40. Sacerdos, alter Christus
DIOS mío, hoy es cuando debo escribir esta alabanza de vuestro Sacerdocio porque hoy mi ser está molido, dislocado: aquí el sacerdote, allá el hombre. El hombre no vale nada, nunca ha valido nada. Lo habéis llamado sin embargo desde la infancia a fin que se guarde del mal y viva en el mundo como no siendo de él. En los designios de santidad de vuestro Corazón, la sublime vocación debía enseguida ocupar todo el lugar para que mi respuesta a vuestras voluntades crezca con la edad y que árbol salvaje esté listo, en el tiempo marcado, para el injerto esperado. Lo sabía, estaba infatuado de ello y malgastaba como un loco los bienes que me habíais dado, y los años. En la mañana de mi ordinación, el ser humano que entraba en ese santuario donde iba a ser investido del sacerdocio era un miserable pecador, lo sabía bien y, con poca diferencia, se ha quedado pecador hasta este día. No merecería ninguna de vuestras gracias, oh Jesús, y sin embargo tesoros de vida pasan por sus manos. ¿De ello se atribuye la gloria? No pasará mucho tiempo sin que su tontería, su malicia, su impotencia a todo bien vengan a recordarle hasta en su sagrado ministerio que no es nada. El hombre, sí, el estiércol está siempre ahí, bajo vuestra munificencia, en esta sublime dignidad de la cual helo aquí para siempre revestido.
Este contraste hoy me tortura hasta separarme los huesos. ¡Cómo es posible que vuestra Vía, vuestra Verdad, vuestra Vida pasen a través de este ser de mentira, de cobardía, de bajeza, a tal punto de hacerlo actuar y ser en la tierra, para los suyos, como otro Vos mismo, otro Cristo! Y no solamente esta gracia corre de mis manos, pero mueve y lía todo mi ser. Me colonizáis lentamente desde ese Sábado santo y exigís todo para vos. Es un Carácter nuevo que suplanta el viejo y me hace sacerdote primero y ya no hombre. La Majestad divina manda a su creatura en su propio corazón, no por sus méritos como hubiera sido bello, pero a pesar de ella, por el poder de vuestra investidura, ¡y es aún más bello!
Entonces, saliendo de esta iglesia donde las manos de mi obispo me habían creado vuestro sacerdote, no estaba transformado, no, era el mismo, digno del odio y del desprecio de los santos –si tuvieran tales sentimientos– pero estaba como duplicado, habitado, sobrepujado por Otro que no podía en mí más que ser venerado y amado por el bien divino que no cesaba de hacer, Vos, Jesucristo Sacerdote Soberano. Los santos lo han contado mejor que sabría decir. La sed de predicar el Evangelio estaba en mí, que nunca se ha apaciguado. El mundo me parecía un inmenso auditorio ávido de escuchar vuestra Palabra. Expulsado de las iglesias, prediqué en los teatros y los cines. Las salas más grandes me parecieron pequeñas porque pensaba en las muchedumbres que se quedan afuera. Es tan fácil de contaros, vuestro delicioso nacimiento, vuestra dolorosa pasión, vuestra resurrección y vuestra Presencia actual en nuestros santuarios. El niño entiende y el sabio escucha, ávido, toda esta revelación que el hombre más limitado puede predicar si vuestro sacerdocio le da este poder. Había recibido este Poder de predicar y nunca me he parado, no nunca. Como Abel, muerto hablaré aún porque vuestra Palabra ya no muere. ¡Veritas Domini manet in æternum!
