Georges de Nantes.
Doctor místico de la fe católica

17. EL JUICIO JAMÁS CONCLUIDO 
(1968-1969)

El juicio del Padre de Nantes se abrió en Roma el 25 de abril de 1968. El mismo día, el papa Pablo VI pronunciaba una alocución sobre el tema: ‘¡Sí a la Reforma, no a la Revolución!1 Exactamente como el general de Gaulle quien, en París, trataba de bloquear la revolución estudiante con el mismo eslogan: ‘Sí a la Reforma, no al desbarajuste.’ Era reconocer aquí y allá que los dos movimientos iban en la misma dirección, asestaban la misma meta, aunque de manera diferente, violenta o moderada. El padre de Nantes lo hacía notar:

“De Pablo VI a Cardonnel, del General a Cohn-Bendit2, una misma voluntad de Reforma es mostrada [...]. Es un hecho, el desorden sigue a la Reforma, en la nación como en la Iglesia. Es porque de ella saca toda su fuerza, su legalidad y sus falsas razones. La tempestad posconciliar está inflada con viento conciliar.3

Es sobre su oposición resuelta y declarada a esta funesta Reforma que iba a ser juzgado.

LA PRUEBA DEL FUEGO.

“Después de haber celebrado la santa Misa en el altar de San Pío X, en San Pedro, contará más tarde, entré al campanazo de las nueve en el palacio del Santo Oficio, no sin besar el suelo, de rodillas, en signo de admiración, agradecimiento y sumisión.”

Las sesiones que ocuparon esas doce jornadas romanas de instrucción de su juicio fueron, para nuestro Padre, un reconforto extremo. Sentía que los que llevaban la controversia eran verdaderos teólogos. Los consultores Gagnebet y Duroux, dominicos, Dhanis, jesuita, le parecieron “sabios, benevolentes, sin debilidad. Era verdaderamente para mi fe y mis obras la prueba del fuego.4

Para la primera sesión, el Padre de Nantes tenía en mano el ‘Fonds commun’ de los nuevos catecismos, aprobados por los obispos franceses, para advertir a estos señores los consultores y asesores del Santo Oficio sobre lo que se estaba preparando. Se atrajo esta respuesta: “ Por el momento, Padre, es a usted que examinamos. ¡Estese tranquilo, jamás Roma dejará difundir un catecismo herético!” El porvenir mostró qué confianza se podía tener en la vigilancia romana... ¡desde el Concilio!

La materia del examen era precisa: “Se debía poner en causa la idea de ‘Contra Reforma católica en el siglo veinte’. La jerarquía habiendo proclamado la Reforma de la Iglesia, ¿acaso se podía apoyar doctrinalmente un tradicionalismo que le es ferozmente contrario y oponerse prácticamente a la realización autoritaria? El teorema que hacía la sustancia de mi Carta ‘La soberbia de los Reformadores’, del 11 de octubre de 1967 al papa Pablo VI, era éste: la Tradición católica y apostólica excluye el principio mismo de una Reforma general y permanente de la Iglesia; le es contradictorio. Era... mi doctrina, sobre la cual pusieron todos sus esfuerzos los consultores.

“¿Tenía la fe católica? Muy pronto fue evidente que sí. A medida que pasaban los días, tuvimos que constatar la identidad fundamental de nuestras doctrinas que en nada eran las nuestras sino aquellas mismas de la Iglesia de siempre. Tenía la impresión de presentar un examen de maestría en teología, y logarlo. Las asechanzas eran clásicas, fácilmente superadas. Hubo grandes momentos [...].

La pregunta decisiva fue la del desarrollo de los dogmas. ¿Acaso no pretendía parar la reflexión y la vida de la Iglesia a Pío IX, Pío X o Pío XII? Parecía suspender la asistencia del Espíritu Santo prometido por Jesucristo a los tiempos ante conciliares... No, ahí tampoco no profesaba otra doctrina que mis examinadores, la de San Vicente de Lerins y del cardenal Newman, pero con la precisión antimodernista muy actual: reconocemos un desarrollo lógico de la Tradición, yendo de lo implícito a lo explicito, pero rechazamos la teoría de Blondel sobre una evolución vital, creadora, totalmente apoyada por la experiencia inmanente de lo divino en la infalible conciencia humana.5

Esta primera parte se terminó pues en ventaja para el acusado: ninguno de sus dichos o escritos presentaba el menor error doctrinal. Quien diga lo contrario miente. ¿Y la Reforma?

LA RUINA DE LA CIUDAD SANTA.

Empezó entonces el verdadero proceso: “De acusado me volví acusador. Mis examinadores se convertían pues en defensores, hasta en acusados. En virtud de nuestra fe católica exacta y firme, me elevé contra los presupuestos dogmáticos de una Reforma llamada pastoral. Los consultores, no habiéndome sorprendido a mí mismo en error, buscaban refutar mis críticas de la nueva religión reformada [...].

“Y de ahí salieron discusiones confusas. Sobre el sentido de las palabras y el alcance de los eslóganes conciliares o pontificales, el acuerdo estaba lejos de realizarse. Colegialidad, Iglesia sierva, libertad religiosa, apertura al mundo, ecumenismo, paz, cultura, etc. Era una logomaquia. Entonces mis examinadores perdían la claridad, la objetividad, la seguridad del eterno catolicismo. Su calma, su certeza le cedían a la impaciencia, a la agresividad. Esos sabios se hundían hasta las botas en el limo de los equívocos, ambigüedades y confusiones conciliares en los cuales, al parecer, estaban atorados. Para salirse de apuros, me acusaban de ver los actas del Concilio y los discursos de Pablo VI sino a través de las interpretaciones de los demás. Oponían los textos promulgados a todo el aparejo de las discusiones y comentarios que los habían preparado y continuado. Apoyaban un Concilio irreal contra el para y el post Concilio.6

Un día, después de una sesión en el Santo Oficio, nuestro Padre cruzaba la plaza San Pedro platicando con el Padre Gagnebet. Le preguntó a su juez: “¿Cómo puede usted justificar la afirmación de Pablo VI:La paz es posible porque los hombres, en el fondo, son buenos’?”

