55. El bautismo. Nuestro padrino y madrina

Cardinal BergoglioSOY un niño, aquél que se calla, que todavía no habla. Pero mi persona social, esta madeja de relaciones de la cual salí y que, produciendo todas las fibras de mi ser, me han hecho lo que soy, esta persona es tan idénticamente yo que adhiero a ella con todo mi querer profundo, entitativo. Me quiero y me amo en todo lo que soy, de anticipo. ¿Está bien, está mal? Así es. Consiento a esta singularidad que será mi propia manera de existir. Asumo el patrimonio y me quiero solidario de aquellos que me han hecho tal, en el estrechamiento del amor. No sé nada de Eva ni de Adán y orgullosamente ya les digo: eres mi padre, eres mi madre, para el bien como para el mal… Pero he ahí aquella mañana, después de tres días de vida, en el seno de mi descendencia como en el centro de mi ser adormecido, un combate ya, la lucha de dos poderes. Heme aquí zamarreado, acuartelado, de mis padres a quien tengo apego contra mis primeros padres que me jalan aún a su partido, que me unen a su rebelión y su maldición por toda la sangre que late en mis arterias.

El niño todavía no sabe lo que hace, pero en él esta naturaleza cósmica ya os desafía, oh Dios mío, en su fidelidad más que instintiva por Adán, su primer padre, cuyos riñones lo cargaban, del cual debe en buen hijo asumir el pecado y el castigo. Pequé, Señor, durante esos tres días en los que no os pertenecía aún. Pertenecía a esta descendencia humana completamente concebida en el pecado. Llevaba mi revuelta en mí como una virtud de pagano y mi orgullo se inflaba de esta solidaridad de raza y de fortuna. Era hombre en fin, contra Vos, oh Padre Celestial, y quería ignorar todo el resto, ignoraba a mi Salvador, hombre de nuestra raza que me era nada.

Pues, en este minuto, brazos extranjeros me cargan por primera vez. Salido del seno materno, colocado en las rodillas de mi padre, mi identidad de naturaleza me era significada por la carne y la sangre. Heme aquí separado de ella, entregado a otros, ese padrino, esa madrina, que me introducen en el querer no del hombre ni de la sangre sino de la fe católica y de la gracia cristiana. Niño, que dos campos se arrancan, acepto ya por una fuerza venida de arriba, sí, labrado por muchos exorcismos y persignaciones, adhiero a esta familiaridad de otro orden. Un instante más y me parecerá bello renegar la fe de los hijos de Adán en su ancestro rebelado para pasar a la fe de los cristianos. En mí algo se mueve, como una solidaridad de amor que no conocía. Oh Jesús, ¿es por eso que vinisteis?

Entonces hablaron por mí, ella estrechándome en sus brazos, sobre su corazón de solterona devota, él poniendo sobre mí su fuerte mano de hombre con autoridad y poder sobrehumano, los dos conmovidos por esta unión espiritual tan cercana del amor más bello, él actuando en otro Cristo y ella personificando a la Iglesia Virgen materna. Dios mío, confieso mi pecado, mi vergüenza, cuyos rastros subsisten indelebles y que sólo la muerte destruirá. Confieso el gozo que mi alma y mi corazón inconscientes probaron sintiéndome vivir en la tierra como un hombre libre y desafiándoos en verdadero hijo de Adán, rehusando doblar la rodilla y apresurado en gozar todos los frutos prohibidos de una carne no saciada. Pero he aquí que hablan y su palabra me muda. Sin merito de mi parte, por una gracia preveniente de vuestra exquisita dilección, gozo de esta fe que profesan. Una alegría desconocida, sin semejanza, me hace abrazar esta solidaridad, esta devoción nueva, que se imprimen en mí con sus palabras lentamente desenrollada. Pater Noster, qui es in cœlis… Me pego a esta oración de Cristo y de la Iglesia que manifiestan por mí, en mi nombre, ¡y que quiero! El ser sobrenatural se abre un camino en las profundidades de mi carne, expulsando de ahí la incredulidad, el desafío, la soberbia. Credo in Deum, et in Jesum Christum et in Spiritum Sanctum et Ecclesiam. Creo, espero, amo; en esta inmensa y maravillosa comunión de los santos quiero vivir y resucitar para siempre.

Lo que confesaban por mí con tanta fuerza, ese Pater y ese Credo, se imprimió tan bien en mí que no se ha movido desde entonces. Esta fidelidad no es tan meritoria ni tan gloriosa como parece en otros. Me quedé el niño descuidado, desatentado, preservado por la gracia y por educación, por dicha, de ese orgullo loco que vuelve a examinar hasta ese primer Pater y ese primer Credo. Eso no llego, como burbuja sulfurosa, ponchada en la superficie tranquila de mi religión. Esa tentación, de volver a Adán, de romper con el esclavismo de Cristo para volver a encontrar la grandiosa solidaridad de la Torre de Babel, del hombre rebelado, nunca la he resentido como un despertar del instinto más profundo, del abismo en mí el más amado donde, falta de reconocer alguien que fuera más yo mismo que yo, quisiera con un irresistible movimiento idolatrarme a mí mismo ¿y desafiar a quién? A Vos, Dios mío.

¿Y si ello ocurriría un día, en el rodeo de un camino, en la fiebre de las pasiones nocturnas, en el aburrimiento de una oración de angustia, al improvista? Conducido por Lucifer, el hijo de Adán se compararía a otro hombre de consciencia divina. Profundizando en sí mismo con una culpable complacencia, se imaginaría igual a ese Otro, que se sabía Hijo de Dios, Dios él mismo. Marchado para el gran viaje, ese loco tomaría apoyo sobre los méritos y el valor y la ciencia de su medio siglo de vida feliz. Apartaría de su vista sus bajezas y sus ignominias. Se apropiaría en la mentira todas sus virtudes y las magnificaría al exceso. Entonces, el vértigo de las grandes profundidades lo jalarían en su olla. Pensaría que Cristo nunca fue más que Hijo de Dios, sumiso a su Padre sin un solo instante de libertad. Por muy Dios que era y que es, ese hermano nunca ha conocido ni querrá ni podrá conocer el minuto exaltante de la libertad donde la creatura se despega lucidamente de su maestro y pronuncia las palabras impías: no soy hijo de Dios, pero soy un ángel, o soy hombre, y me declaro Dios. Aquél que avanza hasta ese pináculo, niega su Pater, y erigido contra el Cielo lo declara vacío. Cuando se echará voluntariamente en el abismo, proclamará su Credo satánico: ¡soy, me hago Dios!

Oh Padre, os ruego, guardadme de la primera y de la segunda tentación. Pero guardadme todavía más de esta formidable tercera tentación. El hombre que cede a ella, en ese mismo minuto de libertad, en la embriaguez de la soberbia no se arranca tanto a Vos, oh Dulzura, oh Ternura, como se deja tomar por Lucifer y sus ángeles malditos para entrar vivo en el infierno. No pretendo ser tan sabio ni tan piadoso que me cuido solo de esa locura. Pero hoy y mañana y en la hora de mi muerte, quiero volver a decir y volveré a decir con mi padre y mi madre espirituales, como en el día de mi bautizo: “¡Padre nuestro que estás en los cielos,… no nos dejes caer en la tentación mas libranos del mal! Creo en Vos, Oh clementísimo Padre, en Vos, oh Jesús único Salvador de los hombres, único Mediador, y en Vos Espíritu Santo, Iglesia de mi juventud, luz de mi edad madura, esperanza de mis últimos días, para ser vuestro eternamente. ¡Amen, amen, así sea!”

Marzo 1973.