48. El bautismo. Ama, como eres amado.
“Si queréis entrar en la Vida, observad los mandamientos.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.”
Ritual del Bautismo.
SED eternamente bendito, oh Vos nuestro Padre, que me habéis dado desde mi tercer día de vida la más encantadora, la más sublime, la más dulce y la más pesada tarea, por el tiempo y por la eternidad: ¡amar! Amar, amar sin límites y sin fin. ¡Si me hubierais dicho obedecer, o sufrir, o aprender o trabajar! Pero no, respondiendo al deseo más puro de mi corazón, me habéis pedido lo que más quería: ama como eres amado. A tu vez, expande con exceso el amor alrededor de ti, a lo largo de tu vida. No tengo más que este mandamiento para ti: ama.
Semejante Ley no me pidió primero ninguna pena. Como en los principios del mundo, antes de la caída, mi corazón, mi cuerpo, mi espíritu estaban llenos de un apego, de un amor, de una alegría cuyos objetos confundidos eran mi propio ser, y el pecho apretado de mi madre, más tarde la mano fuerte de mi padre, tantas caras familiares, y Vos, Dios mío, mi Creador, Providencia de los unos y de los otros. Amarme a mí mismo, por qué enrojecer, amarme con benevolencia puesto que este amor será la medida de mi amor por los otros… Amar este prójimo cercano que son mi padre y mi madre, y mis hermanos y mi hermana, en medio de los cuales estoy colmado en el dulce calor de la Casa… El deber es tan fácil que lo cumplo como naturalmente. Y amaros, Dios mío, cómo no hubiera consentido en ello es demasiado poco decir, cómo no me hubiera lanzado en ello cuando me inundabais de tesoros maravillosos, el sol, el aire, el pan y el vino, la carne y la sangre, la belleza y la vida, los ángeles y los santos del Cielo y de la tierra saciándome de beatitud. Feliz embriaguez de un paraíso bautismal. ¡Amor, amor, eres la luz y la felicidad del mundo, rostro divino!
¡Ay! esta simplicidad de paraíso terrestre la perdí, muy temprano, por mi culpa. El día en el que me comí las tres galletas que mamá me había dado para mi hermanito, ¿y qué arriesgaba? aún no hablaba, ¡y nadie me veía! en aquel día negro supe que era difícil amar para el niño egoísta que de instinto se prefiere a su hermano mismo. Creí que me iba a morir del pecado mortal, y como nada sucedió y que mi madre no supo nada de ello, me endurecí. Amarás al Señor tu Dios, amarás a tu prójimo como a ti mismo… El admirable mandamiento se me volvió opaco, el secreto de la felicidad me fue pesado desde que tuve que abnegarme, olvidarme, renunciarme hasta el sacrificio, hasta la cruz, la pequeña cruz cotidiana. Debería haber contemplado a mi Jesús crucificado para aprender a amar…
Y sobretodo que entre Vos y mí otro equivoco iba creciendo. Tenía amistades mías. Y como por un hecho patente no era lo que queríais. Ahí donde mi corazón me llevaba, hacia todo lo que brilla, todo lo que seduce por fantasía o capricho, no estaba ni precedido ni aprobado por mis padres, ni sin duda por Vos. Hubiera querido con todos trabar amistad, pero era como esos grandes trenes que se lanzan en la noche pasando los cambios de agujas a todo correr en un rugido repentino, llevados por una mano invisible allá a donde no saben. ¿Por qué tantas caras encontradas, amadas, desvanecidas llevadas a lo lejos? ¿Por qué señales de amistades en la noche sin respuesta? ¿Por qué tantos vuelos maravillosos no encontraron las elecciones de vuestra gracia y recayeron demasiado pronto? Me rompí buscando el secreto del misterio de vuestra Caridad. Cierto, me dabais a amar y servir a seres muy dignos de mi apego, pero hubiera querido tantos más, locamente, que no me habéis otorgado. Así viví, dislocado en lo íntimo, y a veces vuestra Ley me apareció cruel, que me prohibió amar como quería a quien quería, para obligarme a amar a quien y como no quería. Miserable corazón, cuyas tormentas no están calmadas…
¿Encontraré por fin la paz? ¿Cuándo pondréis orden en mis caridades? El egoísmo carnal, él, tendrá siempre que ser castigado y reducido en servidumbre. Todavía soy ese miserable niño que arranca el pan de su hermano para comérselo a escondidas. Los caprichos del corazón, ellos, tal vez se han dejado por fin disciplinar. No estoy muy seguro. Pero aprendí a amar primero a quien me habéis dado. Sometí el instinto de mi corazón a la ley de vuestra predestinación y ahí comprobé que el amor es más cierto, más puro, más durable cuando acepta los destinos que vuestro divino Corazón fijó. Maduré. El matrimonio me parece primero un sacramento y después un amor humano. Mis afecciones fraternas ya no son invenciones mías pero vuestras. Nacen de vuestras predilecciones más que de las mías.
