59. El bautismo.
“Que el Señor el mismo te unja
con el crisma de la salvacion.”
“Dominus Ipse te liniat Chrismate salutis.”
EL sacerdote termina la ceremonia del bautizo con la unción del santo crisma que prefigura ya el sacramento de confirmación y anticipa el don del Espíritu Santo. Admiro el resplandor de la oración con la cual está acompañada: “Que Dios Omnipotente, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que te regenero con el agua y con el Espíritu Santo, y que te dio la remisión de todos tus pecados, te unja Él mismo con el Crisma de la salvación en el mismo Jesucristo Nuestro Señor para la vida eterna. Así sea.” ¡A tantos extraordinarios beneficios, agregad, Dios mío, la unción de vuestros Espíritu!
Con toda mi fe, estoy seguro que respondisteis a la oración de vuestro sacerdote. Lo hicisteis, en adelante no dejáis de hacerlo, a su petición y desde entonces, a la oración de mis padres y de mis padres espirituales, más tarde a mi propia petición – me acuerdo de tantos Veni Sancte Spiritus seguidos de Avemarías, al principio de todos nuestros trabajos en el seminario y ahora aún aquí –. Tengo fe en la invisible y dulce Mano de mi Padre Celestial, en su dedo con el tocar sagaz, insistente, que practica la unción deseada. ¡Oh! grito de reconocimiento y de admiración. Me gusta el agua que chorrea de mi frente para quitar toda mugre, sudor, rastros de lágrimas y de sangre, reabriendo todos mis poros al aire y a la luz. Me gusta el pan y el vino del sufrimiento ofrecido y de la alegría, Carne y Sangre de mi Salvador que recibo en alimento y que poseo así en mí un momento, más unidor y nutriente que jamás esposo será para su esposa ni padre y madre serán para sus hijos. Pero ahora me pasa de amar tanto igual este aceite y este bálsamo que vuestra mano invisible, tres dedos expertos que van y vienen sin descanso con fuerza y dulzura, hace penetrar desde ya pronto cincuenta años por todos los poros de mi piel, hasta el fondo de mi alma.
Este último tipo de contacto sacramental me era como un enigma hasta que Vos mismo me lo hayáis dado a entender. Ahora me rio de esos bautizos de espíritu que pretenden recibir, fuera de la Iglesia y sin la unción de vuestro sacramento, tantos cristianos caídos en la ilusión. La realidad prodigiosa está en este don incesante cuyo movimiento, intención, efecto recuerdan, en las cosas espirituales, la ciencia del quinesiterapeuta. Nada asocia ni suscita más los esfuerzos del curador y del enfermo que esos masajes hábiles, esos movimientos sutiles y como esa astucia secreta que juega con el obstáculo o la reticencia mórbida para infiltrar el ungüento saludable y devolver la vida al miembro entorpecido. Limpiar la herida, todo el cuerpo, pero sobre esa piel seca, impermeable, aplicar el aceite que la penetrará, alcanzará el musculo, devolverá al miembro el movimiento, la euforia, la libertad. Esas cosas de la carne están creadas por Vos para ser las más sorprendentes parábolas del más alto misticismo.
Oh Padre, por vuestro Hijo y los tres dedos juntos de vuestra Iglesia, es así, Quinesiterapeuta místico, que actuáis sobre mis sentidos espirituales desde mi bautismo. Con dulzura jugáis con el obstáculo de mi rigidez, de mi impermeabilidad natural y de carácter. Soy yo, no quiero ser VOS. ¡Locura de soberbia y egoísmo humanos, de ira y de lujuria carnal! Pero en vuestro amor infinito, delicadísimo y poderosísimo, sonreís del obstáculo y no lo atacáis de frente. Cincuenta años para conquistar un gusano, de parte de un Dios, qué labor estupefactivo, ¡qué paciencia de amor! Son caricias y no golpes. No os agrada vencer y aplastar a vuestro hijo rebelde, pero seducirlo, insinuaros en él y, por el movimiento vivificante de vuestra mano, impregnarlo con vuestro Espíritu. Bajo vuestra caricia experta, mis sentidos se despiertan y se abren en la alegría al aceite odorífero de vuestra sabiduría llena de amor. ¡Exulto en mi Señor, reanimado por su Aliento!
