6. Amicti stolis albis
« O quam gloriosum est regnum
in quo cum Christo gaudent omnes sancti !
Amicti stolis albis sequuntur Agnum quocumque ierit. »
Antífona de Todos los Santos.
OH Jesús, Cordero de Dios, “¡qué glorioso es el reino donde se regocijan con vos todos los santos! Vestidos de trajes blancos os siguen a donde sea que vayáis”. No olvido la parábola: esos bienaventurados no son otros que los mendigos, ciegos, estropeados, pecadores de toda clase que vuestros servidores han recogido y empujado en la sala del festín para ocupar los sitios dejados abandonados por los orgullosos. Aquellos elegidos no eran todos dignos de vuestro amor. Es por una pura gracia celeste que fueron los bienaventurados objetos de vuestra misericordia. Hijos de Eva, entre ellos algunos manchados de mil pecados, revistieron en fin el traje nupcial y todos entraron tranquilamente en vuestra alegría.
Dejadme aún el tiempo, oh Dios mío, para despojarme del traje de iniquidad y para revestir el traje sin mancha, de miedo que en el día del juicio lancéis sobre mí una mirada irritada, dirigiéndome esas palabras que me hielan: “¿Amigo, cómo has entrado aquí sin tener el vestido nupcial?” (Mt 22). A esas palabras estaría mudo de terror, sabiéndome perdido para siempre. ¿Cuál es entonces, este misterioso vestido para que yo me lo procure pronto al precio de todos mis bienes? Vestido de encaje de mi bautismo, alba de mi comunión solemne y de mi subdiaconado, ligeros velos blancos, transparentes, de los cuales la Iglesia amaba revestir sus niños para las fiestas de la Eucaristía, tantos símbolos elocuentes me llaman a la inocencia recobrada del estado de gracia santificante. Luego habrá de vivir los días ordinarios en sentimientos de fiesta y, como dice san Pablo, revestir desde ahora sobre mi vestido de carne el otro que es todo celeste “afín que lo que es mortal sea absorbido por la vida” (II Cor. 5,4). Sí, manifestar en todas mis acciones humanas una manera divina…
He ahí donde vuestro yugo me hierre. El Reino, lo deseo. Las Bodas, tengo prisa de verlas. El festín, quiero ser su convivo, de ello tengo hambre. Pero no acabo de perder gusto a las cosas terrestres, no llego a desprenderme de mis maneras carnales para adoptar en todo costumbres sobrenaturales. Como la mujer de Lot, miro atrás y quedo petrificado. Mis raíces no están en el cielo, se hunden aún en la tierra que aprietan, voraces de aspirar todos sus jugos. Orgullo, envidia, ira, avaricia, lujuria, gula, pereza: es mi naturaleza rebelde que me lleva, podrida por el pecado, el de Adán y el mío conjuntos para mi damnación. No me habéis hecho eunuco de nacimiento, pero habéis querido que vaya tal para el Reino de los Cielos (Mt 19, 12). La carne resiste, el alma, el corazón se rebelan en la ignorancia de su bien verdadero y gimo en este estado, infeliz. Tengo miedo que me falte el tiempo, el ánimo y tal vez la voluntad.
Dadme la fuerza necesaria. Constreñid mi voluntad aun rebelde para que esta vestidura tenga lugar desde ahora, no para mi mérito sino para vuestra única gloria. ¿El banquete de la vida eterna no empieza aquí en la tierra en la Eucaristía de la Iglesia? ¿Revistiendo los ornamentos sagrados de la Misa, no debo vestirme de modestia, de benevolencia, de generosidad, de dulzura, de desprendimiento, de pureza, de sobriedad y de fuerza, como si fuera una segunda naturaleza? ¿Saliendo de ese festín, nutrido por vuestro Cuerpo celeste y por vuestra Sangre, no debo manifestar las maneras santísimas de un hijo de Dios, como la blancura viva de un alma transfigurada por la gracia? Es necesario, lo debo, antes que sea tarde.
“Se necesita en efecto que este ser corruptible revista lo incorruptible, que este ser mortal revista la inmortalidad” (I Cor. 15, 53). Pero mucho temo no llegar a curarme enteramente del mal que está en mí, vaya hasta los cien años. No sabré arrancarme por trozos mi propia carne ni reducirme el espíritu, el uno y el otro enemigos de mi salvación. No tengo, ay, lo quisiera, la paciencia heroica de los santos. “Soy pobre y en la aflicción desde mi juventud”, y tengo miedo de serlo aún a la hora de mi muerte. ¡Por lo menos que esta sea mi última suerte! ¡Mientras que mi cuerpo sin vida estará bajo la sábana negra, llevado en tierra para acabar de corromperse, qué escape mi alma, “como a través del fuego” (I Cor. 3, 15) a una condenación demasiada justa! Entonces “este ser de corrupción, de ignominia, de debilidad”, como habla san Pablo (15, 42-44), esta carne mía demasiado adulada, será enterrada como una semilla en vista de la imprevisible germinación. El labor que no habré sabido cumplir se hará ahí, por los méritos de Jesús crucificado y puesto en la tumba, resucitado el tercer día, el Primero entre los muertos. Cuando mi alma de nuevo revestirá su cuerpo, ya no será como la imagen del viejo Adán, hombre terrestre, pero como aquella de Jesús Cristo, hombre celeste, morada luminosa del Espíritu Santo para siempre.
¡Oh! Sí, “revestir al Cristo”, un poco aquí en la tierra pero plenamente el día de las Bodas, tal es mi esperanza, no será confundida! “Libera me, Domine, de morte æterna!”
Padre Georges de Nantes
Página mística n° 6, Noviembre 1968.