50. El bautismo.
Se marcado con la señal de la Cruz
“Accipe signum Crucis.”
CON su pulgar, el canónigo Patriti traza sobre mi frente y sobre mi corazón la señal de la Cruz. No ha de ser exactamente la primera; me sorprendería mucho que papá no la haya hecho ya como lo hará tan frecuentemente en la noche dándome un beso. Pero aquí, es el sacramento. El sacerdote dice: “Se marcado con la señal de la Cruz, en la frente y en el corazón, guarda la fidelidad a los preceptos celestiales; y se tal en tus costumbres que puedas ser un templo de Dios.” Heme aquí bajo el régimen de vuestra Cruz, oh Jesús. Esta cruz será mi felicidad y todo mi tormento. La encontraré en todos lados, en mi recámara, en las iglesias, sobre nuestras tumbas, en las encrucijadas de los caminos y hasta en la cima de las montañas, atestiguando de la fe de todo un pueblo, inmemorial. No vi cruces en las tierras del Islam y, aunque niño, lo resentí tristemente. Ahora, en nuestra patria también, desaparece y no es buena señal para nuestro mundo eléctrico. Hasta en nuestras iglesias, los sacerdotes la quitan. ¡Oh! os bendigo, Providencia infinita, por haberme hecho nacer antes de que reine esta teología de la resurrección que no es más que hinchazón y simulación. No, lo que reina en la tierra, todavía no es vuestra gloria. Nuestra transfiguración no está muy avanzada. ¡Quiera el Cielo que sea solamente empezada! Lo que reina en el mundo, es la Cruz. Domina, inmóvil, el torrente de todas las grandes aguas de las locuras humanas.
Os decía que esta señal de la cruz, treinta, cincuenta veces al día, en mi frente, en mis labios y mi corazón, durante casi un siglo y medio de vida, me fue una felicidad sin cesar renovada y creciente. Sí, saqué sin retención toda consolación, y la fuerza de la esperanza, y el levantamiento después de mis caídas en esta señal misteriosa.
Cada mirada hacia el crucifijo me recordó lo que habéis querido sufrir por mi salvación. Me era dulce pensar que, hecho hombre como nosotros, os entregasteis a ese espantoso sufrimiento, con un corazón grande y generoso, por mi salvación. No fui más lejos, volvía las riendas, no teniendo la valentía de conmoverme sobre vuestros dolores y los de vuestra Santísima Madre. Lo que quería, con una necesidad del ser entero, era encontrar de nuevo confianza, fuerza, serenidad. Buscaba y encontraba. Como un niño harto pensaba solamente: sufrió, murió; por sus lágrimas y por su sangre, por sus sudores y por su gran Grito, ¡heme aquí limpio de toda falta y reconciliado con mi Padre celestial! Y me regocijaba. ¡En mi fe, mi alegría! Saqué provecho de vuestra Cruz, como lo habéis querido. Pude vivir tranquilo, porque en el jardín de la agonía y hasta en el horror extremo de vuestro abandono, os recordasteis de mí para pagar mi deuda al precio fuerte. Me redimiste, y canto; como el pájaro liberado de la red, pío mi cántico de alabanza a la gloria de vuestra misericordia: Oh Santa Cruz, nuestra única Esperanza...
¡Ya sé, es pobre! Pero soy pobre. Mi única gracia es de ser cristiano, mi única seguridad es de estar persignado con el sello de la Cruz. Como una madre se agacha sobre su hijo y deja en su frente que se duerme un último beso, tracé con amor esta señal dulce y sagrada en la frente de tantos niños mayores en el umbral de la muerte… ¡Entonces, a mí también vuestro siervo, Señor, enviaréis un sacerdote para trazar en mi frente cubierta de sudor helado y de sangre la última señal de la cruz a la hora del nuevo nacimiento! La bola redonda, la esfera del movimiento humano, el círculo de la saciedad carnal, me importa poco; esas señales me dejan indiferente. Sólo la Cruz me habla, y quisiera ayudar con todas mis fuerzas a mantenerla erigida en el mundo.