Sí, exulto en este milagro de vuestra paciencia y de vuestra caridad. Porque mi epidermis está dura y apretada, como erizada de pleitos y de defensas en contra de todo lo que me viene de vos. ¡Qué malo soy! ¡y rebelde! ¡y miserable en esta cerradura obstinada al mejor de los dioses! Sin embargo astuciáis con esta piel arrugada, apergaminada, como ya muerta, que no quiere vuestros ungüentos. Mi vida mística está hecha en gran parte de esos mil y mil movimientos de una mano divina, flexible y hábil, ¡tan ligera que me es imperceptible! Pero de su vida renazco a la vida, su aceite me libera y me fortifica, con ese crisma embalsamo… No me aparece que poseo vuestro Espíritu Santo. Es él más bien que me inviste, me penetra, me impregna bajo el movimiento incansable, eterno, de esta mano que me despierte y me embriaga de amor. Me siento bien por ello, como esos animales humanos que salen de las saunas, el cuerpo blando, caliente, esbelto, llenos de un sentimiento de bien estar, de fuerza y de libertad. Tal es verdaderamente la salud de mi alma, después de las unciones que me procuran las virtudes y los dones de vuestro Espíritu.
Aquello va y viene. ¡Ay, no habéis terminado vuestra obra mientras resista a vuestra invasión! Hoy, en este instante, me siento bien. Mañana, al rato, lloraré de no estar totalmente habitado por vuestra Presencia y gritaré: Veni Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium… ¡Ah! ¡qué vuelva la dulce caricia de mi Padre y de mi Esposo! ¡Me llena de su Espíritu de Vida y enciende en mí las lámparas ardientes de las virtudes! Me sorprendo y me escandalizo y me desprecio de no ser un santo, y cierto debería echarle la culpa de ello a mi endurecimiento. ¿Pero por qué sólo ver lo malo? ¿A caso no es una gran maravilla ya que vuestro Espíritu subsista en las profundidades del corazón y de la substancia misma de esta creatura pecadora que elegisteis y que tenéis ya completamente abrazada?
¡Oh Espíritu fluido de mi Dios, cómo supisteis cruzar los obstáculos de mi dureza, de mi violencia, de mi irritabilidad enfermiza! Esa fe, esa esperanza balbuciente, esa chispa de caridad que forman el hogar de mi ser profundo, ¿soy yo? ¿sois Vos? ¡no sé y qué importa! ¡Soy yo por vos, sois vos que me jaláis en vuestro movimiento, que me asociáis a vuestros ardores y a los acentos inefables de vuestra oración! El mal es mío, como una túnica de piel; no obstante, el bien es vuestro, que penetra por todos los poros e impregna todo mi ser. ¡Supisteis conquistarme, cuando hubierais podido rechazarme y aplastarme! Preferisteis seducirme y atraerme, conducirme completamente a Aquél que amáis. Desde mi bautismo, no dejo de combatir contra vos, como un loco y niño malo. Jamás dejasteis degenerar este enfrentamiento en lucha y volverlo tragedia. A mi violencia mala, contestasteis obstinadamente con el amor, ¡oh Mano terrible que siempre fuisteis dulce conmigo!
Así mi pensamiento está impregnado con vuestra unción, más llena de luces de vuestra sabiduría que de los despropósitos de mi razón soberbia; mis discursos ya no son más que el cerco de vuestras celestes enseñanzas. Así mi corazón está enamorado primero del amor supersubstancial que habéis puesto en él, y mismo si lo invado con mil frivolidades pasajeras. Todo lo que soy, lo que pienso y lo que quiero, todo lo que saboreo y amo más, viene de Vos. El resto permanece como rocas esparcidas que la erosión del viento y de las aguas, que el soplo del Espíritu y el agua lustral todavía no han derrumbado. Pero tengo la firme confianza que de ello no dejaréis subsistir nada, y os lo ruego.
Al anochecer de mi vida, haced, oh Dios mío, que sea acabada la obra que inauguró la unción del santo Crisma y la oración sacramental del sacerdote. Qué no subsista nada más en mí que no sea formado con mi carne y con vuestro Espíritu, la creatura ya no siendo más que el Templo de vuestra Divinidad a quien sea rendida la alabanza de gloria de vuestro hijo dichoso, ¡fiat! fiat!
Septiembre 1973.