60. El bautismo. “Vete en paz.”
“Vade in pace, et Dominus sit tecum; - Amen.”
¿QUÉ hay de ello después de cincuenta años? ¿Qué me valió ese doble deseo, esa última oración a Dios para el niñito que acababa de ser bautizado? ¿He conocido la paz, siempre? No hablo de la falsa paz, aquella que da el mundo, la paz carnal, pero la otra, ¿la única paz que sobrepasa todo sentido y que introduce al fiel, desde este momento, en la serenidad sin arrugas de Dios? ¿El Señor me ha acompañado a lo largo del camino, se ha quedado cerca todos estos años, está todavía cerca de mí? Oh Dios de mi bautismo, oh Padre, oh Hijo, oh Espíritu Santo, ¿habéis escuchado la oración de vuestro sacerdote y os habéis obligado a nunca alejaros de este niño vuelto vuestro elegido, vuestro templo, vuestro hijo?
¡Oh! no pienso en la prosperidad material, a la salud del cuerpo, a los dramas evitados, a las suertes que llamamos providenciales, por abuso seguro. No osaría decir que en virtud de mi bautismo fui protegido. Tantos otros que eran mejores que yo fueron alcanzados por la enfermedad, por la guerra, en su honor, en sus cercanos, en sus bienes. No, no es esa paz que habéis prometido y haber tenido tantas suertes me da ninguna seguridad. Además, ¿quién sabe lo que será mi fin? Poco faltaría para que un sentimiento de cobardía no me invada, a causa de esta suerte de haber pasado a través de tantos peligros, de sufrimientos humanos, de angustias. ¡Tal vez sordamente mi carne y mi corazón os imploran de conservarme en esta quietud, tal vez mi espíritu presuntuoso interpreta mi felicidad pasada como una prueba de mérito y de bendición, tal vez se atrevería a reivindicar la continuación de una existencia tan fácil como un derecho! Es entonces el hombre carnal que se hace oír. Dios mío, no lo escuchéis, repudio este instinto de conservación, tan poco conforme a vuestro Espíritu Santo. Sin embargo no pudiendo tener pesar por las enfermedades, la locura, las heridas de guerra, los sufrimientos de los campos que no conocí, el abandono de aquellos que amaba, la negación de mis cercanos, no pudiendo encontrar en mí el valor de pedir para el otro vertiente de mi vida todas las penas, los dolores, las infortunas y las angustias de los cuales he sido preservado, al menos, oh Jesús Crucificado, quiero postrarme silenciosamente y besar los pies de todos los míos, de mis cercanos, de mis hermanos humanos que a partir del día de mi nacimiento han llorado desde la cuna, han conocido en la infancia el frio, el hambre, la pobreza, más tarde la solitud y el abandono, los horribles desgarres de las separaciones, las deportaciones, las persecuciones, la tortura, los combates, la muerte en tierras lejanas. Me postro humildemente ante todo el sufrimiento humano del cual tengo vergüenza de haber sido preservado. Vuestra paz, vuestra solicitud, entiendo que estaban mucho más allá donde se sufría y moría, en los corazones destrozados de inquietud y de gran tristeza, cerca de la viuda en llantos y del soldado perdido, Vos y vuestra Madre a la cabecera de los desgraciados y de los mártires. Y os estoy simplemente agradecido de haber aún guardado algo de vuestra paz y de vuestras bondades para este niño privilegiado que pasó casi sin contusiones y sin angustias a través de tantas tempestades.
