46. El bautismo. ¿Qué pedis a la Iglesia de Dios?

Quid petis ab Ecclesia Dei? – Fidem.”

El bautismo¡LA fe! Dios mío, fue mi primera palabra viniendo en este mundo. Era, dada por la voz firme y convencida de mis buenos padrino y madrina, mi respuesta a vuestra Iglesia, a vos Dios mío que a la vez me llamabais e me inspirabais esta respuesta, y me dabais tan pronto su fruto. “¿Jorge, María, Camilo, qué pedís a la Iglesia de Dios? – ¡La Fe!” Tenía apenas dos días. No me atrevo a deplorar ni quejar los nueve meses y dos días en los que me dejasteis en la esclavitud del demonio y la oscuridad de la incredulidad. Os sería una buena ocasión de recordarme muchos otros días y otros meses en los que volví, y con mi plena voluntad, bajo ese yugo tenebroso…. Os alabo y bendigo de haber puesto en el corazón de mis padres por mí esta voluntad del bautismo y de haber respondido a su pedido por esta luz infusa de la fe que nunca más me ha quitado. Desde la cuna, la inteligencia del niño le dicta sus primeras curiosidades y guía sus comportamientos, su voluntad prolonga ya sus instintos y hasta se divierte de su libertad. Semejantemente mi fe fue operadora mucho antes que tenga consciencia de esta virtud que me era dada por gracia. Os llamé, ¡Jesús! al mismo tiempo que papá y mamá, y desde entonces me habéis estado presente tanto como las grandes, grandísimas personas que me tenían abrazado con ternura.

Mi universo de niño era religioso y metafísico sin que tan grandes palabras me sean conocidas. Se desarrollaba en altura y en profundidad, en largo y en ancho, si ninguna frontera ni quebradura. La descendencia de los ancestros iba a parar a nuestros primeros padres. Habían existido de la misma vida que la nuestra, ¡evidentemente! y nuestra malicia se aparentaba tanto a la suya que la historia del fruto prohibido nunca me sorprendió. Me veía ahí hacer tal cual como ellos, ay, ¡aun sabiendo lo que debería salir de ello! Las certitudes de la fe se encontraban soldadas por todas partes a las jóvenes certezas de mi saber de escolar y de mi cortísima experiencia. Vos, Jesús, no estabais separado de mí más que por algunos siglos que remontaba y bajaba rápido en mis libros de historia, y habíais vivido del otro lado de este mar azul, allá en la costa oriental, en montañas que se parecían a éstas que aplasta el mismo sol. ¡Jesús tan cierto que yo, yo tan cierto que Jesús! Alegría. Sí, todo es cierto, todo es bello, todo es bueno, todo es grande. Dios, Dios mío, sois para mí un Padre del Cielo que amo y del cual estoy orgulloso como de mi papá, mi papá tan dulce, tan bello, que siempre sabe todo, mi padre que me habéis dado. Y mamá, tan sabia, tan sabia, cuando prende las velas del mes de María y nos arrodilla ante la estatua de la Santísima Virgen para el rosario de la tarde, nos confía a otra Madre tan bella, tan pura, tan maravillosamente atrayente que mi corazón desborda con una radiosa felicidad. Elevo los ojos, es el Cielo donde estáis, rodeado de los ángeles y de los santos. Los bajo, he aquí la tierra como un valle de lágrimas que hay que atravesar y abajo, no sé donde, el infierno donde me podría pasar de caer, ¡horror!