La respuesta lo dejo mudo:

“ Pero, Padre, le apega usted demasiada importancia a esa palabra de Pablo VI. No es más que un discurso del 1º de enero sobre la paz. No es más que un discurso.”

¡Este teólogo romano no percibía las consecuencias de semejante discurso salido de la sede de San Pedro de la cual era el servidor!

“La especie de campo de batalla que recorríamos galopando era a sus ojos maravillados la obra de una nueva y radiosa Ciudad humana en construcción. Querían creer en el espejismo. Para mí era, a perdida de vista, las ruinas de la Ciudad Santa, devastada por un ciclón.”

Subrayo el contacto con el ‘tercer secreto’ de Fátima, en aquel entonces desconocido del Padre Nantes, pero conocido del papa Pablo VI.

“Si evocábamos tal acto, tal discurso, me hacían probar el azúcar y la tisana de ellos; no sentían el arsénico que era el veneno de ellos. Me conmovieron, esos servidores del Papazgo, esos funcionarios de Curia, vestidos con una inocente integridad y con lino blanco. El mundo entero trabajaba la novedad, en grande, para la ruina de la fe y las costumbres; ellos se agarraban del discurso del Papa del 12 de enero de 1966, que afirmaba o imponía el sentido tradicional en el cual se debía entender la Reforma de Vaticano II. Para ellos qué importaba el universo entregado a la demencia. Sólo me juzgaban a mí, el insolente, puesto que yo solo lo había pedido, reprobaban mi oposición conservadora, todavía más criminal que la otra, la revolucionaria, a la cual traía refuerzo, para el mayor daño de la Autoridad romana.

“Traté de volver a presentar alguna de mis pruebas. Inútil. No se aclara en veinte horas, lo que centenas de teólogos astutos volvieron inextricablemente confuso en cinco años de bizantinismo conciliar. A veces nos parábamos, completamente perdidos en esta selva. Veía al presidente de la sesión, desbordado, en sudor, sin más argumentos, bajo el gran retrato que, en todas las salas del palacio domina, de Pablo VI, enigmático y triunfante [...]. Díganos simplemente que acepta el Concilio y que confía en el Santo Padre, con una adhesión pura, sencilla y sin reserva, ¡no se le pedirá nada más!

Había que acabar con ello. Le dicté al escribano italiano:

“ Est, est. Non, non.

¿Qué quiere decir eso? me preguntó el presidente.

– Eso quiere decir que lo que es, es y permanece, independientemente de mis acusaciones.

¿Persiste pues usted en sus críticas de los Actas del Papa y del Concilio?

– .7

Al momento de clausurar la instrucción, el Padre de Nantes fue invitado a leer y contrafirmar el acta que había levantado el escribano eclesiástico. Pero éste, que era Italiano, manifiestamente no había entendido nada. Los jueces y el acusado estaban de acuerdo: este documento sin valor era inadmisible. ¿Qué hacer? ¿Quién sabría, en tres días, redactar un informe preciso, exacto, integral, ¡y sobre todo imparcial! de esas largas horas de sutil debate teológico? Sumamente perplejos, los jueces le confiaron este trabajo... al acusado.

“Fue así que levanté el acta de mi propio proceso. Fui buen acusado. Evité darme demasiado el buen papel y omití algunas de mis agobiadoras réplicas en las que su oficio de defensores de la herejía conciliar y montiniana los había echado en la mayor perplejidad. El día indicado, los jueces leyeron, aprobaron y contrafirmaron la minuta de los debates redactados por el acusado, por medio de la cual solamente el tribunal de los cardenales y el Papa en persona se enteraron de todo el asunto. ¡Creo que es un hecho único en los anales del Santo Oficio!8

De regreso a casa, nuestro Padre no nos dijo nada, habiendo prometido el secreto hasta que el Tribunal haya dado su sentencia, pero lo vimos frecuentemente sumergido en las meditaciones de los ‘Escritos de Prisión’ y del ejemplo de Santo Tomás Moro.

AGONÍA.

El 29 de junio de 1968, era convocado de nuevo al Santo Oficio. Era la vigilia de la clausura del Año de la fe, en la que Pablo VI se preparaba a pronunciar solemnemente su Profesión de Fe católica, que respondería punto por punto a las herejías del catecismo holandés. Pero el Papa, ligado por el ‘pacto conciliar’, se guardaría bien de castigar a los fautores de esas herejías, los Schillebeeckx, Küng, Chenu, Illich, Rahner y Ratzinger.