¡Si no fuera más que predicar! Pero predicar opera la conversión de las almas y conduce a la remisión de los pecados. Al escucharos, Vos en el sacerdote hablar de Vos, los corazones están traspasados y piden la vida, la pureza, la gracia recobrada. Se echan de rodillas y reclaman entrar de nuevo en gracia con Nuestro Padre del Cielo que han ofendido. Me habéis establecido, después de tantos otros que me han dado el ejemplo a fin que haga como ellos, juez de las almas y su liberador. Ayer aún, cerca de su camión atropellado, un hombre escondido bajo una cobija expiraba. Pasé. Y por esta carretera, la venida providencial del sacerdote era como una aparición de Vos. Pronuncié las palabras únicas que, invocando vuestro Cuerpo traspasado y vuestra Sangre derramada, le abrieron las puertas de la bienaventurada eternidad. Joven camionero desconocido, mi hermano, este sacerdote que pasaba se ha vuelto para siempre tu prójimo más cercano, te llama su hijo, en verdad eres su hijo. Este Poder divino mueve mis labios y mis manos. Pero primero llena mi espíritu que escucha, ayuda la confesión, excita la contrición, prepara el alma y la arranca por su juicio de remisión a su cautividad infernal ¡ echándola palpitantísima en el océano de amor de vuestro Corazón! A todo momento, siempre, este poder está en mí y ya no puedo decir: alejaos de mi pecador, porque estáis injertado en la fibra profunda de mi ser.
Hablar de Vos, perdonar en vuestro Nombre y reconciliaros las almas penitentes serían poderes muy grandes si otro más grande no me había sido dado. Es el primero que me ha tocado, ¡y por gracia qué sea el último que me quede! Decir misa, celebrar el Santo Sacrificio. Sólo el sacerdote católico ha recibido de la Esposa este derecho exorbitante sobre el Cuerpo y la Sangre del Esposo. ¡Cuán desconocido es este misterio! Sé que mis solas palabras bastan para cambiar la hostia y el cáliz en vuestra Substancia misma, viva, presente y distribuida a todos los hermanos en alimento y bebida. Pero no es solamente eso, ese tipo de automatismo que accionaría mi palabra, ¡no! Nuestro obispo, para ese pueblo fiel al cual me ordenaba, me confió el misterioso y divino Poder, cuando quisiera, para aquellos que me lo pidieran, de llamaros en medio de nosotros. Entonces, entregándoos mi cuerpo, mi cabeza, mis ojos, mi lengua, mi espíritu para serviros de instrumento, os haría renovar para nosotros el sacrificio de vuestra Cruz. Entonces, perdido en vos, yo el innoble, yo el insensato, reitero vuestro Sacrificio. La gracia de vuestra Sangre, la vida de vuestro Cuerpo salen de mis labios, corren de mis manos. Porque hay ahí un sacerdote que celebra Su Misa, está ahí Jesucristo de nuevo precipitado en el paroxismo de su Amor, y su grito hacia el Padre, y las siete Palabras de su misericordia. Cuando la acción se termina, me es dado de comulgar a la Víctima santa para serle una humanidad además y Os doy en alimento a todos aquellos que tienen hambre de Vos, en bebida a aquellos que tienen sed.
Esa vida debería absorber la otra, y el sacerdote ya no ser más que sacerdote. Pero esta vida ya prevalece sobre la primera que no es más que un sueño. ¡Ah! cada día predicar y predicar aún por la palabra y el escrito, pero con el deseo de predicar por todo el ser entregado y ¡tal vez un día por la sangre derramada! Cada día, a toda hora, perdonar los pecados, levantar las almas oprimidas, liberar a los prisioneros, devolver la alegría a los corazones marchitados, pasando por nuestros caminos semejante a Vos por las rutas de Galilea, haciendo el bien. ¡Cada día celebrar vuestro sacrificio redentor no en palabras sino en acto, aplastarme de alegría y de gloria delante de la Hostia Santa, la Hostia sin mancha, el Cáliz de la vida eterna y de la salvación definitiva!
Si no fuera, ni no pudiera ser sacerdote, creo que iría a un sacerdote, cualquiera, aun el más miserable, le rogaré y suplicaré de rodillas de tomarme, de unirme a su hostia y de echarme como una mínima parcela en su cáliz para ser al menos una sola víctima con Vos, ofrecida por el ministerio de vuestro único sacerdocio continuado hasta nosotros. ¡Oh! sí, el sacerdote… ¡otro Cristo!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 40, Diciembre 1971.