51. El bautismo. Sal, espíritu inmundo,
y deja el sitio al Espiritu Santo.

Exi ab eo, immunde spiritus, et da locum Spiritui Sancto Paraclito.”

BautismoAHÍ, en aquel primer minuto del bautizo, todavía en el atrio de la catedral, lo creo con toda mi fe, fui el lugar, y la apuesta, de un terrible combate. Hijo de Adán, elemento de un universo arrancado a su Creador por la falta del primer padre, estaba bajo la dominación del Príncipe de este mundo. Y he ahí, que ese buen canónigo le intimaba la orden de dejarme: Sal de él, espíritu inmundo, y deja el sitio al Espíritu Santo Consolador. Estoy maravillado a cincuenta años de distancia, del milagro repentino de esa primera liberación y os doy gracias, oh Dios mío, por ese niño de tres días liberado así del yugo de Satanás y vuelto disponible al don de vuestro Espíritu divino, su Defensor y Santificador. Lo creo bajo vuestra Palabra, pero no logro entender el interés que esas dos Potencias, una soberanamente buena, la otra horrible, manifestaban por esa carne viva y su alma aún adormecida. Se hubiera dicho un tesoro, o una belleza, que sería la apuesta de un duelo. O una plaza de primera importancia en una gran guerra. Que el diablo tenga apego por mí, todavía lo entendería. Aquél que perdió el Reino del Cielo y sabe cercana su ruina definitiva recoge ávidamente todo lo que encuentra. Pero que el Espíritu Santo tenga apego por poseerme, por guardarme, para hacer de mí un Templo de vuestra Santa Trinidad, ¡he ahí que me arroba y me confunde!

¡Oh! tuve el tiempo de reflexionar en ello. No he administrado un solo bautismo sin revivir el mío, con efusión de reconocimiento y alegría. Pronunciando los exorcismos los repetía sobre mí mismo, reviviendo el instante de mi liberación. La voz del canónigo Patriti es débil, y cantante. Lo que dice no es por lo tanto menos duro, amenazante, dominador. Habla como vos, Señor, cuando comandabais a los elementos desatados, y os estaban sumisos. Es aún vuestra voz que habla en la suya. El Demonio la reconoce y se marcha. Mis padres y mis padrinos son buenos cristianos; admiran como los Apóstoles este poder dado al Hijo del Hombre y esta tranquila victoria que hace de su hijito vuestra conquista y pronto vuestro santuario. Acrecentamiento de asombro y grito de admiración. Aquél que llena todo el universo y crea todas las cosas nuevas, Aquél que despierta en todas las creaturas la alabanza y el amor del Padre y del Hijo, oh Vos el Inmenso Espíritu de mi Señor, Incansable Consolador de los santos, habéis querido ese cuerpo y ese corazón a penas formados, sin consciencia ni palabra, para hacerlos Alabanza de gloria. El otro tan pronto marchado, Manos de mi Dios, tocabais las cuerdas de esa arpa para despertar ahí las primeras medidas de un cántico eterno.

Qué desgracia, ¡oh! qué desgracia para mí de no haberme guardado en ese estado de gracia, feliz y glorioso. Cierto, esa presencia de Espíritu a espíritu, esa influencia dulce y santificante de vuestro Paracleto a lo largo de toda mi infancia y de mi adolescencia penetraron y marcaron mi inteligencia y mi corazón con un verdadero carácter sobrenatural, nuevo y indeleble. Era en mí una semejanza y una comprensión llena de amor de vuestro Hijo bien amado Jesús. Era también, oh Padre Nuestro, una vasta y continua prosternación humilde y confiada ante vuestra Majestad. ¡Todo en ese estado era tan bello, tan puro, tan prometedor! Como en millones de otros bautizados mis hermanos, se construía en mí el Santo Cuerpo de Cristo Místico. Pero el Otro volvió con siete demonios más malos que él. No sabía que cada hombre, mientras dure esta vida mortal, en toda su naturaleza es como una propiedad sin rejas ni muros, como una casa sin puertas ni ventanas, abierta a la invasión de los espíritus infernales. Sólo, el torreón del alma donde está mi voluntad toda unida a la Vuestra les es inaccesible, si con todo eso no les abro la puerta, traicionándoos.