Entendiendo la gravedad del evento, todos acompañamos a nuestro Padre a Orly9 rezando. Lo dejamos el corazón oprimido. Le había escrito a nuestros amigos: “Se acerca la hora más grave de mi vida sacerdotal y necesito su ayuda espiritual, aún más que su socorro material, para saber lo que Dios quiere y cumplirlo fielmente. Porque ‘ahora voy a Jerusalén, atado en espíritu, sin saber lo que allí me sucederá; solamente que en cada ciudad el Espíritu Santo me advierte que me esperan prisiones y pruebas. Pero ya no me preocupo por mi vida, con tal de que pueda terminar mi carrera y llevar a cabo la misión que he recibido del Señor Jesús: anunciar el Evangelio de la gracia de Dios.10’ Esas palabras de San Pablo a los ancianos de Efeso me vuelven con insistencia a la mente [...]. Voy a Roma seguro de mi fe católica y sin tener otra intención sino la de vivir y morir hijo de la Santa Iglesia romana.11

El 1º de julio, en el palacio del Santo Oficio, se le informó sobre las exigencias del Santo Padre. Se le pedía que retracte lisa y llanamente sus críticas del Papa, del Concilio Vaticano II y de los obispos franceses, y jurar a todos una plena obediencia, incondicional, según la formula aprobada por el Papa en persona, y hasta corregida con su propia mano. Así no se tomaba en cuenta de ninguna manera la instrucción del proceso que había tenido lugar dos meses atrás. El juicio doctrinal tan reclamado no era pronunciado, pero se exigía del Padre de Nantes una sumisión ilimitada, ‘musulmana’, rematada con una amenaza opresora: el rechazo de su parte de una retractación general sería sancionado por una excomulgación. ¡Increíble! ¡Y es la Iglesia ante-conciliar que acusan de arbitrariedad y de violación de las conciencias!

Todo estaba perfectamente planeado para echar ‘al acusado’ que tenía cuatro días para pensar, en un abismo de perplejidad:

“Viví hasta el último momento la alternativa más dramática, bajo la mirada de Dios, mi Amo y mi Juez. Iba a rezar en las basílicas e iglesias romanas; las luces que ahí recibía eran contradictorias [...]. Los Actas del Concilio y del Papa actual, tal como son recibidos, o mejor dicho tamizados, rectificados, purificados casi inconscientemente por los teólogos y funcionarios de la Curia, ¿acaso no podrían ser aceptados por mí de la misma manera? Admiten el nuevo curso de la Iglesia, a decir verdad sin retener casi nada de ello. ¿Acaso no podría someterme así? ¿No debía someterme a la ley común? Se me ocurría pues la resolución de retractarme y así volver a la disciplina. Sí, ¡pero! Pero los Actas de esta Reforma, tal como son entendidos y trabajados sin freno por todo el mundo y hasta en Roma, esas novedades en su sentido obviado, su lógica, su dinámica, permanecían inaceptables sin deslealtad. En el lugar en el que me encontraba, la del acusado, en la persecución que soportamos, nosotros los tradicionalistas, no podré someterme a esta Reforma por vía de la autoridad sin al menos parecer negarme y abandonar a mis hermanos. Entonces, en esta contradicción de la obediencia y de la fe, en esta oposición de la disciplina a la caridad, de nuevo decidí desechar la firma esperada de mi debilidad.”

Así iba su soliloquio agotante. Nos escribía:

“La mitad del tiempo estoy resuelto en firmar, la otra veo bien que es desrazonable, y el resto de mis fuerzas le va a suplicar a Dios que me envié la luz que necesito. ¿Quién, quién en el mundo podría decidir??? Si estuvieran aquí, sus luces me alumbrarían [...]. Voy a tratar de ver a Mons. Lefebvre. Estaba en Paris. Pero hasta él, habiendo echo como los demás, me aconsejará de hacer como todos ellos [...]. En breve, es muy agobiante [...]. Sin embargo conservo bastante ánimo. Hagan lo mismo. Su pobre Padre.12

Sin embargo, el día antes de la decisión, contará, “estaba resuelto a una sumisión ciega, entera, definitiva. En ella veía una voluntad de Dios manifestada por su Vicario en la tierra. Me parecía sobrenatural abandonar el combate, renunciar sin límites, en una obediencia que hasta iría en contra de mis certezas más profundas, entregándole a otros y a Dios la preocupación de la doctrina y el cuidado de la grey. Este gran acto me parecía dulce, liberador, me atraía por su grandeza misma.”

Pero aquel día, obtuvo una audiencia de Mons. Marcel Lefebvre, en aquel entonces general de la congregación de los Padres del Espíritu Santo, de quien esperaba la directiva más segura: “Le informe a mi augusto interlocutor de mi resolución bien decidida de firmar. Me interrumpo firmemente: ‘No puede. No tiene derecho a ello.’ Estaba claro, era formal y estuvo enseguida motivado por las razones más invencibles que apoyaban la autoridad y el ejemplo de aquél que escuchaba: ‘Nosotros mismos se lo hemos escrito a tiempo al Sumo Pontífice: la causa de todo el mal está en los Actas del Concilio. Sea firme en la verdad.’

“Al salir, cruzando la plaza San Pedro, tuve la impresión que mi yugo, un instante rechazado, pesaba de nuevo sobre mi hombro, y también que había vuelto a encontrar a los que, en mi gloriosa sumisión, iba a abandonar...13

Durante mucho tiempo nos preguntamos por qué Mons. Lefebvre no había cogido su bastón y su sombrero para acompañar al Padre de Nantes al Santo Oficio, a fin de asistirlo durante la sesión del 5 de julio que debía ser decisiva. Hasta el día en que supimos que él mismo estaba acatado, ¡puesto que había firmado todos los Actas del Concilio! Sin embargo, nuestro Padre siguió su consejo, prefiriendo en toda circunstancia recurrir a otro, al ejemplo de los santos.

“NON VOBIS LICET, ¡NON POSSUM!”

“La mañana del viernes 5 de julio de 1968, el alma en paz, besé de nuevo el umbral del palacio del Santo Oficio. Iba allá para conocer la sentencia de este Tribunal supremo de la fe. Alguien me comunicó la certeza de las oraciones del Papa a mi intención y agregó que su Santidad había ella misma atenuado y aprobado la fórmula que me iba ser propuesta.”

