Georges de Nantes.
Doctor místico de la fe católica

25. VICTOR QUIA VICTIMA 
(1996)

Mientras que nuestro Padre se impregnaba de la verdad de la aparición de Nuestra Señora de La Salette y de la importancia de su mensaje[2], en la continuidad de las demás apariciones del siglo diecinueve, el 3 de abril de 1996, entendió como la Inmaculada Concepción es el misterio central revelado en aquel siglo. La proclamación de ese dogma en 1854 fue una victoria, preparatoria a la publicación de la encíclica ‘Quanta Cura’ y del Syllabus, en 1864. Victoria sobre las obras del diablo que son el liberalismo y el racionalismo, como todos los errores que derivan de ellos.

Sí, esta devoción hacia la Inmaculada Concepción es primordial, porque es por Ella que Dios desea realizar la salvación del mundo, en el fin de los tiempos. Y por eso nuestro Padre se preguntó por qué ese dogma no aparecía en nuestro Credo.

Viendo que la jerarquía permitía la invención de Credos cada cual más herético, nuestro Padre decidió que, de ahora en adelante, afirmaríamos nuestra fe introduciendo a la Inmaculada Concepción en nuestro Credo. Sería como una Cruzada victoriosa contra todos aquellos que niegan este privilegio de la Virgen María[3], y contra el Anticristo que devora al mundo. Para vengarse, el demonio iba intentar derribar a nuestro Padre[4].

La ‘Comunidad de los Hermanitos y Hermanitas del Sagrado Corazón’, habiendo sido inscrita en la categoría de las sectas ‘seudo-católicas’ por el ‘informe Guyard’, de inmediato, la jerarquía eclesiástica, encantada por esta noticia inesperada, corrió en refuerzo al Estado republicano laico. Después de Pilatos, era Caifás. 

Mons. Fauchet, obispo de Troyes de 1967 a 1992, siempre había considerado que el caso del Padre de Nantes dependía de la Autoridad romana. Manifestó por el hecho una cierta tolerancia con respecto a nuestras actividades. Al contrario, su sucesor, Mons. Daucourt, lanzó en su Revista diocesana de diciembre de 1995 un verdadero llamado a la delación: “Algunos bautizados del aube (¡sic!) se han separado de la comunión con el Papa y con el obispo. Debemos permanecer vigilantes y no dudar en denunciarlos (¡!) cuando nos enteramos de hechos precisos.[5]

“La Iglesia ha adherido a la República, escribía nuestro Padre el 3 de julio de 1996. La República la devorará. Y el pueblo fiel pagará por la apostasía de la secta dirigente. Oigo el aullido de las bestias salvajes listas a lanzarse en la arena... Pero, traicionados por sus hermanos, sus víctimas serán una vez más una semilla de cristianos.[6]

“OBEDIENTIA IN DILECTIONE.”

El siguiente 27 de julio, el obispo de Troyes difundía en un correo personal, más allá de las fronteras de su jurisdicción, en Francia y al extranjero, una advertencia en contra de nuestro Padre[7]:

El Padre de Nantes enseña doctrinas que están en contradicción con la fe católica, especialmente sobre la Santísima Trinidad, la Virgen María y la Santa Eucaristía.”

Eran sus ‘herejías’.

Además, dirige una comunidad –de la cual es el fundador–“cuando la cesación a divinis lo priva de todo poder de gobierno”.

Era su ‘cisma’.

En fin, el obispo no temía dejar planear las peores insinuaciones al respecto “de la prácticas reprobadas y sancionadas desde siempre por la Iglesia: algunas personas han estado justamente escandalizadas por ellas”.

“Herejía, cisma y escándalo”, era precisamente las acusaciones del Padre de Nantes a Pablo VI, a Juan Pablo II y al autor del cec[8] en sus tres ‘libros de acusación’. Roma nunca había respondido. El obispo de Troyes se encargaba de ello de este modo, devolviendo la acusación contra el demandante.

Sin ninguna prueba en apoyo, ni citación de una proposición cualquiera sacada de los escritos o ¡palabras grabadas de nuestro Padre! sin ninguna encuesta canónica previa, sin que siquiera el acusado haya sido advertido y autorizado a presentar su defensa, Mons. Daucourt lanzaba esas acusaciones en el ámbito público. Ese mismo 27 de julio, el obispo le mandaba por escrito que se fuera de la casa San José: “Quiero ayudarle a buscar, con discreción, el lugar donde podrá tener el apoyo necesario para su conversión.”

