57. El bautismo. “ Yo te bautizo ”
“Ego te baptizo in Nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, amen.”
FUI bautizado; el agua corrió sobre mi frente al mismo tiempo que el sacerdote pronunciaba las palabras aprendidas de Cristo él mismo por la Iglesia. Afortunadamente no hay duda alguna en cuanto a la validez de este sacramento que actúa en plena y segura eficacia. Satanás huyó, liberando mi alma; el Espíritu Santo de Cristo tomó posesión de mi ser, confiriéndole la gracia de la adopción filial. Estoy desde entonces revestido, lleno del “poder para ser hijo de Dios.” Hay algo divino en mí, mío, si es que no quebré la alianza, rompí con mi Padre y volví a la esclavitud del diablo. Oh Dios mío, Padre mío, decidme si soy digno de amor o de odio a vuestro ojos. Este tesoro del santo bautismo, ¿lo he conservado, lo he aumentado en mí tanto como queríais?
Si aun sólo tengo motivos de desolación en mí mismo, ¡conozco tantos y tantos otros, de los cuales por mi ministerio examiné el alma y sondeé los riñones y los corazones, que me parecieron magníficos! Si es cierto que nuestra humanidad es en sí misma muy miserable, acuartelada entre los deseos de la carne y aquellos del espíritu, si es evidente que innumerables son los que andan por caminos de perdición, confieso para vuestra gloria, oh Cristo, que todavía tenéis en esta gran Babilonia moderna un pueblo numeroso de almas santas regeneradas por vuestra gracia. Creo por la fe en el poder de renovación espiritual del bautismo, pero lo vi también, con los ojos de mi cuerpo, en algunas circunstancias cuando los cristianos, no obstante las fuerzas de la naturaleza en derrota, manifestaban maravillosamente que eran hijos e hijas de Dios.
No tenían la belleza de los ángeles, pero ya tenían su virtud...
Saludo esta virtud. Veo en su heroísmo el rastro y el efecto de una vida más alta que los habita y los inspira. ¿A caso no es el carácter del bautismo que se inscribe ahí, indeleble? ¿A caso no es su filiación divina que los aparta de los abismos y les dicta las más altas resoluciones? Sin duda; Sin embargo, dulce Señor de mi alma, aún no es todo lo que esperaba, lo que nos permitía esperar la grandeza del don que nos fue hecho. Cuando mido lo poco que soy y que permanezco, cuando observo la miseria del mayor número de los bautizados, ¿debo creer que no es nada más el hecho de participar a vuestra propia Naturaleza?
¿Debo depreciar el don de Dios al bajo nivel de nuestra pobreza ordinaria? ¿O bien me es permitido imaginar, escondidas en nosotros, una potencia, una belleza infinitas que no encuentran como revelarse en esta vida cotidiana? Si llego al término de mi vida siempre débil, siempre pecador, ¿es decir que el bautismo no es nada? Pero si me habéis hecho en toda verdad vuestro hijo, de la raza de los santos, si soy el santuario de vuestro Espíritu Santo, ¿por qué, por qué todavía tantos pecados, ofensas y descuidos? La contradicción es demasiado viva, demasiado punzante, entre lo que tengo de divino y lo que permanezco, miserable.
Desde hace años, este misterio me obsede. Estoy al acecho, quisiera ver vuestra gracia, vuestra forma y belleza divinas, en mí, alrededor de mí, ¡y qué aparezca en fin este esplendor que este santo bautismo imprimió seguramente en nosotros! Se me ocurrió sorprender, como a hurtadillas, un no sé que de divino que me conmovió, deslumbró, trastornó. ¡Cuán bella es vuestra creatura cuando por ventura aparece en la transfiguración de la gracia! ¡Qué será la Gloria del mundo fututo, si son ya tan bellos vuestros hijos de quienes brota algún rayo de la divina excelencia! Pero eso todavía no me apacigua. Revelada, a veces, en algunos, ¡esta naturaleza divina debería aparecer en todos! Si nos hemos vuelto hijos de Dios por el bautismo, ¡cuán diferentes deberíamos ser de lo que parecemos!
Dios mío, creo firmemente que todos hemos verdaderamente resucitado en Cristo por el agua del bautismo y nos hemos transformados por el Espíritu. ¿Qué falta pues para que todo eso se vea en nuestros rostros, en nuestros corazones y por toda nuestra conducta? Ante vuestro silencio, oh gran Dios, me he dado una respuesta. La guardo como oro en paño, es toda la esperanza del simple, del mediocre, del pecador que soy. Pienso que una verdadera vida divina duerme en todos nosotros, hermanos cristianos, como maravillosas formas duermen en las pobres larvas escondidas en la tierra. Qué venga el calor de la primavera, salen a luz y conocen asombrosas transfiguraciones. No sé qué fuerza enemiga, qué naturaleza inerte, qué obstáculo, a caso es el frío de la tierra, la obscuridad del cielo, las lentitudes de la carne, impiden a este germen divino de obrar plenamente en nosotros. Pero más está en nosotros de lo que aparece en nuestras caras. Infinitamente más, y tal vez es mejor que estos resplandores todos salidos de Vos no aparezcan demasiado vivamente a nuestros ojos, ¡porque seriamos tan locos para convertirlos a nuestra gloria y contra Vos! Sí, quiero creer, oh Dios mío, que Vos mismo, en vuestra gran e infinita Sabiduría, retenéis los efectos transfigurantes de la divinidad en nosotros, para nuestro bien.
Tal vez retardáis la impetuosidad de vuestro amor a fin de mantenernos en la humilde dependencia y el santo reconocimiento de los hijos por su Padre. Tal vez, para el crecimiento de nuestros méritos. ¡Y sin duda habéis fijado este plazo a la dilatación de la Vida, para que no pongamos nuestro corazón en la creatura y que aspiremos con todas nuestras fuerzas a la vista de las Colinas eternas!
Sí, estoy seguro de ello, ahí está el secreto de esta miseria de gran señor, de esta pobreza de los hijos de Dios mientras están en las infancias de su eternidad. Y espero con impaciencia que se rompa la envoltura de mi carne para que mi alma en fin se dilate en el Amor. Pero si, adelantando la hora y el curso normal de vuestras gracias, sería el Amor quien repentinamente estallaría en este pobre corazón, no desearía nada más bello que morir por haber sentido el torrente, demasiado tiempo adormecido y contenido, de la alegría de ser vuestro hijo...
Pero yo, ¡qué importo! La Iglesia, nuestra Santa Iglesia, Esposa sin mancha ni arruga del Rey de los reyes, ¡cuán impacientes estamos de ver aparecer desde aquí en la tierra toda la gloria que está en ella! ¡Qué por fin se extienda por toda la tierra, conquiste todos los pueblos, domine y junte los millares de seres humanos! Vuestra gracia en ella está escondida, humillada, ¿cuándo le dejaréis transfigurar todo este Cuerpo que es Vuestro, oh Señor de mi bautismo? ¡Oh! ¡sí, qué esta fuerza y esta belleza divina estallen visiblemente a la mirada de todos, arrobando todos los corazones, amen, aleluya!
Julio 1973.