12. Esta enfermedad no va a la muerte
“Infirmitas haec non est ad mortem,
sed pro gloria Dei, ut glorificetur Filium Dei per eam.”
(Jn 11, 4)
¡OH Verbo hecho carne, divino Esposo de la Iglesia, no sé cual de vosotros dos amo más pero que importa, puesto que no hacéis más que uno! Es ella que me ha enseñado, de niño, vuestro Nombre delicioso y vuestros misterios, pero más tarde es por vos que he conocido su Espíritu y su corazón. Ella ha nacido de vuestro flanco abierto, esta nueva Eva, como la invención de vuestro amor. Pero a través los siglos su abnegación, su fidelidad, su ternura han respondido elocuentemente a los vuestros.
¡Qué privilegio de haber sido desde mi juventud confiado a ella sola! Era bella, en ese tiempo, mi santa y virgen Madre. Estaba encantado de sus enseñanzas, de sus oraciones y de sus cantos. Mi alma jubilaba en los torrentes luminosos de su inmensa sabiduría. Si evoco el alma de la Iglesia, soy inagotable; si enumero las bellezas de su cuerpo, no acabaría de enumerarlas. Os he querido, oh Jesús, en las palabras enardecidas de vuestros predicadores, en la vida de los santos que fueron vuestros confidentes, y sobre las caras resplandecientes de tantos amigos maravillosos viviendo por vos sólo en la Iglesia. En aquel tiempo amaba todos vuestros sacerdotes con un amor semejante, veneraba las vírgenes consagradas, me sentía en familia entre vuestros fieles. Los santuarios, las estatuas, los ornamentos y los vasos preciosos son las joyas y el vestido y la morada de esta Madre espiritual cuya sabiduría me ha nutrido hasta por el esplendor y el orden imprimidos en los mármoles y el oro. He crecido, nutrido de sus bondades. Y os bendigo de haber conocido la Iglesia en esa primavera de mi juventud y de la suya cuando se leía en todo su ser la gloria serena y la felicidad de una esposa colmada. Adivinaba que amor único era su secreto.
La desdicha vino. Primero escondida, la enfermedad que temíamos se apoderó de ese cuerpo, inexorablemente. He aquí diez años que nuestros temores aumentan con nuestra aflicción. Primero su belleza recibió de eso un brillo patético y la energía que mostraba nos la hacía admirar mucho más. Pero la prueba se ha vuelto demasiada pesada. Su cuerpo jaspeado de manchas oscuras, sus miembros deformados la volvían despreciable. Pronto la piel tendida al extremo se partió. Grandes chorros de pus, de sangre y de carne la inundaban, de un espantoso olor. La curamos lo mejor que podemos, con los mismos gestos que le vimos hacer antaño por nosotros, y nuestras lágrimas se mezclan a su sangre. No hubiéramos podido imaginar lo peor, que viniera a perder el espíritu. Cuando en su delirio nos lanzo las palabras más penosas. Varios de aquellos que habían soportado las desveladas, el cansancio de los cuidados incesantes, el mal olor de las llagas, se dejaron invadir por la duda y el desánimo. Abandonaron el lecho de una madre que, en su inconsciencia, llamaba amantes imaginarios y arrancaba la mano cariñosa de sus hijos, no queriendo reconocerlos más por suyos.
¿Por qué gracia me he quedado, yo el más indigno, que soporta tan mal la pena, las abnegaciones obscuras, la ingratitud? No es el recuerdo de su belleza pasada, de sus bondades cumplidas que me mantienen cerca de ella, defendiéndola contra sus enemigos, echando fuera los charlatanes, suplicando a los verdaderos doctores, animando sus últimos hijos fieles. A veces pasa en su mirada un rayo de luz, alguna cosa de la querida sonrisa, de la ternura inmensa de los tiempos pasados. Un instante la vuelvo a encontrar, después la sombra regresa y todo no es más que fealdad, gemidos, maldiciones. Tengo miedo de perderme ahí yo también. Pero sé que me quedaré junto a ella, venerando, amando, sirviendo esta Iglesia repugnante de podredumbre, en descomposición, porque ella es, hoy, como ayer y por la eternidad, la Esposa única y muy amada de mi Señor. Miro la Cruz y os veo, semejante a ella ahora. ¿Cómo la abandonaría? Estoy seguro que en lo más profundo de esta putrefacción, más allá de ese delirio, su Corazón velado es el mismo, virginal y ardiente, el Espíritu queda Santo, la Vida, la vida divina lucha invenciblemente contra el terrible asalto del mal. Mañana, sí mañana, el restablecimiento se hará. Es por ella que hoy entendemos vuestra profecía: “Esta enfermedad no va a la muerte; es para la gloria de Dios: por ella el Hijo del Hombre debe ser glorificado”… ¡La Iglesia se volverá a levantar! De la larga pesadilla le quedaran más que los estigmas de sus llagas gloriosas a la semejanza de las vuestras, y en su mirada un fuego profundo de indecible ternura por su Esposo que la habrá salvado de la muerte.
Y creo que la amaremos mucho más aún después de este calvario. Vos su Esposo, y nosotros sus hijos. Es soñando con ese día que demoraremos cerca de ella en la noche.
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 12, Junio 1969.