Como era imposible comunicarse con Mons. Daucourt, ¡estando de viaje en Alejandría! Fue necesario esperar su regreso a Troyes, el 1º de agosto, para obtener una audiencia. El obispo lo recibió ese mismo día y le ordenó que dejara todas sus actividades, retirándose definitivamente en un monasterio, sin conservar la menor relación con sus hermanos y sus amigos.

Tras esta breve y dramática entrevista, durante la cual el obispo lo amenazó de un escándalo mediático, nuestro Padre nos dijo simplemente: “Recen para que sepa dónde está mi deber.” En efecto, conoció en ese momento un trágico descuartizamiento, hasta que volviera la luz en su alma.

“Nunca demandé a nadie, le explicará a sus amigos, por la única defensa de mis intereses (no tengo ninguno) ni de mi reputación (¡siempre desfalleciente!), siguiendo en todas las circunstancias, con delicia, la línea de la mayor pendiente de la abyección en la que me echaban... Sin embargo es cierto que hice apelo al Papa cada diez años desde 1965, pero no por mi defensa: por la de su infalibilidad y por su salvación eterna.[9]

El obispo pretendía echar a un lado el litigio doctrinal y se las hacía tan sólo contra la teología mística del Padre de Nantes como a su vida privada, en plena ilegalidad, tanto desde el punto de vista de la ley civil como de la ley de la Iglesia. Nuestro Padre optó en no tomar su defensa y sacrificarse para preservar a la vez a la Contra Reforma católica y a sus comunidades.

“El camino evangélico, había escrito el Padre de Nantes, tan cruel como sea, en esos momentos de pasión homicida, es callarse [...]. Jesús se calló, en su Pasión, él el Santo, él el Inocente, la purísima Víctima. En cuanto ya no era cuestión de su Verdad sino de su Persona, se ofreció a los golpes, a los escupitajos, sin defensa... ¡Entonces, nosotros![10]

El 6 de agosto, le escribía a Mons. Daucourt que se iba de inmediato, el día siguiente, para retirarse al monasterio de la gran Cartuja. En la tarde, vimos en comunidad ‘El pobre bajo la escalera’, la obra teatral de Henri Ghéon[11] actuada por los Canadienses, y me hacía preparar su maleta en secreto para irnos de la casa en la noche, como San Alexis... Dejando un papelito en el mueble de la sacristía:

Hermanos y hermanas, mi bendición. No lloren, porque es el buen vía Crucis. Obedientia in delectione. Fray Jorge de Jesús.

En el coche, me dijo que había que obedecerle al obispo: “¡Por fin me dirige la palabra!” Su confianza en la Iglesia, o más bien su fe  en la Iglesia, le hacían encomendar a sus hijos a su santa guardia, con una soberana y alegre libertad, sin espíritu de vuelta: obedientia, sumisión a la Voluntad divina expresada por la autoridad legítima; fuerza y ánimo mutuos in dilectione, en la caridad fraterna.

También me dijo: “La piedad es lo que los salvará.”

¡POR TI INMACULADA CONCEPCIÓN, 
PARA SIEMPRE, LA MADRE DE TODOS NOSOTROS!

En la gran Cartuja, el Padre general, dom André Poisson, le dio el alojamiento del ‘pobre bajo la escalera’, y buscó comunicarse con el obispo para recibir órdenes, en vano... Al cabo de cuatro días, le declaró a nuestro Padre que no podía recibirlo, dado su oposición al Concilio. Él mismo, al igual que todos los cartujos, adhería a las doctrinas del Concilio y de los papas Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, ‘sin ningún problema’, al menos lo pretendía.

“Esta conversación me precipitó en una profunda turbación, una angustia sin solución, contará nuestro Padre. Era pues necesario que organizará mi partida, ¿a dónde? Ya no tenía mi agenda, ya nada... El teléfono anticuado de esta parte del monasterio funcionaba mal y el obispado de Troyes no contestaba.”