Ese mundo de la infancia tomó consistencia firme y verdadera en la adolescencia. Es ahora el universo cierto de mi edad madura. Nada ha cambiado ahí, nada. En ningún instante la duda ni la incertitud me han alcanzado. Y no es por falta de haber leído, de haber devorado bibliotecas y encontrado todos los polos de la incredulidad. Aprendí los sistemas de los filósofos, estudié todas las sabias críticas de nuestros textos sagrados. Vi, desnuda, la realidad última y la miseria del hombre y creí que os era un hijo, por gracia. Vuestra Cruz es siempre para mí el todo de todo. Vuestra vida dada por mí os ha vuelto mi prójimo más cercano, mi Pan y mi Vino, mi vida y mi beatitud. Esta fe tranquila, siento bien que me la habéis dado para mis hermanos. Su mérito raro es de no haber consentido a hacerme juez y arbitro de ella ante las tentaciones de la incredulidad. Preferí exponer la objeción de mi razón razonadora al sol de vuestra Verdad que la hizo derretirse. Desde entonces, predico con jubilación el mundo cierto de este admirable Credo, quiero gritarlo por toda mi vida y aun por mis pecados, porque abarca todo. Esta gota de protoplasma, objeto de vuestra inconmensurable bondad y de vuestra no menos extraordinaria solicitud, oh Dios mío, confesará a vuestra Gloria el brillo de vuestros Misterios, sea que viva sea que muera. En la luz de la resurrección bienaventurada ilustrará la omnipotencia de vuestra Misericordia y, de anticipo lo profeso, en la llamas del infierno arrastrada por el torrente de las maldiciones, no aclamaría lo mismo con todo su ser salido de vuestras manos la plenitud de vuestra justa Verdad. Aleluya. Tú eres Aquél que es y mi nada te adora uniendo su voz al mugido de los océanos que te alaba, Tú, Maestro de todas las cosas y Salvador de tu humana creatura…

Lo que ya tenía, avanzando en la vida no ha dejado de aparecerme mejor. Esta serie de verdades de la cuales digo por mi fe que son ciertas, está cada vez más al contacto de mi mano, de mis ojos, de mi corazón, la realidad suprema, la vida, el ser, la historia. Ya no digo que creo. Me parece que sé todos esos Misterios de los cuales la fe afirma en mí la verdad. El Credo ya no es un mensajero entre tú y yo, lejanos, oh mi dulce Verdad primera, es la palabra que murmuro a tus labios por haberla recogido primero en los tuyos. Ya no me atrevo a decirte que eres mi Verdad. Yo que balanceo entre el ser y la nada, no sé nada por mí mismo ¡pero tú eres Santo, Santo, Santo, y es de Ti que procede toda mi certitud! Mi fe creciente se vuelve oscura, no por defecto pero por exceso de luz y digo como don Hondet, el santo anciano, hablando de la pruebas de la pequeña carmelita de Lisieux, de repente llorando lágrimas de compasión y de dulzura: “¡La fe, hermanas mías, es vertiginoso, es vertiginoso!” Todo se vuelca, la tierra y los océanos, el canto de los pájaros, el sufrimiento del canceroso, la sonrisa de mi madre y la cruz del sacerdote, el Nuevo y el Antiguo Testamento, todo me pierde en el océano de insostenible luz de este universo con n dimensiones que es vuestra Sabiduría infinita. Todo me es incomprensible. Misterio del mal, misterio de la virtud, misterio de Satanás, eternidad del infierno, redención de los pecadores, misericordia de mi Jesús, salvación de los paganos, santidad. Eucaristía. Me pierdo en la embriaguez de una sobrenatural contemplación. La Visión abruma la imaginación, el Ser trastorna todos nuestros planes y rompe mi razón doliente. Me agarro al empalletado de la doctrina común, para no ser llevado por el viento del Espíritu, pero la mejor teología no es más que aeródromo, cuadrito blanco acostado sobre las llanuras de donde toman vuelo, donde vuelven los grandes visionarios… Yo me paro a mi catecismo porque nada, nada exprime más ni mejor la desbordante, la envolvente Verdad de vuestra Palabra y predicó así al pueblo, miserable que soy, incapaz de llevarlo en las magnificencias de la contemplación donde se calla toda lengua, donde habláis Solo en un perfecto silencio.

Así el acto de fe se revela a mí lo que es, un lance de mi espíritu en el Vuestro, una invasión de vuestra Luz en mi alma, unión espiritual, desposorios místicos, dulce abandono de la creatura al dominio de su Salvador, voluntaria apertura del corazón al Maestro de Sabiduría que le dice su amor… Soy feliz de saber todo en ti, mi Bien Amado, y nada por mí mismo, porque todo me viene de Ti en mi fe que Te escoge por fuente de mi vida y me mantiene toda Tuya, toda en Ti, mi Bien Amado.

Padre Georges de Nantes
Página mística
n° 46, Junio 1972