Se pregunta uno en qué, puesto que era una pura y simple retractación, de la cual este es el texto:

1 Declaro someterme a todos los actas doctrinales y disciplinarios de S. S. el Papa Pablo VI y del Concilio ecuménico Vaticano II, según lo requiere su naturaleza y tomando en cuenta la intención del Sumo Pontífice y del Concilio (cf. Lumen Gentium, nº 25).

2 Retracto las graves acusaciones que no temí propagar contra los Actas del Sumo Pontífice y del Concilio. Manifiesto mi sincera contrición por esas imputaciones. Pero deseo especialmente desmentir la acusación de herejía presentada contra el papa Pablo VI y la conclusión aberrante que saqué de ella sobre la oportunidad de su deposición por los cardenales.

3 A mi Obispo y al Episcopado de mi nación, le prometo obedecer según las normas canónicas.

4 Me empeño a hablar y escribir siempre con respeto en cuanto a los actas y de las enseñanzas del Papa, del Concilio y de los Obispos14.

“El presidente leyó esos cuatro artículos, y después cada uno de los consultores me recomendó la confianza en la Iglesia y la sumisión a su Magisterio. Obtuve de recogerme media hora en la capilla vecina para rezar. Ahí, mi deber se presentó claramente. No había habido sentencia doctrinal sobre mis escritos, sino que los cardenales [y Pablo VI] lo hacían creer infligiéndome como una sanción la retractación [de sus acusaciones, no de pretendidos ‘errores’, como lo harán creer más adelante] y la sumisión que debían normalmente seguir una condenación. Prestarme a semejante parodia de Magisterio sería hacerme cómplice, contra la Iglesia, de la injusticia de los hombres.

“Los consultores ya no eran hombres libres y benevolentes. Mal que les pese, encarnaban el apremio de un Poder superior que exigía obediencia y sujeción más allá de los límites sagrados de su divina institución. Dije: más allá. En efecto, sin que haya sido establecido que los Actas de Pablo VI y de Vaticano II llevando reforma de la Iglesia estaban cubiertos por la infalibilidad de su Magisterio ni garantizados por la asistencia del Espíritu Santo, porque eso no es; sin que se haya sabido establecer también el acuerdo de ello con la Verdad revelada ni la conveniencia con la santidad de la Iglesia, por lo que se hubiera sudado mucho, el Poder romano, fuera de sí, exigía que los tomara como infaliblemente verdaderos y santos, ¡en contra de mi razón, de mi conciencia y de mi corazón! Sin cárcel ni hoguera seguía siendo la Inquisición, pero en la injusticia.”

A este ilegal ‘desvío de poder’, nuestro Padre no podía sino oponerse: “Declaré pues que no podía subscribir en conciencia a ninguno de los tres primeros artículos; en cambio podía aceptar el cuarto que concernía el respeto de las personas y no incumbía más que la forma, discutible, convengo de ello, de mis escritos.”

Pronuncio pues solemnemente: “ Non vobis licet. Non possum! ¡No les es permitido exigir eso y no puedo aceptarlo!” El Padre Gagnebet, que era un poco sordo, había oído mal. “ Possum?” preguntó. El Padre Dhanis se inclinó hacia él: “ Non possum.” Cara destrozada del Padre Gagnebet.

“No oí más que a medias las quejas que cada uno hizo sobre mí, mezcladas con sordas amenazas concerniendo mi porvenir en la Iglesia y mi salvación eterna.[15]

El Padre de Nantes no había tenido sino una sola preocupación, en aquella hora dramática: la de conservar el Magisterio infalible de la Iglesia, en sus justos límites. Pensando que su excomulgación “hubiera tenido como efecto indudable canonizar con una especie de infalibilidad subsecuente y con una necesidad irrevocable a ese maldito Concilio como toda palabra caída de la boca del Papa actual”, se preguntaba cómo, más tarde, “teólogos e historiadores podrían entonces excusar y justificar esta falta del Magisterio romano infalible”16. Angustiante pregunta, todavía actual.

Pero porque la Iglesia es divina, la excomulgación nunca cayó. De vuelta a la casa San José, todavía atado por el secreto, nuestro Padre no dijo nada acerca de lo que acababa de pasar, pero sólo nos dio la orden de confirmar un pedido de siete toneladas de papel. Entendimos que La Contra Reforma católica, que en aquel entonces salía a veinte mil ejemplares, continuaría.

“EL ULTIMATUM.”

Mientras que el episcopado francés difundía e imponía los nuevos catecismos inspirados por el ‘Fonds commun obligatoire’, el Padre de Nantes, que había mostrado su carácter escandalosamente herético y que llevaba derechito a la apostasía17, se lanzó con el Padre Barbara, el Padre Rimaud, cura de campo, y otros, en una verdadera Cruzada nacional. Se abrió con la gran Mutualidad del 28 de febrero de 1969, en la que hubo sala llena y pronto relevada en provincia, en la que reunió la unanimidad de los tradicionalistas. Los feligreses no siempre habían seguido la discusión sobre la libertad religiosa. Pero la cuestión del catecismo concernía a los niños y acertaba la preocupación de los padres. Entonces, los obispos se asustaron y se concertaron para obtener que Roma haga algo para quebrar esta Cruzada. ¿Cómo hacerle? ¿Condenar al Padre de Nantes quien era el hierro de lanza? ¡Aun así había que explicar por qué!

El 23 de mayo de 1969, nuestro Padre era convocado en el obispado de Troyes por el cardenal Lefebvre. Se presentó con fray Gerardo. En presencia de Mons. Fauchet, obispo de Troyes, de su canciller, el cardenal le mandó al Padre de Nantes que firmara la fórmula de retractación y de sumisión incondicional al Papa y a los obispos, que había desechado firmar el año precedente en Roma.

