58. El bautismo. “Recibe el vestido de inocencia”
“Accipe vestem candidam… Accipe Lampadem ardentem…”
ESTE vestido blanco, la vela encendida, ¡qué plenitud! Y la entrega de estos símbolos se acompaña con palabras de una fuerza evocadora tan grande: “Recibe este vestido blanco. Llévalo sin mancha hasta el tribunal de Nuestro Señor Jesucristo, a fin de obtener la vida eterna… Recibe esta lámpara ardiente y guarda sin reproche tu bautizo: observa los mandamientos de Dios a fin que, cuando el Señor vendrá para las Bodas, puedas acorrer a su encuentro con todos los santos en las moradas celestiales, y que vivas por los siglos de los siglos.” Nunca he revestido con el vestido blanco un niño que bautizaba ni acercado el cirio de su manita para que lo cogiera fijándolo con sus ojos maravillados, sin estar conmovido por la fuerza de esas palabras y de esos signos.
Fijabas ya a vuestro hijo su verdadera vocación. Atravesar la vida en alba blanca, resplandeciente de pureza, guardar la inocencia. Llevar sin desfallecimiento la luz de nuestra fe católica, lámpara ardiente en mi corazón, luz inextinguible de Cristo en las tinieblas de este mundo agitado. Y que así avance el glorioso cortejo de vuestros elegidos, vestidos de lino cándido y su linterna brillante en la mano, en procesión inmensa de la cual la cabeza ya rebasa los umbrales celestes...
El día de mi bautizo, conocí sin saber esa primera alegría y ese primer honor. Ese vestido con el cual estaba revestido y ese cirio que tenían mi padrino y mi madrina formaban en la penumbra de la catedral un modesto resplandor de blancura, un punto de luz, que anunciaban al mundo la alegría del cielo por un nuevo hijo de Dios entrado en el corazón inmenso de la Iglesia. Allá arriba repicaban las campanas y la gran campana. Estaba colmado, festejado, antes de haber merecido algo. De nuevo, conocí esa pura y alta ternura del Cielo el día de mi comunión solemne. La época quería que un simple brazal simbolizara el vestido blanco, pero en el fondo poco importaba. Entrabamos en la iglesia con ese brazal de franjas doradas, nuestro rosario en el puño, un misal nuevo en la mano y en la otra el cirio. Todo eso nos elevaba por encima del yo mediocre y cotidiano. La gracia del bautismo se despertaba en nosotros. Entonces todos estaban singularmente conmovidos, penetrados con una unción celeste. Era, sin que lo comprendiéramos perfectamente, como un anticipo de las bodas místicas prometidas. Así revestidos de inocencia y rodeados de luz, nuestro beso de amor, dado y recibido tiernamente, nuestra Comunión a Jesús sellaba promesas que debían ser eternas.
Es el recuerdo de una emoción tan viva, no, es el tesoro de los bienes que significaba en el esplendor breve de una fiesta, es el gusto de la pureza perfecta y de la fe radiante que me condujeron, por el camino que me habéis trazado, a revestir de nuevo el vestido blanco de los elegidos, a llevar el cirio encendido, el día de mi tonsura clerical, para mis ordinaciones sucesivas y sobretodo las mayores, del subdiaconado, del diaconado y del sacerdocio. El deber austero de la castidad y de la fe, el combate cotidiano contra todo error y todo vicio, la busca de la sabiduría y la larga, larga paciencia de los meses y de los años en la celda donde el tentador nos hostiga, donde los santos y los ángeles nos sostienen, en esos días de fiestas se cambiaban en gloria y dulce alegría. Los padres y los amigos de ese elegido de Dios, al conocer su fragilidad, admiraban volviendo a encontrarlo la obra de vuestra gracia y lo amaban más por lo que se había vuelto. ¿A caso era aún el vestido de la inocencia bautismal, o era un vestido nuevo frecuentemente manchado pero una vez más reparado y milagrosamente purificado? Lo sabes, tú, tú sólo, oh Dios mío. Pero el uno como el otro casi igual atestiguan en su belleza, conservada o recobrada, de tu amor misericordioso. Esta lámpara ardiente cambió pero la llama es la misma. Ya no es la luz temblante de los fervores infantiles. Es una lámpara fuerte, un tipo de lámpara-tormenta. Su llama, protegida, es alta, clara, viva. Es verdaderamente nuestra victoria y nuestra gloria de hijos de Dios, esta fe que habéis encendido en nosotros, que la Iglesia nutrió, fortificó, hizo crecer a lo largo de los años y que ahora debe correr las tinieblas, dar ánimo a los vacilantes, alumbrar el camino, reunir a los descaminados, echar atrás a Satanás y ya, a lo lejos, hacer surgir de la oscuridad los dinteles de las Puertas eternas...
