54. El bautismo. “ Entra en el Templo de Dios ”

Ingredere in templum Dei, ut habeas partem cum Christo in vitam æternam. Amen.”

Baptisterio de Santa Teresita del Niño JesúsEN la realidad, toda mi vida social empieza ahí y en ese momento. El señor cura coloca sobre mí el faldón de su estola y me introduce así en la iglesia. Al gesto une la palabra: Entra en el templo de Dios a fin de tomar parte con Cristo para la vida eterna. Entramos. De hijo de las calles pasé al estado de hijo de Dios y de la Iglesia. Mis padres sabían bien lo que me hubiera vuelto si pasando así de la calle a la iglesia no hubiera sido adoptado para siempre por esta gran sociedad visible y mística de la Iglesia católica romana. Hubiera vuelto a la calle y me hubiera perdido allí. Pero aquí encontré un cuadro de vida, una armadura social para refrenar mi joven anarquía, una jerarquía protectora para educarme. Era como una inmensa y grandiosa avenida donde avanzaría cada día de mi vida, hacia aún más bello, el palacio de mi Príncipe a donde lleva. Sería ridículo decir que no fui decepcionado. Antes de conocerla no tenía esperanza de nada y ningún derecho. Por otra parte, rebasó todas mis esperanzas. No es su extraña enfermedad presente que podrá quebrantar mi confianza; enfriar mi amor ni gastar verdaderamente mi alegría. Soy todavía tan pequeño, estoy tan intimidado, tan desguarnecido en este gran navío secular, sonoro y luminoso. Creciendo, lo descubrí más vasto, más majestuoso, más amable, más rico, mientras que nuestros departamentos y nuestros jardines públicos me parecen ahora menos elegantes y más estrechos que en mi infancia.

A vuestra alabanza, oh Dios mío, confieso que ningún día de mi vida he dejado de regocijarme de ser hijo de la Iglesia. Os doy gracias por ello como un don maravilloso y cotidiano, simple y prodigioso, no como un mérito personal. El mérito corresponde a esta Iglesia, a los Papas bajo los cuales viví, a los obispos que acerqué para recibir de ellos los grandes sacramentos, a esos sacerdotes, a esas multitudes de fieles que fueron a mis ojos, a mis orejas, para mi corazón, para mi inteligencia, ¡vuestra Iglesia! Un hijo no tiene ningún mérito de vivir cerca de su madre. Todo el beneficio es para él. Todo el mérito le corresponde a ella, tan dulce, tan sabia. Me enseñó vuestras Palabras, me alimentó con el Pan de los ángeles, me formó a vuestra Ley, oh Sabiduría, y aprendí al ejemplo de sus santos la dulzura de vuestras Bienaventuranzas, ¡Jesús! Me fue una madre, atenta en protegerme del mundo, en defenderme de mí mismo, en exorcizar mis demonios. Muy temprano, tuve el sentimiento de tener que recibir todo de ella, en la obediencia tierna y el temor filial. Un hijo nunca tiene miedo de ser despedido por su madre, pero tiene miedo de disgustarla, de no amarla, escucharla, ayudarla bastante. Así me quedé mucho tiempo, con delicias, como un niño en los brazos de su madre.

Lo que de repente me transformó, cambiando nuestras relaciones, fue mi nominación de cura. Llamado por mi obispo a la carga de las almas, al curato de una parroquia. Deslumbramiento. Un lazo nuevo se formó de vos a mí, oh Señor. Me fue menester ser hombre, tomar el cayado del pastor de las ovejas, y desde lo alto del púlpito como en el altar, en el confesionario y por todos lados, a mi vez enseñar, nutrir, conducir con autoridad y entrega. Oh Iglesia mía, que fuisteis treinta años mi venerable madre, empezasteis a parecerme en Cristo como una joven esposa, alegre, confiada y tan ardiente que os sentía enamorada más que yo de la perfección a donde os guiaba. Tales fueron nuestras relaciones de esposos, nuestro romance de amor, de día y de noche, de invierno y de verano, largas horas del sacerdote en su iglesia, afecciones consagradas de la Iglesia por su pastor, carreras por los caminos de nuestras parroquias. En los campos, los talleres, a la cabecera de los enfermos, a la salida de las escuelas, en todos lados encontraba los mil rostros de mi Iglesia. Todos eran nuestros hijos, ancianos, hombres, mujeres, practicantes, oponentes, y por todos cada mañana derramaba toda vuestra Sangre en oblación redentora, a todos les daba vuestro Cuerpo en alimento, o al menos vuestra Palabra. Teniendo vuestro lugar visible, ¿cómo no hubiera amado a esta Iglesia con una alegría de esposo? Conocí verdaderamente la fuerza de este nudo de ella a mí, de mí a ella, cuando me arrancasteis de ella, Señor. Desde entonces no la he olvidado, ni verdaderamente perdido. Por falta de un rebaño particular, me volví como tantos otros un sacerdote para los aislados que erran hoy como ovejas sin pastor. Todavía es mi esposa, esta Iglesia que sostenéis con vuestra incansable gracia, tal vez aún más desde que rejas invisibles me impiden de alcanzarla, desde que una desgracia me prohíbe dirigirle la palabra. La cautividad ni la muerte podrán separar lo que Dios unió...

