Punto 37. La Iglesia es romana

1. Discípulo de Cristo, el falangista está primeramente apegado a su Vicario en la tierra, el Sumo Pontífice, obispo de la Iglesia de Roma que es “ la madre y la maestra de todas las Iglesias”. Ahí está el centro de la unidad, el colmo de la santidad, el conservatorio de las tradiciones apostólicas, la medida y el orden de la catolicidad. Ahí está la regla de la fe, la ley suprema de los ritos, el soberanía del derecho.

El papazgo debe ser lo que Jesucristo quiso que fuera y lo que el Espíritu Santo lo ha hecho, dotado de sus propios órganos de gobierno universal, la Curia, y todo lo que es necesario para su plena soberanía y su independencia secular, a saber una ciudad, una ciudadanía propia, recursos estables y libres, una defensa. De ahí la necesidad del Poder temporal de los papas que los enemigos de la Iglesia no se han cansado de dar a detestar al mundo, para reducirlo y prácticamente suprimirlo.

2. El falangista, conociendo la flaqueza de todas las cosas humanas, necesita apoyarse sobre la divina firmeza de esta Roca y, en la movilidad universal, a este eje seguro y estable. Es por principio y por experiencia romano, ultramontano, papista, infalibilista. Es gracias al Papa que se siente apegado a Pedro con certeza, porque el Papa es su verdadero y único sucesor, y unido al Espíritu Santo de Jesucristo, porque el Papa es su Vicario supremo.

Piensa, a contracorriente de la opinión general, que la función pontifical es sencilla, inmutable, tradicional y, desprendida de todas las superfluidades recientes, supremamente eficaz. Es, con sus tres Poderes, demasiada necesaria a la vida cotidiana del Cuerpo místico para que el Papa pueda ejercerla sin falta mortal de su parte y peligro de condenación. El Sumo Pontífice debe enseñar, es decir proclamar la fe católica, transmitirla al pueblo fiel y por consiguiente garantizar la intangibilidad del depósito de la revelación confiada a la Iglesia, condenando y anatematizando cualquier error o herejía. Debe santificar al pueblo de Dios asegurándole la comunicación de la gracia por todos los medios que Jesucristo a puesto a disposición en su Iglesia, es decir velando sobre la validez y la dignidad de los ritos y de los sacramentos, prohibiendo las modificaciones que corrompen su pureza, excomulgando a los fautores de novedad. Debe gobernar la grey, tanto la de los pastores como la de los fieles, manteniendo la comunión jerárquica contra todo cisma, rindiendo la justicia para remediar cualquier división y opresión, como pastor y juez inmediato de todos los cristianos. En fin, jefe supremo de la Santa Iglesia, le acata proceder a su reforma interior si resulta necesaria, con sus soberanas prescripciones o por la indicción de un Concilio general, y velar por la defensa y protección de la Cristiandad contra todos sus enemigos tomando la decisión de hacer y predicar la Cruzada, condenando las guerras injustas, excomulgando a los tiranos y a los príncipes desleales o apostatas.

3. El falangista no tiene más que desprecio hacia “ los caprichos galicanos”(Carlos Maurras), o josefistas, o colegiales, que no son más que reivindicaciones incongruentes del antiguo regalismo, del parlamentarismo hondero, y hoy del democratismo laico y masónico. No se le da remedio a las insuficiencias y desórdenes de la Cabeza, verdaderos o pretendidos, con un llamado a los miembros, todavía más enfermos y constitutivamente incapaces de suplir al orden y a la autoridad de Roma.

La regla falangista del servicio al Papa es tan seria y primordial que en caso que haya duda sobre el verdadero Papa, sobre su legitimidad, su ortodoxia, su ortopraxia, los dos caminos de la obediencia ciega o de la oposición legitima son consideradas como posibles y ambas son honorables. Porque una, por su protestación, sirve al papazgo de siempre y lo libra de cualquier reproche, y la otra por su sumisión mantiene la autoridad del Papa de hoy en vista de nuevos días infalibles.

4. No obstante, no es bueno que los papas puedan faltar impunemente a sus deberes a lo largo de los años y de los pontificados, descarrilarse ellos mismos en sus opiniones heréticas, en sus novedades cismáticas y conducta escandalosa, dejar sufrir a las almas y padecer la Cristiandad, reservar sus favores a todo lo que es malo y sus rigores a todo lo que es bueno, sin que nadie eleve la voz en la Iglesia, de entre los cardenales, los obispos, el pueblo de Roma.

Entonces, la Falange se acordará de su misión pasada para asumir sus nuevos deberes.