Antes de contestar, nuestro Padre pidió permiso para hacer dos preguntas: ¿Su Eminencia acaso reconocía y rechazaba la herejía del Nuevo Catecismo francés al igual que la de la ‘Nota pastoral’ del episcopado sobre la contracepción, que llevaba la contraria de la encíclica Humanae Vitae?

El cardenal contestó con una defensa vehemente de los textos incriminados. En consecuencia, el Padre de Nantes recusó la persona y la autoridad de su juez, desechando continuar la conversación y discutir de otra cosa. ¿En efecto cómo pretender imponer la obediencia de la fe cuando uno mismo lleva a su pueblo en la malicia de una casuística relajada y la herejía de una catequesis modernista? Así la decisión quedaba una vez más entre las manos del Sumo Pontífice.

El siguiente 11 de julio, el Padre de Nantes recibía un ultimátum del cardenal Seper, sucesor del cardenal Ottaviani, intimándole firmar en los tres días el texto de retractación de sus acusaciones, ¡siempre el mismo! y a “adherir sin equívoco al Magisterio auténtico de la Iglesia mostrándole a sus Pastores el respeto y obediencia que les son debidos”.

“No me sentía la fuerza para contestar, contará, los hermanos me alentaron y ayudaron con sus oraciones, con sus consejos.18” No lo lamentamos, ya que nos valió esta respuesta tan cristalina, que fija para siempre, bajo la forma de una ‘Profesión de fe’, nuestra doctrina de Contra Reforma católica.

‘MI PROFESIÓN DE FE CATÓLICA.’

Esta es la respuesta que nuestro Padre le mandó al cardenal Seper, sucesor del cardenal Ottaviani, el 16 de julio de 1969:

“Tengo el honor de contestarle a su ultimátum del 7 de julio en los términos siguientes:

“1º Declaro adherir interiormente y exteriormente a todos los actas doctrinales de S. S. Paul VI, verdadero y legítimo Papa, y del segundo Concilio del Vaticano, verdadero y legítimo Concilio ecuménico, como a todos los de sus Predecesores, cuando son propuestos por sus autores y son recibidos por el conjunto del pueblo fiel como la expresión auténtica, exenta de innovación y alteración, de la Tradición apostólica conservada infaliblemente por el Magisterio ordinario o solemne de la Iglesia romana.

“Lo que no es el caso, lo reconocen los autores mismos y el consentimiento general, de varios actas ‘pastorales’ incluso ‘proféticos’ que pongo en duda, completamente o parcialmente, absolutamente o relativamente, por razones serias, explicitas o públicas, conforme a mi derecho y, si no me abuso, a mi deber.

“La fórmula de sumisión que me es impuesta no deja ninguna posibilidad, aún teórica, de poner en duda semejantes actas del Magisterio, como si todos deberían ser tenidos por mí, sólo mí, a priori y a posteriori como infaliblemente ciertos e indiscutibles. Semejante exigencia, que me constriñe a darle a todos los actas del Papa y del Concilio, cual sea su calificación oficial, un asentimiento ciego, es exorbitante y visiblemente contraria a la Doctrina de la fe. Constituye un escandaloso abuso de poder.

“Le ruego pues que cambie su fórmula en un sentido ortodoxo.

“2º Declaro someterme a los actas disciplinarios de las mismas autoridades legítimas, según que su intención proclamada, real y reconocida, sea toda al honor de Dios, aseste al bien sobrenatural de la Iglesia y obre la santificación de las almas.

“Lo que ciertamente no es el caso de numerosos actas intituladas ‘reforma de la Iglesia’, ‘apertura al mundo’, ‘aggiornamento’, todas esas cosas sin relación con la disciplina católica. Tengo derecho y, si no me engaño, el deber de rebatir y criticar semejantes actas en la medida en la que muestren una intención indudablemente contraria o extranjera al bien de la Iglesia y a la salvación de las almas.

“La fórmula que me es impuesta no deja ninguna posibilidad, aún teórica, de hesitación sobre la sumisión debida a semejantes innovaciones, como si toda decisión reformista de este Concilio o de Pablo VI debiera ser considerada por mí, sólo por mí, como salida de un hombre o de una asamblea indefectibles, incapaces de error o de falta en su gobierno de la Iglesia. Semejante exigencia reclama de mí una obediencia general e incondicional a hombres falibles, es exorbitante y contraria a la moral católica. Existen casos, al menos teóricos, en los que ‘más vale obedecerle a Dios que a los hombres’, aún obispos, aún Papa.

“Le ruego pues que cambie su fórmula en un sentido humano y católico.

“3º No puedo en conciencia retractar las graves acusaciones llevadas, en plena lucidez y prudencia, contra el Papa reinante y el concilio Vaticano II por la razón de que sus actas dichos pastorales y reformadores, me parecieron, después de un estudio profundizado, contrarios a la fe católica y porque son manifiestamente, con la experiencia, causas del desorden general y de la ruina presente de la Iglesia. Contra mis análisis y demostraciones no se ha opuesto nada que sea sólido. Considerarlos a priori y sin otro examen ni prueba como imputaciones temerarias y calumniosas es un proceder fácil, nada cortés, pero sin valor.

“Los hechos citados en mis escritos son hechos conocidos por todos, indiscutiblemente establecidos. Estoy listo a desmentir aquellos que serían inventados u oficialmente desaprobados. Las interpretaciones que di de ellos siguen constantemente las interpretaciones muy generalmente declaradas por los autores y recibidos como tales en la opinión. Cierto, encuentro motivo de acusaciones en lo que otros aplauden precisamente como una mutación de la fe y una revolución en la Iglesia. Pero no se me puede prohibir, a mí sólo, citar esos hechos ni presentar su interpretación corriente, con el pretexto que los deploro y los desapruebo, mientras que por todos lados se deja a los modernistas y progresistas reclamarse y cubrirse con ellos para agitar a la Iglesia entera y pervertir las almas.