Eres sacerdote para la eternidad. El sacerdocio como el bautismo me marcaron con su carácter indeleble. El bautismo me hizo lo que soy, hijo de Iglesia. Más tarde la ordenación me consagró hombre de Iglesia, apegado a ella, preocupado de instruirla, de nutrirla, de vestirla, de liberarla de sus opresores, de perdonarle sus faltas y de recordarle sus glorias, sus tesoros de sabiduría, de santidad, y todo su maravilloso porvenir del cual su prestigioso pasado asegura. La amo como un hombre ama a su propia mujer y mi corazón está conquistado, enamorado. Tengo que confesarlo, es vos, oh Cristo, que la amáis así en mí vuestro miserable instrumento, vuestro siervo inútil, indigno de ser llamado vuestro hermano.

Egredere! Egredere! ¡Sal, vete de aquí! ¡Fuera de la Iglesia, hijo malo, intruso, adultero! ¿Voy a oír de nuestra Iglesia semejantes maldiciones? Ya tarde, vengo a concebir esta última prueba para nuestra fidelidad. Si algún portero miope o mal intencionado, no reconociéndonos, se ponía a echarnos fuera con espantosas imprecaciones, no sé si encontraría ahí como Francisco de Asís, ¡la perfecta alegría! El otro día un enemigo anunciaba en el radio que iba a separarme de la Iglesia. Dios mío, ¿lo desean tanto que lo anuncian como cosa cumplida? Y el día siguiente gente sencilla me escribe: “Cuando se sabe de que amor usted, usted la amaba, si ahora se separa de ella, es decir que ya no hay nada que esperar y me separaré yo también de ella.” ¡Qué pena, qué cuchillazo!

¿Pero cómo olvidaría a mi Madre, cómo me separaría de mi Esposa? Lo que nunca hubiera podido ni creer ni encarar, y que empiezo a temer inmensamente, es de ser echado a la calle por sacerdotes o sumo sacerdotes, de ser entregado al mundo del cual mis santos padres me habían separado cuando me llevaban hacía el pilar del bautizo bajo la protección de una estola de sacerdote. A aquél que, en la misma antena, me había preguntado si me separaría un día de la Iglesia, le había contestado: ¡Nunca! ¿Pero la Iglesia no me correría? Angustia de la edad madura, agonía de la agonía de mi mujer enferma, de mi hija cancerosa. Si en su delirio me arrojaría con maldiciones, ¿qué haría?

Oh Iglesia mía desfigurada, ¿eres tú quien romperá el anillo de los veinticinco años de nuestra alianza, de los cincuenta años de nuestro encuentro? Muchos otros que, ellos, fueron santos en sus siglos tuvieron que soportar esta última prueba y divina purificación de su amor. ¡Pero yo, pero nosotros, pobres pecadores! ¡No, di, no me harás eso!

Acuérdate de tu promesa generosa en los bellos días de mi juventud clerical: Aquél que viene a mí, no lo echaré fuera; Y seguramente te acuerdas que, haciendo mía por ti la palabra que Pedro dirigía a Jesús, te respondí entonces: ¿Madre, a quien iremos? Tenéis las palabras de la Vida eterna.

Entonces, escucha. ¡Y creeme! Si jamás un día vendrías a echarme fuera, yo no te repudiaré.

Febrero 1973.