52. En honor de la Bienaventurada
y siempre Virgen María.
GLORIA a Vos, oh María, inestimable, preciosa Carne en la que el Verbo divino se hizo hombre, Creatura milagrosa a la confluencia de los dos infinitos, de la grandeza divina y de la humana pobreza. Sois mi Hermana por la descendencia humana que Jesús redimió con su sangre. Sois mi Madre por el alumbramiento nuevo de la gracia, sois mi Hija en la indecible humildad que os arrodilla a los pies del sacerdote más miserable para besar sus manos consagradas.
No, el profeta no mintió que anunciaba una maravilla más bella que todas, una Virgen que debía concebir y dar a luz al Emmanuel. No, los Evangelistas no nos engañaban en sus relatos encantadores de la Anunciación y de la Natividad donde todo está dicho por lo menudo para nuestra alegría. No, los esplendores de todas las liturgias del Oriente y del Occidente no rebasaron la verdad dirigiéndoos sus alabanzas como a la purísima, la inviolable, la Inmaculada, siempre Virgen y Santísima Madre de Dios. No, los santos, toda la cohorte de los cenobitas y de las vírgenes, no erraron fundando su vida más angélica que humana sobre vuestro dulce ejemplo, ellos que corrieron en la estela de vuestra fecunda virginidad vuelta la maternidad más casta.
No, no, no, la santa Iglesia no me engañó dándome por modelo a vuestro admirable compañero, san José, vuestro carísimo esposo, y recomendándome de llenar mi corazón con vuestras virtudes, oh María, oh Toda Pura, para correr en contra de la carne, del mundo y del demonio, sin angustia, sin lasitud, sobre el camino del Cielo.
El Padre os amó con un amor celoso, desde el primer instante de vuestra concepción, desviando con omnipotencia el aguijón del pecado, del desorden y del castigo. El Hijo os eligió y ornó de gracias, deseando con un gran deseo encarnarse en vuestras entrañas y alimentarse de vuestra sangre. El Espíritu Santo os fue enviado por el Padre y el Hijo en aquella misión de amor para estrechar y santificar sin medida vuestro espíritu y vuestro corazón, a fin que vuestro cuerpo santo produzca a la dicha hora la célula singular que el alma del Señor debía hacer suya.
Jubilo con el pensamiento de este estrechamiento de las tres Personas divinas teniéndoos íntimamente unida en un casto y triple beso, ¡oh Mujer en la que se formó el fruto de vida que no tiene otro Padre que Dios! Ahora sé por la ciencia todo el detalle y la humilde ordenación de aquel milagro al cual estaban predispuestas las leyes de la naturaleza. Sé el ovulo singular, llevando vuestro código genético, oh María, su ADN guardando toda la herencia de vuestra raza y todo vuestro carácter, listo a volverse bajo la operación del Espíritu Santo en la fantástica replicación que formaría un nuevo ser tan perfectamente semejante a vos que jamás hijo alguno se pareció tanto a su madre. Conozco la modificación de los cromosomas XX y XY que determinará el sexo masculino del niño, milagro imperceptible de esta fácil partenogenesia...
Asisto como al microscopio electrónico, al minuto desconcertante cuando este fruto despegado de vos se fija, se cava un nido y logra la primera operación de su desarrollo autónomo. Entonces el alma de Jesús vive en vuestro seno, Dios está entre nosotros escondido en este Santuario púrpura, ¡oh real Emmanuel! Ah, todo este misterio está desconocido por los humanos y conocido por Dios sólo. ¡Ningún hombre os acercó, oh María, ningún deseo carnal os conmovió, oh Virgen, ninguna sangre extranjera se mescló a la vuestra, Inmaculada Madre de Jesús! Este niño que se alimenta amorosamente de vuestra substancia, cuando dejará su primer abrigo terrestre no desflorará su honor. Milagro aún el pasaje de vuestro hijo por las fuentes selladas de vuestro seno, sin dolor, sin desgarramiento, sin efusión de una sola gota de vuestra sangre. Toda la Iglesia, oh Madre en su inmensa veneración, lo comprendió de instinto. ¡Aquél que quiso residir en vuestro seno sin lastimar vuestra virginidad no debía, no podía, él mismo, romperla en el dichoso día de su Navidad!
Es por eso que sois en toda verdad aún hoy y para siempre LA VIRGEN que cantan los siglos y que alaban los coros de los ángeles repitiendo sin fin: ¡Ave Virgo, Salve, Mater, Ave María! Toda virginidad se arraiga en la de vuestro Hijo y en la vuestra. Toda maternidad se esfuerza en volver a encontrar alguna participación de aquella que fue vuestra gloria singular. Más que todas, la maternidad espiritual de la Iglesia continúa vuestro engendramiento de Cristo, de la Anunciación a la Natividad, y de la Pasión a Pentecostés; porque Cristo Hijo de Dios ha dado a todos sus hermanos la capacidad de renacer como nació de Vos, no por la mescla de las sangres, no por la voluntad de la carne ni por la voluntad del hombre, pero de Dios (Juan 1, 13).
¡Ah! qué nadie toque a este misterio, dude de este milagro. Qué nadie rompa con un solo pensamiento injurioso la límpida certitud de vuestro parto virginal. Tocarlo, es violarlo, es alcanzar nuestras vidas en su fuente, ¡y herir a muerte todos nuestros renacimientos espirituales! Aquello no será, aquello nunca será. La santa Iglesia no estará mucho tiempo en desherencia, privada de Pastores vigilantes y de santos Doctores. La santa Iglesia no tardará mucho tiempo más en definir infaliblemente vuestra Perpetua Virginidad, oh María. Porque está escrito del Adversario que le aplastaréis la cabeza.
Amigos míos,
Saber el misterio atacado y manchado nos vuelve más apasionadamente amada esta dulce Natividad de Cristo, del seno de la Virgen María. Le haremos en Navidad como una muralla con nuestros cuerpos purificados, y un abrigo con nuestros corazones fervientes. Así al menos la Iglesia no habrá dejado en esta noche de apostasía a la Virgen y al Niño sin posada.
Ofreceré el día de Navidad tres veces, como de costumbre, el Santo Sacrificio por vosotros. La misa de Gallo, por la gran familia que formamos, nuestra espiritual orden tercera. La misa de la Aurora por nuestros hermanos y nuestras hermanas de la orden primera y segunda, y por sus familias. La misa del Día por nuestro Santo Padre el Papa, por su gracia temporal y su salvación eterna, por NN. SS. los obispos, por los sacerdotes mis cofrades y todos los fieles, sobretodo los más consagrados y los más lastimados. Hace cinco años, os conjuraba a petición del Padre Calmel de recitar el Angélus (CRC 3, Navidad 1967). Luis XI hizo obligación de ello a las parroquias del Reino en 1472, hace justo quinientos años, en tiempos calamitosos. Los nuestros no lo son menos, sin duda todavía más peligrosos. Recemos a María tres veces al día, “al sonido de la campana”. Es el AVE MARÍA de la paz.
Navidad 1972.