¡Ah! mi corazón os da gracias por el alba de mi sacerdocio, que bordó vuestra sierva con sus manos nonagenarias. Es el verdadero vestido de las bodas prometidas. Y mi espíritu permanece absorto, todavía un cuarto de siglo después, del honor desmedido que me era dado en aquél día de llevar esta lámpara en mis manos. Porque sois Vos, Dios mío y Padre mío, quien sois mi lámpara, y mi luz sois Vos, oh Verbo, oh Esplendor de la Sabiduría eterna, y mi llama, mi fuerza, mi calor, oh Espíritu de Amor, oh Paracleto, sois Vos en fin. ¿De qué me hubiera servido el vestido blanco de la inocencia y de la virtud si, lejos de la fe, hubiera errado en las tinieblas sin camino? Pero, Vos que sois mi lámpara, ¡conservadme este vestido nupcial de la castidad y del amor sin el cual vuestra luz el día del juicio se apagará para mí!
Habéis desde entonces multiplicado la alegría como en el día de la cosecha, como en los días de las vendimias. Revestí cada día el alba con la estola del levita, y avanzo en vuestros umbrales rodeado de luces. El hombre permanece miserable, pero vuestros dones en él no hacen más que crecer. Parece que lo colmáis a la medida de su miseria misma. La gracia bautismal sin cesar vuelve a brotar y siempre más abundante que mis necesidades. ¡Hubo tantas fiestas! Y quedan aún varias otras liturgias benéficas que espero de vuestra bondad. Vendrán días –pero después de la tormenta de estos tiempos de desdicha y opresión– en los que revestiré de nuevo la cogulla monástica con la que me revistió nuestro obispo el día de la Transfiguración. Volveremos a tomar el cirio bendito y pronunciaremos por turnos entre sus manos nuestros votos perpetuos. ¡Ah! ¡Señor, aquél día en fin conoceré la plenitud de la gracia bautismal y las primicias de la resurrección!
Una última liturgia será celebrada, segura aquélla más que la noche que cae y la aurora que vuelve. Un día en fin mis hermanos revestirán mi cuerpo con el vestido nupcial y colocarán, si bien lo quieren, un cirio a mi derecha. Para siempre, en la espera de la resurrección, este bautizado, este hijo de Dios dará así testimonio en su cuerpo, por este Hábito y por esta Luz inmovible, de la fe y del amor que le habréis conservado, si os agrada, hasta su último respiro. Las campanas sonarán el toque de agonía triste y ligero, do re do mi do re, en honor de esta creatura que purificasteis en el agua del bautismo, redimida en la Sangre de vuestra Cruz, elegida en el Espíritu Santo. Mientras que mi cuerpo recibirá la sepultura cristiana, envuelto en su cogulla blanca, oh Dios mío, no por mis méritos pero por el único efecto de vuestra misericordia, pueda yo ser acogido en las Puertas por mi ángel de la guardia, mis santos patrones y ese buen sacerdote que me bautizó. Y que se dignen, como en el día de mi bautizo, revestirme con el vestido de inocencia y colocar en mis manos la lámpara ardiente de la fe católica para que corra a Vuestro encuentro, oh Señor mío y Maestro mío, oh Padre mío, oh Esposo mío, para las bodas eternas y la eterna beatitud para la cual me creasteis.
Agosto 1973.