4. Señor… soy el hijo de tu sierva.
Dirupisti vincula mea: tibi sacrificabo hostiam laudis, et nomen Domini invocabo”
(sal. 115, 7-8)
“OH Señor, soy vuestro siervo, vuestro siervo y el hijo de vuestra sierva.” En vuestras manos están los años de mi vida, “in manibus tuis tempora mea” (sal. 30, 16). En el hueco de vuestra mano está todo el universo, y el en hueco del universo este hombre que avanza hacia su fin y alaba vuestra bondad. Miradlo que camina, como el Agustín de la visión de Ostia, a los lados de esta mujer anciana que lo guía. Como de Santa Mónica a su hijo por fin vuelto, pasa entre ellos tantas cosas, casi sin palabras, que acceden a las más altas certezas, en la visión de la fragilidad universal y de vuestra sola grandor, oh Maestro adorado. Entre ellos demora el lazo más sagrado que exista en el mundo, aquel mismo que habéis dejado a la familia humana en su ruina para salvarla (I Tim. 2,15): sí Dios mío, yo soy vuestro siervo, el hijo de vuestra sierva.
Regresamos de la catedral, aún desierta a tal hora, donde por ella sola celebré el Santo Sacrificio. De la variedad de los eventos humanos todo se borra en nuestra acción de gracias que se prolonga. Caminamos tranquilos, y ya no tengo pensamientos sino para el misterio esencial de este doble amor que encierra toda mi existencia: Ella que me concibió y me llevó en sus entrañas, vos que me habéis creado en ella por ella. Ahora que mi padre ha vuelto cerca de vos, ella sola demora el testigo viviente de ese primer don de vuestra gracia. Todas las riquezas del mundo chorrean de ese primer amor, todo mi destino esta encercado en esos primeros lazos de su maternidad y de vuestra Paternidad, oh Dios mío. Pero en este instante de luz, todo refluye para no dejar parecer más que vuestra común voluntad de mi bien eterno.
Ella me precede en el camino de la Sabiduría y me guía. La escucho hablarme de los muertos y de los vivos, de las pruebas y de las alegrías, aquí la pena ahí alguna felicidad. Su voz con el tono igual dice bien la vanidad, lo efémero de las cosas que son y pronto ya no son. Me callo; en ondas poderosas esta sabiduría penetra mi corazón y de nuevo calma mis pasiones, rompe mis ataduras vanas, destruye mis ilusiones. Tal es la vida, el camino, la verdad. A ojos de una madre sólo cuenta lo que tiene valor de eternidad y me siento dichoso de estarle, en este instante, acordado. Esta mujer que me engendró, ella también “me examina y me conoce” (sal. 138)
Y canto con el corazón alegre: Habéis roto mis lazos, os ofreceré un sacrificio de alabanza e invocaré vuestro nombre”. ¿Toda maternidad cristiana no es mediadora? ¿Una madre amante no santifica también a sus hijos (I Co. 7)? Mientras que avanzo a su brazo, se levantan el espectro de todas las ilusiones, de todas las locuras que no han vivido y, en la luz matinal, las humildes cosechas, los trofeos de modestas victorias que he podido presentar y ofrecer al placer de mi madre. Lo que sus ojos no han querido mirar, lo que los han llenado de inquietud y de lágrimas, Dios mío, lo sabéis, lo he despedido. Si vamos así, rodeados de innumerables y dulces presencias, bajo vuestra mirada, es que todos mis amores han revestido el traje de bodas, han merecido la afección de mi madre.
En el tímpano de la catedral he visto el otro mundo donde cada uno de los vivos ha ganado su lugar definitivo. Nosotros también pronto conoceremos la angustiosa balanza. Estrecho el brazo de mi madre y pienso con jubilo que ella pasará delante de mí y me engendrará, después de esta vida, a la otra por la cual tantos años su corazón me ha llevado y me lleva aún, hasta que sea pulido a la semejanza de vuestro Hijo muy amado, oh Padre nuestro. Entonces entraremos en la catedral de mis sueños, dejando la ciudad, para unirnos a la miríada de ángeles y de santos de los cuales el Cántico cubre de su clamor el bramido de las grandes aguas. ¡Me parece que la empujo delante de mí y la conduzco, un poco enternecida y confusa, bien alto en la nave para que pueda entender y ver bien, mi mediadora!
No, no sueño. ¿Esa pareja desapercibida, despreciable tal vez, que camina así por las calles, a caso no es la imagen, tirada de la arcilla y moldeada por vuestra mano, oh mi Señor, de esta Madre y de ese Hijo que reinan gloriosos en los Cielos? ¿No es sobre los labios del más bello de los hijos de los hombres, de Jesús resucitado coronando a María su Madre, que florece ese cántico de acción de gracias, el mismo que murmuramos en este valle de lagrimas: “Oh Señor, soy vuestro siervo, vuestro siervo y el hijo de vuestra sierva. Habéis roto mis lazos: os ofreceré un sacrificio de alabanza e invocaré vuestro nombre”?
Padre Georges de Nantes
Página mística no 4, Septiembre 1968