Mons .Daucourt no habiendo consignado ninguna orden, nuestro Padre volvió el 16 de agosto a la casa San José. Y luego fue al campamento de nuestra Comunión falangista donde asistió a la representación de la obra ‘Tomás Moro o el hombre libre’ de Jean Anouilh, actuado por nuestros falangistas. Quedó muy impresionado:

“A medida que nuestro Tomás Moro caía en las redes que le eran armadas, sabiéndolo, queriéndolo, nos pareció que anunciaba en figura todo lo que pasaba. Sobre cada uno de los personajes, era fácil ponerles nombres de hoy. Y todo eso debía desembocar en la torga ¡en la que el hacha ya dominaba la escena! [...] Aquel día entendí la necesidad de uno de mantener secreto su pensar y desaparecer un momento en la sombra del santuario para darle una chance a la paz.[12]

El día siguiente, nuestro Padre se fue a su estancia anual en Canadá. Una confidencia a nuestros hermanos y hermanas revela sus luchas íntimas: “Es difícil perdonar. Hay que conformarse al Sagrado Corazón de Jesús. Mi primera preocupación es el regreso de la jerarquía a la verdadera fe católica. No debemos estancar al debate sobre la injusticia que me es infligida, a fin de no perjudicar el combate por la fe y entonces, a la Iglesia.[13]” Para estar seguro que le perdonaba a sus calumniadores, inauguró una pequeña devoción que nos recomendó: “Persignarse y agregar poniendo la mano derecha abierta en medio del pecho: ‘¡Por Ti Inmaculada Concepción, para siempre, la Madre de todos nosotros!

“¿Saben por qué me apliqué a ello con una firme y fervorosa voluntad? Porque si yo no perdono, no seré perdonado, y si ahora en el momento presente, el recuerdo de los demás vuelve sin ser la ocasión de una caridad verdadera y entera, mis faltas vuelven al único Corazón de Jesús y María con indignación contra este niño mimado... Entonces, la Inmaculada es invocada como Mediadora para solucionar nuestros problemas, pero en cambio la invocación ‘la Madre de todos nosotros’ incluye a todos aquellos que no sé qué... y no sé cuánto me hicieron... todos, no son todos ‘los hombres’, ¡somos todos nosotros! Y el ‘para siempre’ quiere decir: sin espíritu de venganza o de proseguir una defensa personal cualquiera. Y también para que nos volvamos a encontrar todos, sí, ¡todos! en el Cielo. El infierno, es demasiado, demasiado, demasiado terrible. No se lo deseo a nadie.”

Otro día, hizo notar esta palabra del Eclesiástico: “Acepta todo lo que te pase y sé paciente cuando te halles botado en el suelo, porque así como el oro se purifica en el fuego, así también los que agradan a Dios.” (Sir 2, 4-5) Y comentará: "El oro y la plata pasan por el fuego para quedar limpios de sus impurezas, y el hombre, por la humillación. ¡Qué maravillosa moral! Es el ‘camino bajo de la perfección’. Es menester achicarse ante Dios, caminar en la abnegación, no reclamar nada, nunca protestar. Pidamos a Dios ver, no la mano que nos golpea, sino la voluntad de nuestro amantísimo Padre Celestial que, por esos medios, quiere sacar de nuestras almas más virtudes, más paciencia, más amor.

Nuestro Padre nos exhortaba a la fidelidad agregando: “Compartir las pruebas de su Padre, es todo el honor de un hijo.”

A propósito del martirio de San Esteban: “La predicación, por ser eficaz, debe ir hasta el sacrificio. Y el sacrificio atestigua de la verdad de la palabra.

Al leer el Libro de la Sabiduría, notaba: “Más es perseguido el justo, más va hacia Dios con gozo y alegría.” Era el fondo de su alma. “Por mí, nos confiaba, desde ciertos eventos íntimos, ya no tengo ninguna propia voluntad, ninguna tendencia egoísta, ninguna ambición.” Si el obispo renovaba su orden expresa, estaba listo a dejar todo de nuevo: “Lo haré con alegría, por obediencia, y contento de encontrarme en una desnudez y una reclusión saludables a mi alma, y fuentes de gracias seguras para todos ustedes.”

Ante Nuestra Señora del Cap[14], nuestro Padre recibió la gracia de entender “que hay que cargar su cruz, porque es verdaderamente sobrenatural aceptarla sin imaginarse que Papá-Dios se las trae contra nosotros, puesto que nos manda pruebas”.

“ESTO SERÁ ÚTIL A LA IGLESIA.”