No que haya llegado a la meta ni que me haya vuelto perfecto. Pero ya no me rebelo contra vuestra ley. Entiendo, y si arrancáis brutalmente en mis afecciones, me inclino, ahogando el grito loco de mis entrañas para poner en mi corazón el orden de vuestra caridad. Amar a su prójimo simplemente, y poco a poco hasta sus enemigos, dejarse conducir en ello. La sabiduría que viene con los años me hace descubrir la belleza y la fecundidad mejores de esos lazos que la buena Providencia tejió para nosotros sin nosotros. ¿No habéis hecho con nosotros un solo cuerpo? Esa necesidad de ser feliz por el amor, de estar unidos en la misma caridad, de estar dados y sacrificados los unos a los otros, ¡qué locura sería saciarla con uniones caprichosas y con abrazos vanos, o con fraternidades de encuentro! Termino finalmente por guardar todo mi corazón para darlo mejor, aquí, a los mismos que se volvieron y permanecerán siempre para mí los más cercanos por nuestra común vocación. Es bueno. Aquellos son mi madre y mis hermanos y mis hermanas.
Desde ahora sabré amar a quien querréis, sin medida, sin fin. Y a los que mi corazón por ventura aún se apegará, desconfiándome de mí mismo, no descansaré hasta que los haya regresado en la corriente del río ancho de vuestra caridad. Empiezo a entender que mi corazón no es más que un altar de estación para el vuestro, y que todos nosotros, cada uno por los suyos, somos los relevos de vuestra caridad, sólo perfecta, sólo universal, sólo total, infinita. Pensaba perdidas tantas bellezas entrevistas, anuladas tantas subidas juntos hacia las cumbres exaltantes. Aprenderé en el Cielo que otros debían cumplir lo que eche de menos y que pude hacer el bien con el que otros habían soñado. Es vuestro Corazón quien es un océano de misericordia y de alegría, del cual los nuestros no son más que los reflejos pasajeros. Aún dichosos si sabemos ayudar a esas creaciones maravillosas, llamados a encontrar ahí la alegría, el sufrimiento y la gloria.
Al anochecer de la vida seremos juzgados en cuanto al amor… Ahora, reanudando con el paraíso de la infancia, antes de la transgresión, me regocijo de entender que nuestra religión es una religión de caridad y que vuestro Nombre, oh Dios mío, es Ágape, Amor. Ahora sé bien que mi amor no puede ser una bendición para los otros más que si es una consecuencia y un reflejo del amor con el cual los amáis. Por eso, indiferente a los movimientos de mi propio corazón, ya no quiero más que amaros, Vos, bastante para haceros amar por ellos, esos seres elegidos por vos para mí, y yo para ellos, en vista de los bienes eternos. ¿Pero cómo, oh Señor, infinitamente bueno y soberanamente amable, amaros bastante?
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 48, Agosto 1972