En mi orgullo nuevo, me imaginaba que mis poderes y todo mi ser formaban mi dominio, bien cerrado, que gobernaba libremente y del cual podría disponer para darlo a quien me placiera. Era un error fatal, una presunción y la razón de todas mis derrotas. Si hubiera confiado toda su guardia y su cuidado a vuestro único Espíritu Santo, oh Dios mío, él no hubiera dejado entrar al enemigo. ¡Pero yo! Desde el regreso de las tinieblas, mientras que ya no veo ni puedo nada, por todos los profundos pasillos de mis sentidos, por una multitud de pasajes secretos que no conocía, me invaden espíritus inmundos y perversos encarnecidos a mi perdida. Tocan mi piel y tiemblo. Corren en mis músculos, subiendo veloces los miles conductos de mis nervios y de mis venas. ¿Es mi corazón, mi cerebro que agitan o ya mi imaginación, mis afecciones, mis pensamientos? No hay para ellos ninguna separación estanca entre mi carne que les está abierta y sin defensa, mi alma expuesta a todos sus golpes y mi espíritu que hace uno con ellas y que apenas sabe contrariarlas. Horror de descubrir al enemigo a las puertas de mi última recámara. Está ahí como a demora, rodeado de sus compañeros, asecha toda la noche mi lasitud esperando forzarme al final.

El día vuelve, el invasor refluye. Grandes épocas de tranquilidad suceden a las luchas más espantosas. Y cuando lo olvidaba, de nuevo es una fiebre, un desorden, una tempestad donde la desesperación, la locura, el pecado podrían bien entregarme cuerpo y alma a aquél que me obsede y no pretende soltarme mientras no me haya reconquistado. Qué fastidioso, aturdidor, agotante es, siendo, tan pequeño, a la imagen del inmenso mundo un campo de batalla, la apuesta de una lucha que me rebasa y cuyos adversarios tienen tanto poder sobre mí y sobre todo que me arrastran por grado o por fuerza en su partido por turnos, pidiéndome solamente el sí de mi voluntad, el sí de mi amor. Soy poca cosa. No valgo más que por mi amor. Mi voluntad que lo da a quien le place es el bien que estos dos Espíritus se pelean. El Otro me seduce por la carne y ya me emborracha y me captiva: ven a mí soy el Placer, la Curiosidad, la Tranquilidad, la Riqueza y la Gloria mundana. Me habláis de templanza tranquila, de alegría en la cruz, y de un amor sublime que triunfa en la inmolación. Retenéis atenta la cima de mi alma, mientras que el Otro me tienta por lo que hay en mí de más vil y más violento. ¡Oh sorprendente combate, absurda hesitación de mi debilidad! Bien sé que me odia, aquél que me adula y me caricia, para arrastrarme en su caída, ¡lo sé y lo sigo! ¡Cuándo estoy seguro de vuestro amor bienhechor, Dios mío, y de la felicidad que tengo prometida si me entrego por fin a Vos con una voluntad indefectible!

Por eso, volviendo a coger el ritual que me sé de memoria, el libro de la omnipotencia sacerdotal, en la tarde que cae y trae de vuelta la hora de la tentación, cuando mis primeros enemigos ya se deslizan bajo mis arboles y rodean alrededor de mi casa, vuelvo a decir como un encantamiento sacramental las palabras de mi bautismo, para despertar su recuerdo y su poder. Y las volveré a decir hasta esa última aurora donde se retirarán para siempre echando furiosos gritos, levantando el sitio y dejándome solo con Vos: Exi a me, immunde spiritus et da locum Spiritui Sancto Paraclito. Sal de mí, espíritu inmundo, desocupen el lugar, ángeles malvados que lo habéis demasiado tiempo pisoteado y manchado. Dejadme. He aquí el Paracleto al cual quiero entregarme completamente y para siempre. ¡He aquí el Amor y su triunfo eterno!

Diciembre 1972.