“La fórmula que me es impuesta al no estar fundada sobre ningún desmentido de los hechos ni alguna refutación de las interpretaciones recibidas constituye una exigencia de completa demisión, intelectual y moral, ante los errores y las faltas de los Novadores.

“4º No puedo en conciencia retractar la acusación de herejía que he formulado en varias ocasiones precisas y públicas contra el papa Pablo VI y, en consiguiente, no puedo volver sobre la conclusión que saqué de ella, sobre la oportunidad de su deposición por el clero romano, después de las advertencias, en caso de obstinación, puesto que no se me ha objetado nada serio, ni sobre el hecho de la herejía ni sobre la conducta que llevar que se impone en caso semejante. Desaprobaría mis acusaciones y haría reparación de ellas si los extraños pensamientos y voluntades del Papa reinante me fueran demostrados verídicos y honestos, en conformidad con el sagrado depósito de la fe, a lo que nadie se arriesga. O si éstas hicieran un día el objeto de definiciones infalibles del Magisterio solemne, ¡lo que es imposibilísimo!

“La fórmula que me es impuesta prohíbe, en violación de la doctrina católica, concebir cualquier posibilidad aún teórica de herejía material o formal del Papa como persona pública o privada. Además, presenta como aberrante la conclusión normal, obligada y prudente que enseñan los mejores teólogos de la Iglesia: Papa hæreticus deponendus est. Considera así, en contra de toda verdad y toda justicia, que la oposición al Papa por hecho de herejía es, sea lo que sea, sacrílega y delictuosa, mientras que es reconocida por la Iglesia legitima y a veces obligatoria.

“Ese rechazo a priori de examen de la materia misma de mis acusaciones manifiesta por sí solo la dificultad que se encuentra en querer refutarlas por la autoridad de las Sagradas Escrituras y las enseñanzas del Magisterio infalible. La exigencia que me es formulada de una sumisión incondicional es, en estas condiciones, abusiva y profundamente inmoral. El Sumo Pontífice no puede tomar tal responsabilidad sin cometer la peor de las prevaricaciones. Ese hombre no es un dios.

“5º Prometí obediencia a la Iglesia en la persona del Sumo Pontífice y en la de mi Obispo, pero no en la del Episcopado de mi nación, colectividad de la cual ignoro la jurisdicción al no ser galicano. Siempre tuve respeto de las personas constituidas en dignidad según la justicia que les es debida. A esta obediencia y a este respeto quiero permanecer fiel. Pero estas virtudes permanecen subordinadas a las virtudes teologales de fe, de esperanza y de caridad; su ejecución no sabría llevar la menor traba, la menor contradicción a los derechos supremos de Dios ni al servicio del prójimo. Por esa razón no puedo obedecer a los prevaricadores en sus prevaricaciones no respetarlos en sus crímenes sin así volverme su cómplice. La desgracia de los tiempos es lo que me constriñó a medir mi obediencia y mi respeto a la actual dignidad de las personas y a la moralidad intrínseca de sus actos.

“La fórmula que me es impuesta, exigiendo de mí obediencia incondicional a mi Obispo y a un Episcopado francés colegialmente prevaricador, me pondría en la obligación de seguir sus enseñanzas, leyes y preceptos, de entrar así en los senderos de la herejía y del cisma acarreando en él a los demás conmigo. Exigir el respeto de las autoridades eclesiásticas, cuales sean y sea lo que hagan, es mandarme que manifieste estima, confianza y admiración a los prevaricadores en su prevaricación misma, volviéndome escandaloso.

“La obediencia se ejerce en el ámbito de las normas canónicas, hoy en día pisoteadas por el arbitrario de los reformadores. Supone una sumisión fundamental de los superiores a la fe y a la moral católica. De la misma manera, el respeto se da a los jefes que, primero, respetan su función: “ Quien los escucha me escucha, quien los desprecia me desprecia.” Le pasa a nuestros Obispos, reclamando semejante consideración, no otorgársela ellos mismos a la Iglesia y a Cristo de los cuales son los siervos. No puedo entrar, como se exige de mí, en la servidumbre de jefes indignos y malintencionados cuya primera decisión sería deshacerse de mí como de un adversario. ¡Qué ellos primero vuelvan al orden!

... “Eminencia,

“Solicité del cardenal Ottaviani el 16 de julio de 1966 como Pro Prefecto del Santo Oficio un juicio sobre la conformidad de mis escritos al Dogma y a la Moral católicos, por lo tanto a la Revelación divina. Me contesta usted con este ultimátum que me manda obedecer ciega y servilmente a todo pensamiento, toda voluntad del Papa reinante y de los Obispos, sin límites ni condiciones. Por ello concluyo que el estudio minucioso de mis escritos no dejo parecer a su vigilancia la menor deviación doctrinal. Entonces si estoy en la verdad, al menos de malentendidos que le sería a usted fácil disipar, los que critico están en el error. Usar el chantaje, las amenazas y la violencia para meterme en la filas de su Reforma es en tal caso inmoral y perfectamente vano. Este ultimátum hace parecer solamente la incapacidad en la que están de legitimar y justificar los ‘actas doctrinales y disciplinarios’ de nuestros nuevos reformadores.