El 25 de agosto, después de haberle dado el hábito a nuestro hermano Francisco María, nuestro Padre recibió un fax de Mons. Daucourt ordenándole retirarse en tal monasterio. Obedeció con un cierto entusiasmo: “Me voy, le dijo a las comunidades, no a causa de los chismes de comadres, sino porque es imposible entenderse sobre la fe con el obispo. Vamos a pasar por un túnel sinuoso, pero para salir a la luz. Eso será útil a la Iglesia. Es eso lo que galvaniza.”

Y el mismo día, le contestaba al obispo de Troyes: “Me encomiendo enteramente a Su Excelencia del cuidado de hacerme aceptar en un claustro, detrás de los muros, cerca de una comunidad, o en su seno, abandonando todo derecho a la palabra, a la correspondencia, a las relaciones exteriores, en una exacta obediencia a los superiores... conservando tan sólo la libertad inalienable de mi creencia íntima.”

La condición capital que nuestro Padre ponía a su reclusión era que guardara su libertad de profesar en lo íntimo la fe católica, entonces de rechazar las herejías del concilio Vaticano II.

Para el resto, estaba listo a todo: “No murmuraré ni en el trabajo, ni en la oración, ni en la vida de comunidad, tanto como mis fuerzas me lo permitirán, y eso durante todo el tiempo que se me será pedido por usted mismo o por sus sucesores... Si lamento dejar todo, todo lo que no me atrevo evocar, créame que pensar en la clausura monástica y la soberana aplicación en Dios sólo me son una atracción superior a cualquier otro pensamiento.”

El 5 de septiembre, Mons. Daucourt le respondió:

“Tomó acto con lamento y gran tristeza de lo que me escribe de su imposibilidad de adherir a ciertas doctrinas del segundo concilio del Vaticano y de la enseñanza de los papas Pablo VI y Juan Pablo II. El superior del monasterio (de Hauterive en Suiza) toma acto también y lo acogerá pues estando al corriente de su caso para una vida de oración y de trabajo, de silencio y de discreción total de su parte.”

El obispo lo enviaba allá para morir: “Hele aquí en una nueva etapa de su vida. Que sea la de un camino de paz que lo prepare al gran encuentro del Señor.”

Nuestro Padre ponía en práctica el artículo 73 de nuestra Regla, relativa a la reclusión que “consistirá en una soledad acrecentada en la que los hermanos no tendrán ningún contacto con el mundo, ni directo ni indirecto [...]. Lo que caracterizará la reclusión será la abyección y el olvido aceptados sin límite por amor a Cristo, como siervos inútiles.”

Tal era el secreto del corazón de nuestro Padre: “Quise, dirá más tarde a fray Vicente, mostrarle a Jesús y a María hasta donde deseaba humillarme por su amor.”

Antes de irse de Canadá, nuestro Padre comentó la ‘Oración sacerdotal’ de Jesús (Jn 17), parando la consideración en el versículo 11: “ ‘ Padre Santo, guárdalos en ese Nombre tuyo que a mí me diste, para que sean uno como nosotros.’

“¿Qué debemos entender? Una lección que llega en hora buena en estos momentos [...]. Es cierto que nos han ‘decapitado’.” Mas si verdaderamente esta obra es católica, a pesar de todo nuestra comunidad permanecerá ‘una entre ellos’ en virtud de la fuerza divina, el Espíritu Santo haciéndonos a todos ‘uno entre nosotros’. En esta separación, podríamos amarnos mutuamente en Dios. “De este modo, nuestros corazones no se separan, no se olvidan. El mío en su reclusión será mucho mejor todo para todos, y todos lo tienen totalmente. Porque son uno entre ellos, en Dios.[15]

Y a una de sus dirigidas, le hará escribir: “Estoy contento que nuestros caminos convergen en la alegría de la Cruz.”

De vuelta a Francia, antes irse, en el mayor secreto, al monasterio de Hauterive, nuestro Padre pudo hacer una rápida mas ferviente peregrinación a La Salette, el 19 de septiembre, para el ciento cincuenta aniversario de las apariciones: “Peregriné en esta montaña de La Salette, país de la penitencia y del perdón, siendo indigno de merecer un destino mejor. Mas con este sacrificio, espero merecerle la gracia a nuestros peregrinos del 13 de octubre, de ver abrirse en Fátima los benditos tiempos de la restauración católica y real, secretos de La Salette, victoria de María con el Corazón Inmaculado, trayéndole la paz al mundo.[16]

“SÓLO DIOS”... Y TODOS NOSOTROS “EN ÉL”.

