7. ¡Mi salvador y mi Dios, que os vea!
“Et vidimus gloriam ejus, gloriam quasi Unigeniti a Patre.”
(Jn. 1, 14)
OH Jesús, Maestro adorado, los pastores os han visto, el viejo Simeón os ha tomado en sus brazos, adivinando vuestro destino trágico y glorioso. Zaqueo hubiera corrido a otros sicómoros para apercibiros aún si no hubierais venido en su casa; Andrés y Santiago y ¡Judas! os besaban. Los niños venían acurrucarse en vuestros brazos. El fariseo Simón os recibía a su mesa en toda familiaridad. Quien sea que entraba para veros y escucharos...La pecadora os besaba los pies, los regaba con sus lágrimas, los secaba con sus pelos y pensaba “qué bellos son los pies de aquel que me anuncia la Buena Nueva”. Es ella sin duda que volvemos a encontrar, sentada cerca de vos, escuchando vuestras enseñanzas mientras que Marta prepara para vos la comida. Los Apóstoles nos han guardado vuestras palabras y vuestros milagros, pero han dejado perderse el gesto familiar, el sonido de la voz, el color de la mirada, el calor de vuestra afección, vuestra “presencia”. Pero yo, no os veo ni os escucho, en ningún lugar os encontraré en mi camino como el más pequeño de entre ellos, oh Jesús.
¿Es para consolarme que un día habéis dicho a ese que puso su mano en la llaga de vuestro corazón: “dichosos los que han creído sin haber visto, Tomas”, o acaso es meritorio para mi este camino menos sonriente que va de la fe a la visión, y más seguro que el otro que va de la alegría de los ojos a la fe? ¡No es seguro que ver me hubiera conducido a creer! ¿Y si me desconsuelo de no veros aún, oh Salvador mío, no es porque ya os poseo, que poseyéndoos os amo, que amándoos deseo vuestra mirada, el sonido de vuestra voz y vuestro casto beso? Mientras que Simón os recibió en su casa sin entender vuestro corazón, que Pilato escuchó a mi Jesús flagelado, sangrando, despojado, hombre de dolor y de bondad, sin conocer esta gloria que resplandecía de Él. Los soldados os tocaron con sus manos que os amarraban, os cacheteaban, pero ese puño que os rompió la nariz no supo que su Señor, por ese mismo contacto, expiaba su crimen. ¡Dichosos somos ya de haber sido preservados de la peor de las ceguedades, aquella de los ojos que miraron sin ver, de las manos que tocaron sin temblar, de las orejas que no supieron adivinar al sonido de la voz las palpitaciones del divino Corazón!
Maestro infinitamente sabio, habéis bien dicho: la carne no sirve de nada. Eso lo experimenté…Presencias perdidas que sólo espero encontrar de nuevo un día en su transparencia espiritual a fin de conocer por fin su gloria, aquellas que he desconocido en la opacidad de los días de nuestra carne.
Y sin embargo os habéis hecho carne en vista de este encuentro en la carne, vos que declaráis también que no podríamos vivir de vuestra vida al menos de comer vuestra Carne y de embriagarnos de vuestra Sangre. Es un gran misterio y mi fe es demasiado débil. Porque veo, toco, voy hasta recibir en mí en una unión inefable vuestro cuerpo, vuestra sangre, vuestra alma y vuestra divinidad. ¡Vos mismo viviendo, bajo las apariencias del pan y del vino! ¡Estas apariencias mismas son vuestras, como antaño la rubíes de vuestros pelos y el azul poco común de vuestro ojos, oh hijo de David, oh mi Pan y mi Vino, mi alegría, mi fuerza, esplendor de mi vida, mi salvador y mi Dios! ¡Dadme un aumento de fe para que contemplándoos en mis manos de sacerdote os vea! ¡Qué distribuyéndoos a los niños de la Iglesia os adivine! Que elevándoos en la custodia os contemple ya en esta Presencia sensible de vuestra Gloria, aquella que, Hijo Único de Dios, recibís de tal Padre, lleno de gracia y de verdad.
¡Pobre de mí, os he reprochado de ya no estar aquí mientras es vos, aquí presente, quien podría reprocharme mi incredulidad, hombre de corazón pesado y lento en creer, “stultus et tardus corde”! En mi desolación, pasaba a lado de vos sin veros, como los paganos de Bedsaida y los fariseos de Cafarnaúm que “no conocieron el tiempo en que Dios visitó a su pueblo”. Creo, Señor, pero aumenta mi fe y mi fe me hará ver, a través los signos y los misterios, lo esencial que es invisible a los ojos. Iré en la seguridad de la fe y me alejaré de las trampas de la sensibilidad. Ganaré todos los méritos de aquellos que creen sin haber visto y que, de la fe a la fe, de claridades en claridades, se encaminan hacia la Visión bienaventurada de una Comunión eterna. ¡Ver, ah! Ver Dios sin velo, Veros, contemplaros, alimentarme aún y aún de la belleza de vuestro rostro, de la dulzura de vuestra voz, de la sabiduría profunda de vuestras palabras, amar en un cara a Cara feliz, tal es mi deseo. ¡Pero si se necesita para eso alcanzar avanzar durante toda una vida en las privaciones y la obscuridad de la fe, fortificando así la mirada interior, entonces quiero, Señor, que permanezcas escondido bajo el velo de vuestro Cuerpo eucarístico y de vuestro Cuerpo místico hasta el día bienaventurado donde, con los ojos del espíritu y con los ojos del cuerpo, en fin os veré!
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 7, Navidad 1968.