Mi tierna alegría, mi bello tormento. Vuestra Cruz me hace pensar en la mía. Era preciso que pasarais por este camino para entrar en vuestra Gloria. Era preciso que el Apóstol sufriera para que vuestro Nombre llegue a las Naciones. Fue preciso que muchos otros, todos, tuvieran que pasar por ahí, que tomaran a su vez la cruz que caía sobre ellos al improvisto. Es preciso pues que yo también tome la cruz que me es destinada, y tiemblo. Desde la infancia, cada día el ser carnal en mí se tranquiliza porque todavía no ha sido alcanzado, que hay pan, que hace rico en la casa, que la prueba es ligera. Y cada día el ser espiritual desea esta Hora que debe venir, la hora del sacrificio; cada noche se lamenta de este día aún conservado, vacío de sufrimiento. Horrorosa cobardía de este cristiano titiritando de placer por haber sido preservado, cuando otros miles y millones, hoy mismo, sufren el hambre, el frío, la desnudez, las inundaciones, el terror, la guerra y la prisión. En esta humanidad lastimada, sangrienta, en esta Iglesia con dos tercios hambrienta, perseguida, jadeante, a vuestra semejanza, estoy bien, soy libre, nada me aplasta. ¡La Cruz se levanta en el Oriente, en el Poniente, en el Mediodía, pero en mí no es más que una señal, no una realidad, y la bestia inmunda en mí se regocija de ello! ¡Una noche más, un día más, tal vez mi suerte durará hasta el final! ¡Después de mí, en otra parte, el diluvio! Horrible egoísmo de niño marcado desde el nacimiento con la señal de la Cruz, ¿se acuerda de ello?
Sin embargo, lo que he sufrido a causa de Vos, oh Maestro apasionadamente amado, guardo de ello el recuerdo como de mi tesoro. El resto se desvaneció, olvidado, desmentido. Pero esas cruces, esas lágrimas, a veces esos gritos y esa noche de angustia en la tumba, permanecen vuestras gracias verdaderas y mi gloria. Sólo guardé de tantos días y años que pronto harán la suma de mi servicio, este puñado de perlas, de rubís, de diamantes: las lágrimas y la sangre de mi corazón y de mi carne, en las persecuciones. Entonces, Señor crucificado, Rey de los mártires y de los confesores, cerrad vuestras orejas a los ladridos satisfechos de mi carne saciada, escuchad más bien la oración que dicta a mi alma vuestro Espíritu Santo. Sed bastante bueno para unirme más íntimamente, mientras que de ello aún es tiempo porque el día ya desciende, a vuestra santa y dolorosa Pasión. Puesto que hay que morir, ¡y tanto mejor! puesto que es justo y bueno, equitativo y saludable para cada uno de nosotros, pobres pecadores, sufrir de alguna cruz, ¡qué se haga vuestra voluntad y no la mía! Dadme de compartir el pan de amargura que comen aún hoy en las lágrimas vuestros miembros sufrientes en tantos lugares de la tierra. Quiero yo también beber al Cáliz de vuestros dolores para no abandonaros en el día de angustia. Quiero conocer la compasión del corazón antes de irme de aquí cerca de vos en la gloria, y para ello pido una participación real, claro medida a mi debilidad, pero carnal, pero segura y forzada, a vuestras llagas, a vuestros dolores, a vuestra aflicción, a vuestro inmenso abandono. Los santos rezaron para obtener de vuestro divino Corazón la gracia del martirio. Varios pidieron terminar sus días en la enfermedad, el sufrimiento, el desprecio de todos y el abandono, no teniendo más que a Vos y a vuestra Santa Madre por todo bien, por toda esperanza, en la tierra y en el Cielo.
Pero no soy un santo. Dadme de cargar cada día mi cruz ordinaria sin incomodar a mis hermanos con ella, dadme antes de morir que sea purificado de mis pecados, privado de mis comodidades, marchitado en mi carne y humillado en mi espíritu. En cuanto a mi última hora, cuyo misterio me atrae y me espanta, está entre vuestras manos, Señor, os recordaréis de mí en mi agonía. Os recordaréis que esta miserable creatura está bautizada, marcada con el sello de vuestro cruz, y, ordenada sacerdote, que se revistió cada día para el Santo Sacrificio que fue el suyo y el vuestro todo junto, con esa misma señal de la cruz. Y os dignarás hacer de su muerte una misa y una pascua, una inmolación y un pasaje, por el misterio de vuestra santa Cruz. ¡Así sea!
Octubre 1972