1. Padre Nuestro
“Aperui os meum, et attraxi spiritum” (sal. 118, 131)
PADRE Nuestro que estáis en los cielos, os amo y sufro.
Yo os amo, porque sois bueno y que vuestros inagotables favores hacen mi alegría continuamente renovada. Yo no sé por cual ingratitud, por cual maldad de alma se me acaeció olvidar o desconocer esa solicitud inmensa. Me regocijaba del pan sobre la mesa, del sol que transfiguraba todas las cosas, del aire puro que respiraba, pero de eso no os rendía homenaje, a Vos que de todo erais el dispensador. Ahora, gracias a las exhortaciones y al ejemplo de los santos –San Bernardo y su admirable tratado del Amor de Dios-, he adquirido esta sabiduría. Ya no hay para mí alegría ni placer por el cual no os rinda gracias, Oh Dios mío, y hasta en el pecado que me disgusta, la belleza y la bondad sabrosa de las creaturas me hablan de Vos, arrancándome a ellas.
Admiro las flores, los pájaros encantadores. No son por lo tanto más que bienes mínimos, en comparación a otros más resplandecientes, más conmovedores. ¿Qué decir de los maravillosos espectáculos de la naturaleza y de las obras maestras del arte? Esa infinidad de bellezas de las cuales sois el primer Autor me llena de un sentimiento de adoración y aun si el hombre coopera con vos. Pero precisamente, yo os amo a causa del hombre y de la mujer que habéis colocado en ese paraíso del cual nunca habrían de salir por su falta. Sí Dios mío, yo os amo a causa del querido prójimo. Mil dificultades no hacen una duda sobre la excelencia de ese don que me hicisteis de vivir en medio de mis semejantes que, todos, han guardado la huella de vuestro esplendor. De aquello San Bernardo da a admirar la dignidad, la ciencia, la virtud. ¡Y qué maravillosos son las caras, los espíritus, los corazones que resplandecen todos juntos de esas tres perfecciones! ¡Qué admirables son, aquellos que inundáis de vuestra divina gracia!
Quisiera ser el extasiado de la pastorela para exclamarme a todas las escenas de la vida de los hombres: ¡qué bello, Dios mío, qué bello! Y bien sé yo asimismo los vicios, las locuras, las ignominias del mundo; de todo eso estoy herido y sobretodo en mis cercanos más aún en mí mismo. Pero esos desordenes me inducen a admirar y querer aún más el Orden que manchan. Entristecido del mal, vuelvo al bien con más reconocimiento aún, y si el pecado me parece, entre nosotros, demasiado universal, levanto un poco la mirada, contemplo las estatuas de los santos y de las santas, a media altura, en nuestras iglesias. ¡Cuánta belleza! ¡Qué radiosa pureza! ¡Qué heroísmo en la bondad y qué sabiduría! Son mis hermanos, mis hermanas y mi Madre. ¡Ah, que buen Padre sois de dármelos por queridos!
Sin embargo –San Bernardo tiene razón- tales jubilaciones rebosan apenas el piadoso reconocimiento de un pagano afortunado. Y no habría jamás sabido lo que era en toda verdad el amor de Dios si por ventura, un día de gracia, entendiendo la palabra del salmo: “Abre la boca y yo la llenaré”, no había entendido que ya no era cuestión de esos bajos alimentos terrestres pero de un don espiritual. “Abrí la boca de mi alma y aspiré tu Espíritu” (sal. 118, 131). El soplo ardiente de tu aliento invadió hasta las profundidades y llenó las cavernas de todos mis sentidos. Entonces yo os amaba por Vos mismo, y no por vuestras obras, ni por las ideas que me dabais de vuestra propia excelencia, pero en ese soplo dichoso que era vuestra Vida invadiendo la mía. Entendí lo que era la creación, obra incesante de vuestra Mano paterna, lo que era la redención cumplida por vuestro Hijo, y en fin nuestra Santificación por la labor de la Iglesia. Era una aplicación amorosa de vuestra sabiduría a nuestra frágil existencia, era un derramamiento de la Sangre Preciosa de Jesús en nuestras arterias, era el Soplo Santo de vuestra Vida viniendo a todo momento llenar nuestros pechos, era el latido de vuestro corazón viniendo a romperse contra el nuestro. ¡Ah, os amaba! Y gritaba en mi entusiasmo: ¡Dios me es un amigo! ¡Dios me es un esposo! ¡Dios me es un Padre! A Él gloria, alabanza, honor eternamente.
Es desde ese día que sufro. Demasiados hermanos míos no saben, no entienden, no lo quieren saber ni entender. Es una lastima para ellos, es un insulto que Os es hecha. Los unos se declaran ateos, cosa horrible; los otros excusan el ateísmo cuando no hacen su elogio, blasfemia peor aun. Y yo, me quedo ahí en mis pecados, en mi apatía. Sé que son inexcusables, según San Pablo, en su ceguedad, su endurecimiento de corazón. Pero sufro, porque si me desgastara todo a vuestro servicio, tal vez, haríais gracia a esas multitudes, oh Dios mío. ¿Cómo a mí?
Oh Padre mío, Padre nuestro, dadme de anunciar a mis hermanos, por mi vida y mi palabra, que el amor no es amado, y que su felicidad está ahí, en amar el amor.
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 1, Febrero 1968