2. El Cielo, bienaventurada visión de paz, y de amor

“Et justi epulentur, exsultent in conspectu Dei,
Et delectentur in laetitia” (sal.67, 3)

DEL día en el que creí en Vos, Oh Padre Nuestro, ya no he resentido ningún disgusto…

No nada de nada, no, no lamento nada, ni los bienes, ni las penas, ni la vida ni la muerte, ni las lágrimas ni la risa, nada de lo que ha huido me deja la nostalgia del “jamás, nunca más” aun cuando en mi corazón hacéis resonar la promesa del “siempre, siempre más y mejor!”. ¿Qué me daréis pues en ese porvenir eterno que pueda consolarme de lo que ha huido? Vuestra presencia, oh Dios mío, Vuestro Rostro, y aún más, en la luz de Vuestra Gloria, todos esos bienes desvanecidos que volveré a encontrar en Vos, guardados, vivificados, y salvados. ¡Porqué no pensar en ellos, mientras que esta bienaventurada visión de paz cambia nuestros arrepentimientos en espera palpitante del Cielo cercano, y nuestra muerte presente en vida!

Cielo

Desde que Os amo verdaderamente, mi fe se ha vuelto tan fuerte que vuestra Morada es para mí un lugar de la tierra del cual estoy separado solamente por una noche de viaje. Este lugar ajeno me está presente como el país encantador donde seré finalmente conducido. Me iré una tarde, dejando todo, y la mañana siguiente me devolverá todo, ahí adonde iré, todo salvo el mal, el pecado, la separación y la muerte. Estoy en partencia y tengo prisa de oír la sirena, que suelten las amarras. ¿Los que dejaré aquí, no los volveré a encontrar allá, con los otros que ya han cruzado el mar y atravesado la noche? Esas imágenes, esos recuerdos, esa espiga marchitada, no, nada subsiste aquí. Pero todo lo que fue esplendor espiritual, dulzura del alma y alegría pura se volverá a encontrar en las costas eternas a donde nos restableceréis, después de la larga errancia.

Jesús prometió a sus discípulos las carnes y los vinos del Banquete de sus Bodas. Nos es bueno, sin duda, para mejor abstenernos aquí en la tierra y castigar nuestros cuerpos, saber las consolaciones sensibles de ese “lugar del refrescamiento, de la luz y de la paz” a donde entraremos, molidos de fatiga y de penas. Pero poco importa lo que serán esos alimentos celestes. ¡Se necesita tan poco a mis sentidos, a mi corazón para desvanecer de placer y de alegría! Otros gozos, luminosos, inmensos, desbordarán hasta en las humildes y secretas comarcas de esta carne que Dios creó también para la beatitud. Sí corazón mercenario, tú serás pagado en esa moneda misma que tanto te agrada: “la caballería bajará, a la vista de las aguas”, la carne resonará como el arpa, a las jubilaciones del espíritu.

Pero lo que me atrae más, en esa mañana de mi esperanza, es lo verdadero, es lo bueno, es lo bello por ocasión apercibido y jamás olvidado. Más que todo, esa gracia, esa inteligencia, ese don, de rostros entre-mirados y que estaría lastimado saber perdidos para siempre. Pero los volveré a encontrar, en esa larga, larga mesa de las Bodas eternas, todos bellos y más bellos que terrestres, radiosos, ojos brillantes de un santo gozo, en la alegría de ser reencontrados y reunidos juntos alrededor de su Padre. En cuanto a los otros son palabras. Aquí, es la esperanza. Y admito que lleva consigo aún demasiado de humano, esa espera de la resurrección de la carne y de la perfecta comunión prometida. ¡Pero así-sea, oh Padre! Os es agradable ver a vuestros hijos y vuestras hijas ardientemente deseosos de volver a encontrarse, de abrazarse y tomar lugar a vuestra mesa, para las Bodas místicas del Cordero.

La felicidad de veros sumergirá todos mis deseos. No me hará renunciar a esos otros bienes que tenía de vuestra bondad y que me llevaré, tesoros verdaderos, a través la muerte, en mi puño cerrado. El Cielo, será los demás. En Vos, todos los demás que merecieron revivir con todo lo que fue inmortal en ellos. San Agustín dice que Sois, oh Padre, la Memoria que conserva toda creatura y solo arroja en la nada el mal, el error y toda fealdad de ese mundo efímero, olvidados. En Vos me acordaré de todo, y mejor aún. Sois, oh Hijo de Dios Jesucristo, la Palabra de Sabiduría en la que entenderé la razón de las cosas, de las vidas, de los encuentros y de los eventos, en la claridad de su salvación definitiva. ¡Sois el Don del Amor, oh Espíritu Santo, y arderemos aún, por Vos, con todos los fuegos de nuestros amores paternos y de nuestras ternuras filiales que, en nuestra fría noche de la tierra, lanzaban sus chispas hasta las estrellas! ¿Qué será, Dios mío, que será, ese Cielo? “¡y los justos se saciarán, exultarán en presencia de Dios, de delicias humanas y alegrías divinas”, canta el salmista!

¿Si esas migas de felicidad que recibiré de la presencia gloriosa de vuestras creaturas bastan para abrasarme del deseo de las Colinas eternas, que será, oh mi Creador y mi dulce Salvador, cuando a solas con Vos recibiré de vuestra propia Vida y de vuestra Sabiduría el Pan místico y el Vino del Amor del cual me regocijaréis sin medida?

Padre Georges de Nantes
Página mística n° 2, Marzo 1968.