante pura? Se habla bien de algunos sacerdotes y laicos intransigentes que, justamente por amor de una pureza perfecta y para salvar las sagradas tradiciones, se han separado de la jerarquía de la cual denuncian vigorosamente la corrupción y la apostasía. Sus pequeñas comunidades preocupan a las autoridades, el pueblo los conoce mal pero los tienen por santos. Es verdaderamente el pequeño número que todos nunca podrán alcanzar, y es algo amargo y desesperante pensar que allá podría muy bien estar la salvación, del cual el pueblo de los pobres, del cual el común de los practicantes estaría forzosamente excluido.

Parecéis en Jerusalén, en esta hora. Sois Galileo, con el acento rocalloso, rustro pero franco. Un hombre bien hecho, grande, en pleno vigor. Obrero carpintero, que desde hace veinte años práctica el oficio. Esta fuerza física en descanso, esta salud poderosa del artesano rural contrasta con la blandura y la tez y la fealdad polvorosa de los otros. ¡Seductor de muchedumbres! Están desechos. Sois bello, sois valiente, sois fuerte. Alrededor de vos, se arrastran y muerden como las serpientes. Pero serpiente también seréis, tanto como paloma. Os han creído ingenuo, ¡ingenuo como un Galileo! e ignorante. Vuestros ojos son pura luz, claridad de paloma. ¡Ah, qué puro sois! Y por lo tanto astuto, más que todas esas serpientes, lo aprenderán con el uso. Vuestra astucia es la incandescencia de vuestra pureza, en la cima de vuestro candor. Deshacéis todos sus nudos y los despacháis humillados. Tal es engañado, cada vez, que pensaba engañar. La astucia de la Verdad, nunca se había visto.

El pueblo aplaude, su corazón se trastorna. Sois vos, su único maestro, plebiscitado, su Caudillo, su único Salvador. Admira esta plenitud de altísima sabiduría que vuelve vuestros discursos y vuestras parábolas tan extraordinariamente bellos. Jubila de vuestra fuerza, oh Atleta de Dios. Musculoso, listo para la pelea y que sabe fabricar al minuto un látigo, una matraca, y servirse de él con buena fe para correr a los vendedores del Templo. Valiente, con una tranquilidad real en medio de la jauría encendida de cólera. Y cuando los soldados vienen a arrestaros, ¡los subyugáis! No hay un sacerdote, ni un fariseo, ni un esenio que haga el peso. La valentía de los zelotes no es más que palabras comparada a la vuestra. Viviendo en tiempos semejantes, con la edad aprendí la rareza de otras virtudes que brillaban divinamente en vos, el consejo, la prudencia, la inteligencia… Os lanzáis contra los sacerdotes y sumos sacerdotes, sin jamás cruzar una cierta frontera. Nunca causarás menoscabo a su dignidad y os encontrarán en la hora del hurra, regularmente sumiso a las sentencias de su justicia rendida en el Nombre del Bendito. Desmistificáis sistemáticamente la secta de los fariseos y de los escribas. ¡Qué terrible sois! Atacáis su autoridad, usurpada, los demoléis. De ellos delibráis cueste lo que cueste al pueblo fiel. ¿Eso merece la muerte? ¡Oh! sí, eso vale morir escombrando tal obstáculo sobre el camino de Dios. Vuestro odio de la hipocresía, de la mentira, de la violación de las muchedumbres da a vuestras palabras de luz la quemadura del relámpago.

Como un duelo, la muchedumbre sigue, el corazón molido, en el silencio que presagia la condenación a muerte… Sin embargo, quién os creería un carácter impulsivo, un ser embriagado de su propio poder, se equivocaría. No estáis tampoco de acuerdo con los zelotes y por lo tanto nunca les buscáis camorra a ellos, no os enojáis. Ese combate político no es el vuestro, ya no viene a cuento. Será de nuevo después de vos, bajo otros cielos, en otros tiempos. Esos individuos un poco brutos, que vienen a vos, interesados, molestos, los recibís y pacientemente, dulcemente, les inspiráis el amor de otro Reino, universal aquél y espiritual, que no se adquiere con la espada sino con la sangre, por el amor más que por la violencia. Y estrecháis como a un hermano al hombre de espada, Judas, que no entra en vuestra forma de ver y os traicionará. De esta prudencia que inspira perfectamente la sabiduría divina, están impregnadas todas vuestras decisiones. Cómo no entendí más pronto vuestro silencio sobre los esenios que parecían a las muchedumbres vuestros émulos, a tal punto de volveros inútil, incierto e incómodo a sus ojos. Sin duda había demasiado bueno en ellos para que se tuviera que hablar mal de ellos, y demasiado mal para que se pudiera hablar bien de ellos. Entonces, vuestra prudencia se hace inmensamente humilde. Lo que traéis contra ellos, otros que vendrán después de vos lo explicarán. Ahora, el discernimiento sería intempestivo y tomaría figura de rivalidad de casas. Les hacéis sombra y os desprecian, no es nada. Desvían de vuestra vía a los mejores, a los puros, a los santos, vuestra longanimidad no se conmueve de ello. ¡Pero su secta inspira a sus miembros, a la larga, demasiada enemistad por el Templo y la Ciudad y el Pueblo Santo de Dios! ¿No hay todo que temer de un orgullo que les lleve a creer en un Mesías futuro entre ellos, para ellos solos? Oh Jesús, paciencia infinita, entregáis al Padre toda esa preocupación que rebasa la medida y los límites de vuestra estrecha vida terrestre. ¡Más tarde, otros vendrán que harán lo que no pudisteis hacer!

Así, día tras día, oh hombre verdaderamente prodigioso, oh el único hijo de la mujer en quien reside toda la plenitud de la divinidad, trazáis vuestro camino, de simplicidad y de paz. Un día, se ligarán todos contra vos y complotarán vuestra muerte, pero ese crimen será la fosa común de todos. La blanca construcción de vuestra Iglesia Nueva se erige sola desde entonces, como signo elevado entre las naciones. Y hasta este día, los santos prosiguen vuestra marcha cándida y sabia entre las mismas trampas de satanás, abriéndonos una gran estela de pureza y de bondad…

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 43, Marzo 1972.