Tuve hambre en un momento de mi vida, ¡tan corto! Temblé por seres queridos, lloré por mis difuntos. Sí, pero si hubiera sido herido en mi cuerpo como en mi corazón, si mi casa se hubiera derrumbado como aquella de mi vecino, si hubiera buscado trabajo durante meses, en vano, para mí y no para los otros, si hubiera errado en los caminos del éxodo en lugar de recoger a los errantes, entonces tal vez hubiera probado a su medida el don misterioso de vuestra Paz, ¡entonces la gracia de vuestra Presencia a mi lado me hubiera deslumbrado más que mil soles! Seguramente, sufrí a causa de Vos algunos tormentos, conocí la guerra en plena paz, la detestación de mis hermanos, las calumnias, el odio tenaz, fui perseguido por la Justicia. Sí, esa Beatitud sublime me fue dada, y en los peores momentos vuestra Paz y la dulzura de vuestra Presencia me parecieron deliciosas, milagrosas. Os sentí varias veces en mis procesos a mis lados, como un maravilloso abogado. Quien os tiene por defensor está absolutamente liberado de toda angustia. Pero, aún ahí, en esos instantes sagrados en los que estaba acosado por mi fe, no estoy seguro de no haber enturbiado vuestra paz y comprometido la santidad de vuestra Alianza a causa de mis faltas, toda esta porción de injusticia humana que mezclé a vuestra justicia, envenenando mis pleitos. No estoy absolutamente seguro de haber conocido en mis aplastamientos, la absoluta bendición de vuestra santa Presencia. Y me inclino muy bajo ante vuestros confesores y mártires, que sufrieron la guerra y el odio de los hombres en toda la magnífica inocencia de su perfección y vuestra paz verdadera.
¡La oración del sacerdote el día de mi bautizo estaba llena de tanta seguridad! Anda, parecía decir, he aquí que la paz del Señor está en ti, su asistencia nunca te faltará. Esta extraordinaria seguridad que es la marca del cristiano, aun pecador, aun mediocre en su vida y en sus obras, con todo eso la tuve, es necesario reconocerlo puesto que es un don sacramental, común a todos. ¡Ah! cantaré eternamente las misericordias de mi Señor. La paz que me da, la certitud de su Presencia que nunca me faltó, serán tanto más el objeto de mi reconocimiento que yo mismo les he faltado más. Era como un océano profundo de plena tranquilidad. Estáis ahí, desde siempre, aun ahora y, si quiero, para siempre. En vos, mi corazón está tranquilo y me alimento de vuestra inmutable luz, poder, vida y virtud. Por qué es menester que en la superficie de este mar pacífico haya yo agitado mi espíritu y mi corazón con pensamientos futiles, con aficiones desordenadas, con codicias, con deseos, con temores vanos. Erais mi paz segura, y soy yo quien enturbió sin cesar la pureza. ¡Cómo me glorificaría con un bien que he desperdiciado, con un don que he dejado perder mientras que corría sin descanso detrás de la inagarrable vanidad!
No, no me glorificaré más que de mis flaquezas, para confesar a vuestra Gloria, oh Majestad divina, que no dejáis de derramar en el corazón de vuestros hijos, mismo indignos, mismo rebeldes, el tesoro de vuestra paz verdadera y que asistís hasta la más criminal y la más ingrata de vuestras creaturas. Decir, escribir, atestiguar que vuestra paz nunca me ha quitado, que mi Señor siempre ha permanecido cerca de mí, más frecuentemente para curarme de mis fiebres que para gozar de mis amores, ¿a caso no es aserenar a los pusilánimes, más fieles, más atentos que yo, y comprobarles que nunca los abandonaréis ni en este mundo ni en el otro? Si este distraído, este corazón ligero, si este dichoso de la vida nunca fue privado de vuestra Paz, oh dulce Salvador, y de la alegría de vuestra Presencia, ¿qué ha de ser vuestra solicitud por los pobres, los enfermos, los oprimidos, los perseguidos? Vuestra alegría de amor por las almas tranquilas y santas, por vuestros verdaderos fieles, ha de sobrepasar todo lo que conocí.
Entonces, viendo lo que malgasté, ¡estoy apresado por una envidia divina por mis hermanos y mis hermanas que no faltaron así a vuestra paz! Mismo si, como lo espero y a pesar de mis faltas, me continuáis hasta la última hora esta doble gracia de la paz en vuestra presencia, oh Cristo, os pido de lograr ya no faltarle ni enturbiarla en nada. Quiero entrar desde aquí en la tierra en vuestro descanso. La palabra del sacerdote de mi bautizo me alcanza ahora como una exhortación, un reproche –antes de rendir cuentas de toda mi vida– a fin que prosiga mi camino en perfecta paz y sin retirar de ningún modo mi mano de vuestra Mano, hasta el faz a Faz eterno.
Octubre 1973.