49. “¿Simon, hijo de Juan, me amas?”
“Simon Joannis, amas me?” (Jn 21, 17)
CLEMENTÍSSIMO, amabilísimo Dios de mi alma, me habéis dado por el santo bautismo la fe, es la luz estable y segura de mi inteligencia, es un acceso verdadero y como un abarcamiento de vuestros misterios. La esperanza que de ella fluye en todas las fibras de mi alma es claro más frágil, está más expuesta; su vuelo alegre de confianza y abandono me llena y me hecha adelante, pero con un poco de miedo tanto humanamente temible me parece el porvenir. La caridad se me ha vuelto más difícil aún. Aprendí con muchas lágrimas que era más una decisión de la voluntad que una inclinación natural, y mucho más un don de vuestra gracia que un sentimiento espontáneo de mi corazón… ¡Sois Vos en mí que os hacéis para ese querido prójimo, solicitud constante, dulzura, paciencia y perdón! ¿Pero entre todos mis cercanos, entre todos aquellos a los cuales estoy liado, no sois vos mismo, oh mi Salvador, mi prójimo más cercano? Pienso sin cesar en el día entre los días en el que os veré con mis ojos. Y sé que me preguntaréis, como al Apóstol después de su negación: ¿Jorge, me amas? ¿Qué responderé, que osaré declarar del secreto de mi corazón?
Oh Vos que sois infinitamente bueno conmigo, más que mi padre y mi madre, amable y encantador más que todos mis queridos, ¿cómo es posible que en este punto avanzado de mi vida pueda aún hesitar en cuanto a mi amor por Vos? ¿Es humildad, es un secreto pudor que me impide declaraos que os amo? ¡No es más bien que tengo vergüenza de amaros tan poco, cuando el reconocimiento, la admiración, la veneración, el amor deberían consumirme completamente!
Creo recordar que muy temprano fue erigido misteriosamente, ¿pero por quién? en el centro de mi corazón un trono de oro y de púrpura para Vos Sólo, en el que jamás creatura alguna se ha sentado fuese un sólo instante. Desde la infancia sois mi Dios, mi Padre, nuestro Padre del Cielo, de quien me vienen tantos bienes que fuisteis el único objeto de mi adoración. Elevo los ojos hacia el cielo, lleno de colores, vasto, espiritual, durante la noche poblada de estrellas, y os adoro, Excelente Señor, oh mi Creador omnipotente y muy misericordioso. Os amo con reverencia, tal vez más de lo que os temo. Y sin embargo me he dejado llevar tan frecuentemente en desobedeceros y disgustaros, sin duda por debilidad más que por malicia, pero tan ultrajosamente que no me atrevo a declararos mi amor, sincero, profundo y puro.
En el momento en el que sin duda hubiera empezado a amaros menos, la santa Iglesia me reveló el misterio de Jesús vuestro Hijo. No sé si lo he amado porque era hombre como yo y mi hermano. Claro era preciso que este Dios sea mi hermano. Pero lo que me arrobó con un amor sin límites por Él, aun en las emociones de las Nochebuenas, es su Sacrificio, su vida dada por mí, su Cuerpo entregado, traspasado, crucificado, su Sangre derramada, saliendo, abrevando y purificando mis labios y mi corazón manchados. ¡Ah! ¿cómo en los peores momentos de mi existencia no hubiera estado conmovido, trastornado, conquistado por ello? Os amo, oh divino Crucificado, mi Salvador, os amo entre mis negaciones, mis crueldades, mis infidelidades sin número. Os he lastimado, cada día, y sin embargo os amo. No miréis mis obras pero el fondo de mi corazón inconstante, escuchad las palabras de mi boca y si no os amo, tened la bondad de creer al menos que quiero amaros infinitamente. ¡Lo habéis merecido tanto! ¿Quién podría serme más querido que Vos?
