25. ¡No los dejaré huérfanos… María!
“Non relinquam vos orphanos.” (Juan 14, 18)
OH dulce Salvador cómo no estar conmovido de ternura por cada una de vuestras palabras, pero tal vez más que por toda otra, por esta promesa que hacíais a los Apóstoles, para reconfortarlos en la noche del Jueves santo: No los dejaré huérfanos. Así no pensabais en vos pero en ellos en estos últimos momentos de vuestra vida. Dentro de poco, entraréis en agonía. Entraréis en ella solo. Era menester que un hombre sufriera y muriera por la multitud de sus hermanos, pero no queríais que de eso la multitud y sobre todo vuestros cercanos sufrieran demasiado. Por lo cual pasabais estos últimos momentos consolándolos y de anticipo asegurándolos sobre su porvenir. Pronto les seríais arrancado pero teníais piedad de ellos, tan débiles, tan desprovistos, tan apegados a vos, cerrados alrededor de vos como polluelos al abrigo de vuestras alas. Pronto iba realizarse la Escritura: Heriré al pastor y las ovejas serán dispersadas. Vuestro Corazón muy bueno sangra con la idea de su espanto, de su inquietud sobre vos y sobre ellos. Gustaríais tanto evitarles, si fuera posible, toda pena y toda angustia.
El hecho es que habéis previsto y organizado el porvenir: ¡no los dejaré huérfanos! Me imagino que esas palabras, las habéis podido pronunciar en la noche de la Cena antes de ser arrestado, juzgado y crucificado, pero también, como algunos lo aseguran, el día de la Ascensión. En una como en la otra ocasión ibais a dejarlos y, de cierta manera, en una y en la otra vez sería para siempre, al menos cuantos días haya en nuestra historia hasta vuestro Regreso glorioso. En esas dos ocasiones, de vuestra muerte y de vuestra Ascensión, vuestra preocupación, vuestra solicitud son las mismas, todas volteadas hacia esta pequeña tropa de vuestros amigos un momento colmados de vuestra Presencia, iluminados por vuestra Manifestación gloriosa pero destinados a la más cruel separación: No los dejaré huérfanos. No serán abandonados solos en la vida, en medio de vuestros enemigos, con la pesada carga de llevar vuestro Evangelio hasta las extremidades de la tierra.
Humildemente, Alguien estará ahí, ya está cerca de ellos, signo visible de vuestra promesa invisible. ¡Me imagino para mi propia alegría qué reconforto los Apóstoles encontraron de repente como naturalmente en Su presencia cerca de ellos!
Les dejasteis vuestra Madre. Era consentirles un gran sacrificio que, en nuestra conciencia egoísta, nos parece normal. No moriría pues de vuestra muerte. Aguantaría el espectáculo de vuestra crucifixión, sobreviviría guardando esta espada de dolor clavada en el corazón. Habéis medido bien la pena que sería para ella esta prueba singular, y decidís dejárnosla. Seguro de su caridad, dispusisteis de vuestra Madre en nuestro favor. Se quedaría, sonriente y fuente de toda consolación, a pesar de su dolor: Mujer, he aquí vuestro Hijo… Hijo, he aquí vuestra Madre. Por vuestra voluntad, vivirá mucho tiempo aún este cruel exilio para que no nos sintamos demasiado solos, y no abandonados. ¿Sin duda es por eso que, subida en los Cielos y glorificada cerca de vos, vuelve a nos cada vez más a menudo a lo largo de la historia y sobretodo en los momentos muy obscuros que se parecen a la tarde del Gólgota? Mientras haya cristianos angustiados, pensará que su papel de consoladora es de estar cerca de ellos, visiblemente.
Pero ella misma, tan elevada en virtud y mujer fuerte que sea, ¿cómo sería para los Apóstoles y las santas mujeres un apoyo en una tal confusión, si no habíais provisto primero en su propia consolación? Es por eso, en vuestro Consejo divino cerca del Padre, habíais de toda eternidad decidido de darle, y a todos por ella otro Paracleto, un divino Consolador, el Espíritu Santo que enviaríais desde el Padre para liberarlos del miedo, de la angustia y del desánimo: No los dejaré huérfanos. Es en Él que pensáis. Pero hay entre la Virgen incomparable, la Madre amable de los Apóstoles y de los simples fieles, y este Espíritu de Consolación una secreta afinidad. Cuando bajará en ráfaga sobre la Iglesia naciente, será a la oración de María como en el día de Cana y sobre ella primero que vendrá descansar para esta nueva concepción, como hace tiempo el Espíritu del Señor la cubrió con su sombra...
¡Oh! ¡Cuán poco huérfanos son, estos fundadores de vuestra Iglesia, cuando María es su Madre y el Espíritu Santo su Consolador y defensor! Vemos bien, al leer los Hechos de los Apóstoles, que esta Iglesia naciente, tan chiquita y débil que sea, jamás ha llorado la partida de su Señor. Acordándose de vuestra palabra profética: Les es bueno que me vaya, se sintió más cerca de vos, desde entonces que olvidadiza de sí misma y creyente os volvía a encontrar sobre el Rostro de vuestra Madre y en vuestro Espíritu más de lo que supo entenderos en los tiempos de Nazaret. ¿No le habíais dicho misteriosamente que volveríais? Después de muchos siglos, nos parece que en lo invisible nos eréis más cercano y más manifiesto de lo que fuisteis con las multitudes de Galilea que os rodeaban sin veros y os hablaban sin entenderos. “No los dejaré huérfanos. Volveré a vos”, habéis tenido vuestra palabra. Así la dureza de las separaciones está mitigada por vuestra inmensa solicitud… Lejos de estar quebrados, los lazos se estrechan en esta Muerte y esta Ascensión que abren un camino entre el Cielo y la tierra. Los últimos temores de los mortales se borran y nuestra alegría demora...
Desde ahora cada uno de nosotros también puede morir, no deja a los suyos huérfanos, como despojos sobre las playas desoladas de la vida. En su exilio, los hijos de aquellos que mueren en vuestro amor se encuentran rodeados y socorridos por la Iglesia, Virgen Madre, y el Espíritu Santo de los cuales las admirables consolaciones liberan de toda angustia. Sí, desde vos, oh Jesús, ¿quién puede desolarse de la muerte?
Padre Georges de Nantes
Pagína mística n° 25, Agosto 1970.