“Es sin ilusiones que requiero de la Autoridad suprema que cambie la inadmisible formula que me impone firmar dentro de tres días. Al mismo tiempo en que me llegaba su ultimátum leía este anuncio del Santo Padre: ‘Vamos a tener un periodo de mayor libertad en la vida de la Iglesia y, por consiguiente, para cada uno de sus hijos. Esta libertad significará menos obligaciones legales y menos inhibiciones interiores. La disciplina formal será reducida, todo arbitrario será abolido...’ Veía con horror en semejantes palabras la consagración suprema de la anarquía galopante en la que se estropea y destruye la Iglesia. Y cuando, continuando, leí: “ Serán igualmente abolidos toda intolerancia y todo absolutismo”, entendí que esta declaración de libertad sonaba el toque de agonía de las justas y santas virtudes católicas: el absolutismo de nuestra Fe, la intolerancia de nuestra Moral divina y de nuestros santos Cánones. Esta liberalización, al ocurrir en un clima de relajo sin freno, pasaría necesariamente por nuestra condenación previa. De hecho, ¿el mismo Pablo VI no declaraba antaño en Ginebra, citando a Lacordaire: ‘Entre el fuerte y el débil, es la libertad que oprime, y la ley que exime’?

“Tenemos todo que temer de esta libertad que se otorga el fuerte, es una violencia que oprime. Lamentamos el tiempo pasado y suspiramos detrás del tiempo futuro en el que, sumisa ella misma a la Ley de la fe, la benigna autoridad romana nos eximía, nos eximirá de todo temor y de toda servidumbre indigna.

“Y puesto que ya no soportan nuestra legítima oposición a sus novedades dichas pastorales y a su Reforma de la Iglesia, habiendo resuelto nuestra perdida, lo que tenga usted que hacer, Eminencia, ¡hágalo rápido!

“En la fiesta de Nuestra Señora del Carmen,
“16 de julio de 1969.
“Jorge de Nantes, sacerdote19

¡“DESCALIFICADO”!

El mes siguiente, el Padre de Nantes se enteraba, ¡por un simple comunicado de prensa! la respuesta de Roma, bajo la forma de notificación de la Congregación por la doctrina de la fe:

“Ciudad del Vaticano, 10 de agosto, afp. El Padre de Nantes desaprobado por el Papa.

“ A la recuesta del Padre de Nantes, la Sagrada Congregación por la doctrina de la fe ha examinado sus escritos y, después de haberlo escuchado dos veces, ha juzgado deber pedirle subscribir una fórmula de retractación de sus errores [¡sic!] y de sus graves acusaciones de herejía llevadas contra el papa Pablo VI y el Concilio [...]. La Sagrada Congregación por la doctrina de la fe no puede sino tomar nota de este rechazo opuesto a su legítima autoridad, al constatar con una extrema tristeza que al rebelarse de esa manera contra el magisterio de la jerarquía católica, el Padre de Nantes descalifica20 el conjunto de sus escritos y de sus actividades por los cuales pretende servir a la Iglesia, aunque da el ejemplo de la rebelión contra el episcopado de su país y contra el pontífice romano él mismo.21

¿Eso es todo?

¡Eso es todo!

Descalificado’, como un jugador sucio en el fútbol. ¡Mucho más! Porque no hubo ningún árbitro –¡por buenas razones!– para sancionar una falta cualquiera cometida en contra de la regla del juego, ¡el jugador ‘se’ descalifica él mismo! Furtivamente, “ sus errores” inhallables son introducidos por fraude.

“El terrible Santo Oficio, antaño, definía los errores sobre los cuales condenaba a los autores si los reconocían y mantenían. La fe del pueblo quedaba por ello instruida y las almas permanecían en descanso. El estilo, es el hombre. Al estilo reconozco al cardenal Lefebvre. El pensamiento se oculta para insinuar el sentimiento exagerado de mi indignidad. La dicha Congregación reformada declara su víctima descalificada y la difama mundialmente sin citar sus errores. La maledicencia es ya fuerte y sus pruebas demasiado débiles.22

A despecho de esta cascada de mentiras flagrantes, ningún periódico romano, ninguna revista oficial, ninguna documentación católica en el mundo dio eco a la protestación del Padre de Nantes, publicando su ‘Profesión de fe’, monumento erigido ante la Reforma de la Iglesia decretada por Vaticano II, Concilio prevaricador. Eso dicho, en ese mes de agosto, en la misma página del Monde, parecía una diatriba de Hans Küng desafiando la autoridad romana que ni siquiera se atrevía a reprobar sus errores manifiestos. Con ese signo y muchos otros, se podía medir la capitulación de Roma ante las fuerzas conjugadas del modernismo germánico y del progresismo latino, y el fracaso definitivo del ‘Año de la Fe’.

COMO UN HIJO EN LA CABECERA DE SU MADRE.

Liberado del secreto jurado, nuestro Padre publicó todas las piezas del juicio23, era su única arma, arma de luz. Ese juicio, lo había ganado, agregando una nueva prueba en favor de la infalibilidad de la Iglesia romana, Madre y Maestra de todas las Iglesias: “Porque vamos, una ‘descalificación’, para contestarle a acusaciones precisas y repetidas, públicas y absolutamente insoportables, contra el Papa, el Concilio, una ‘descalificación’ que ‘notifican’ a la prensa, pero que no es una sentencia del Magisterio y que deja al descalificado en posesión de todo su sacerdocio y hasta de su celebret, ¡qué confesión! qué confesión de debilidad y hasta mucho más, qué confesión de culpabilidad!24

Para evitar reconocer el bien fundado de las críticas del Padre de Nantes, el Santo Oficio no había juzgado. Y la prueba de que la dicha Congregación no estaba orgullosa del proceder, es que la Notificación del 9 de agosto de 1969 ni siquiera figura en la recopilación de los ‘Documentos editados desde el término del concilio Vaticano II’, ¡publicado en 1985 por el cardenal Ratzinger25! El verdadero juicio, que no es el del Padre de Nantes, sino el de la Reforma, permanece pues abierto.