Os amo, oh nuestro Padre del Cielo en vuestro Hijo Jesucristo, y lo amo a Él en vuestro seno, en el abismo de vuestra gloria. No hacéis más que Uno en esta unidad que me muestra a que unión íntima me atraéis. Entonces, mi amor iría a la éxtasis. Solo, en el silencio de todas las creaturas, si tan sólo tuviera la pureza de ello, me sumergiría en este abismo de mutua complacencia y donación, aspiraría a ser todo vuestro, oh Jesús, a fin de acurrucarme con vos en el seno del Padre, en la paz, en la Gloria… Si conocí alguno de esos instantes sublimes, fue en virtud de Otro que no conocía, cuyo nombre me era incomprensible y casi indiferente. A penas tenía alguna inteligencia de su Existencia, alguna afección por su Misterio, algún Amor de su Bondad, cuando empecé a contemplarlo operando en el seno virginal de María Incomparable. Oh Espíritu Santo, consolación, fuerza, ternura, indecible suavidad, ardor de amor, empezasteis a revelaros a mí, Vida de mi vida, Amor, Fuego de mi corazón. Os contemplaba en María, y en los santos, y en mi prójimo pero no os conocía más que indistintamente obrando en mi miserable corazón, difundiendo ahí tesoros de los cuales ignoraba obstinadamente al donador. Pero cuando de repente se escaparon de esta roca dura y helada, de este lodo de mi alma, torrentes de lava ardiente, llamas candentes de amor por el Padre, y esos vuelos de unión, de abrazos del Verbo hecho carne. Cuando emociones nuevas me entregaron cuerpo y alma al amor de mi peor enemigo hasta querer dar mi sangre por él. ¡Cuando luces surgidas de mis tinieblas me hicieron ver con indecibles bellezas vuestros Misterios y las prodigiosas inmensidades de vuestros designios sobre el mundo, conocí que estáis ahí, oh Espíritu Santo, oh Don del amor infinito del Padre y del Hijo, en esta creatura pecadora, expandiendo en ella vuestras gracias y cantando en ella vuestro cántico sublime a la gloria del Santo del cual procedéis!
Ordinariamente, os percibí actuando, amando, manifestándoos en vuestro sacerdote, por carismas inmerecidos, sin proporción ni relación con sus méritos, cuando cumpliendo los gestos y pronunciando las palabras de mi ministerio, a la improvista supe que las almas encontraban en este sacerdote a Cristo, en este pecador un no sé qué de divino que los traspasaba, resplandeciendo sobre su faz. Y de repente Dios encontraba a Dios… Nada en común ahí con las santurronas admiraciones de mujerzuelas emotivas, pero el poder prometido del Espíritu en la debilidad y la ignominia de su ungido. ¿En mí sin mí, este amor quemaría a mis cercanos y no me incendiaría a mí mismo? No quiero permanecer como la lámpara de arcilla negra que sólo alumbra y calienta a los que la cargan. Oh Espíritu Santo, con vuestra llama purificadme, santificadme, consumidme. Sois un ardor de regreso al Padre por el Hijo, Vais a donde os lleva vuestro amor el más profundo, jaladme, ¡corramos! Queréis hacerme hijo a la semejanza del Hijo, es vuestra misión y vuestra divina energía, ¡haced! Y sumergidme en fin con Él en la Gloria del Padre, hijo con el Hijo vuelto a la Fuente, el Pantocrator no engendrado. A veces, me dejo llevar bajo las alas del gran águila y voy a descansar allá donde está mi secreto, mi Beatitud prometida. Pero lo más frecuentemente, suelto y vuelvo a caer, desolado, cada vez más abatido. Espíritu, volved y llevadme sin regreso. ¿Jorge, me amas? En este camino inseguro no me atrevo a responder, recordándome del Apóstol impetuoso, dando su palabra de honor en una fidelidad que desmintió el canto del gallo. Necesito a Pedro para confirmarme en el amor, necesito a mi Madre la Iglesia que sólo ama perfectamente a su Esposo, y a los sacerdotes. Quisiera disponerme a merecer en fin de deciros cuando os encontraré, con lágrimas, echándome en vuestros brazos de Padre, de Esposo y de Amigo: Señor, Rabbouni, bien sabéis que os amo, porque me habéis amado el primero. Os amo con todo mi corazón y hasta en mis ignominias no dejé en verdad de amaros, Vos que sois mi Todo eternamente ¡y mi DIOS!
Septiembre 1972