“Como Santa Juana de Arco en las angustias de su juicio y de sus cárceles, conservamos, con la gracia de Dios, el honor y la alegría de permanecer verdaderos hijos de la Iglesia:

¿Se declara usted sumisa a la Iglesia militante?

– Sí, pienso estar sumisa a ella, mas primero Dios.26

La causa contra la herejía estaba pues entendida, cuando ya se perfilaba otro peligro, aquel de la deserción de los fieles, hasta el cisma de los mejores. El 16 de julio de 1969, el día mismo en el que firmaba su ‘Profesión de fe’, nuestro Padre le advertía a nuestros amigos:

“Cada uno de ustedes en este drama espiritual, deberá seguir su conciencia después de haberla informado en las mejores fuentes eclesiásticas y haberla purificado de toda inclinación natural [...]. Pero nunca, nunca se tratará de separarnos de la Iglesia [...]. Nunca pensaremos formar una secta, es decir a dar y recibir los sacramentos fuera de toda jurisdicción dada por el Papa y los obispos de la Iglesia católica romana. Quien lo hace se separa de la Unidad católica, ipso facto, y ya no puede considerarse como nuestro hermano, habiendo caído voluntaria y formalmente en el cisma. Es una cosa seguir su conciencia y protestar contra las herejías y los cismas prácticamente instalados en la Iglesia, es otra la de abandonar a la Iglesia para constituir un simulacro de ella por sí solo. Es un plan del Adversario echar fuera de la Iglesia a los que conservan la fe para que los que la han perdido puedan mantenerse y dominar en ella. ¡Y por eso! nos quedamos...27

Como hijos amantes a la cabecera de su Madre enferma:

“No es el recuerdo de su belleza pasada, de sus bondades cumplidas que me mantiene cerca de ella, defendiéndola contra sus enemigos, echando fuera a los charlatanes, suplicando a los verdaderos doctores, animando a sus últimos hijos fieles. A veces pasa en su mirada un rayo de luz, alguna cosa de la querida sonrisa, de la ternura inmensa de los tiempos pasados. Un instante la vuelvo a encontrar, después la sombra vuelve y todo no es más que fealdad, gemidos, maldiciones. Tengo miedo de perderme ahí yo también. Pero sé que me quedaré junto a ella, venerando, amando, sirviendo esta Iglesia repugnante de podredumbre, en descomposición, porque ella es, hoy, como ayer y por la eternidad, la Esposa única y muy amada de mi Señor. Miro la Cruz y te veo en ella, igualito a ella ahora. ¿Cómo la abandonaría? Estoy seguro que en lo más profundo de esta putrefacción, más allá de ese delirio, su Corazón tapado es el mismo, virginal y ardiente, el Espíritu permanece Santo, la Vida, la vida divina lucha invenciblemente contra el terrible asalto del mal. Mañana, sí mañana, el restablecimiento se hará.

“Es por ella que hoy entendemos tu profecía: “ Esta enfermedad no va a la muerte; es para la gloria de Dios: por ella el Hijo del Hombre debe ser glorificado”... ¡La Iglesia se volverá a levantar! De la larga pesadilla le quedaran más que los estigmas de sus llagas gloriosas a la semejanza de las tuyas, y en su mirada un fuego profundo de indecible ternura por su Esposo que la habrá salvado de la muerte.

“Y creo que la amaremos mucho más aún después de este calvario. Tú su Esposo, y nosotros sus hijos. Es soñando en ese día que demoraremos cerca de ella en la noche.28


(1) Citado en Pour l’Église, t. II, p. 312.

(2) Joven burgués revolucionario que se distinguió durante las revueltas de mayo de 1968 en París.

(3) CRC n° 8, de mayo de 1968, p. 2.

(4) CRC n° 24, septiembre 1969, p. 3-4.

(5) Ibíd. p. 4.

(6) Ibíd. p. 5.

(7) Ibíd. p. 5.

(8) CRC n° 77, febrero de 1974, p. 15.

(9) Aeropuerto internacional de París.

(10) Ac 20, 22-24.

(11) Citado en Pour l’Église, t. II, p. 323.

(12) Carta a los hermanos, julio de 1968. Archivos de comunidad.

(13) CRC n° 24, septiembre de 1969, p. 6.

(14) Cf. CRC n° 23, agosto de 1969, p. 2 b.

(15) CRC n° 24, septiembre de 1969, p. 7.

(16) Ibíd.

(17) CRC nos 7-9 et 12-14, de abril a noviembre de 1968.

(18) CRC n° 110, octubre de 1976, p. 8.

(19) Carta publicada integralmente en la CRC n° 23, agosto de 1969, p. 2c à 2e.

(20) Término deportivo que no existe en el derecho canónico, sin valor jurídico alguno.

(21) Ibíd. p. 2a.

(22) CRC n° 24, septiembre de 1969, p. 8.

(23) CRC nos 23-25, agosto – octubre de 1969.

(24) CRC n° 110, octubre 1976, p. 8-9.

(25) CRC n° 223, junio de 1986, p. 2.

(26) CRC n° 24, septiembre 1969, p. 9.

(27) Carta confidencial n° 12 del 16 de julio de 1969, citada en la CRC n° 23, agosto de 1969, p. 2c à 2e.

(28) Página mística n° 12, “ Esta enfermedad no va a la muerte”, junio de 1969, p. 53-56.