El domingo 23 de septiembre, conduje a nuestro Padre al monasterio cisterciense de Hauterive, en Suiza, donde el Abad, el Padre Mauro Lepori, le dio una recamara de huésped, en el segundo piso de la abadía.

El Padre de Nantes había sido exiliado en el monasterio de Hauterive en Suiza por el obispo de Troyes, Mons. Daucourt. Ahí es donde durante cien días de reclusión, redactó el panfleto decisivo Vaticano II, Autodafé. Fue “una batalla sangrienta contra esta invasión de Satanás, sufrida por la Iglesia desde hace treinta años, y que debí llevar con el auxilio de la Virgen María”.

Y empezaron ‘cien días’ de absoluta soledad, que debían, en su mente y la nuestra, durar al menos tres años, pero en la mente de Mons. Daucourt, era para el resto de su vida.

Su despertador sonaba a las 4h de la mañana. Se levantaba rápidamente, recitaba un Yo te amo, María y se daba la disciplina, y de ahí se dirigía a la iglesia del monasterio pasando por el exterior, cual sea el temporal. No tenía permiso de entrar en la clausura como lo hacían los demás ejercitantes. Nuestro Padre era considerado como un sacerdote indigno que debía vivir a un lado de la comunidad, en una condición humillada.

Tras haber asistido al oficio de las maitines, regresaba al segundo piso del monasterio para celebrar la Misa en la capillita de los huéspedes, que no estaba bonita, salvo su sagrario cuya puerta estaba ornada con un Cristo en los ultrajes muy conmovedor. “Besé su planta columna como Santa María Magdalena besaba los pies de Jesús crucificado. Lo hice con el permiso de mi confesor que, él, me dijo, ponía su cachete contra el sagrario.

Celebraba su Misa solo, sin ningún monje para ayudarle de acólito. “Cuando me volteaba para el Dóminus vóbiscum, no veía más que sillones vacíos, y sillones modernos, vulgares. Pero me imaginaba que todos, los hermanos y las hermanas, estaban aquí. Me dirigía a ustedes.” Nuestro Padre rezaba por nosotros, por la Contra Reforma católica, pero “sin jamás acoger pensamientos, proyectos, deseos y temores concerniéndonos”, conforme lo había escrito en sus resoluciones.

En efecto, al entrar en soledad, se había puesto a la escuela de San Juan de la Cruz: “Heme aquí alojado en una soledad y un secreto forzado tan especial que me encuentro aquí, peor que en la cárcel, en un calabozo mental y afectivamente semejante al de Toledo. Deliré por ello de entusiasmo, y, como me he vuelto hacia nuestra Madre querida, me sentí reconfortado e introducido en compañía de San Juan de la Cruz para esta vez lograr lo que tuve diez veces la ilusión que iba hacer, que hacía, y que había hecho... ¡sin haber siquiera empujado la pesada puerta de entrada!” ¿y bueno pues qué? “Volverme santo, por gracia, para los míos. ¡Y sin mentir!”

Cuando volvió, queriendo atraernos en pos de él, nos confiará: “Volví a tomar La subida del Carmelo. ¡‘Dios sólo’! La cautela de San Juan de la Cruz se impone a mí. La leí atentamente tomando apuntes. Y en el estado en el que estaba, no me costó establecerme en el olvido y la mortificación de mis tendencias. Verdaderamente, estaba cortado, retirado del mundo. Era una gracia, ayudado por el simple hecho de haber dejado la casa, a los míos, ponerme en el estado del ejercitante que busca a Dios y a Dios sólo.

“Era el olvido, la mortificación de las tendencias. Digo bien de las tendencias, porque no es mortificar a los seres que uno ama, sino mortificar su apetito de consuelo exterior. Yo mismo estaba sorprendido de estar tan libre en cuanto a todo. Hasta los llantos abundantes que derramé y ahí y por allá, no era una tristeza humana, la pena de ya no tener alrededor de sí a los que uno ama; perdónenme que les diga eso, pero me eran completamente indiferentes. Eran más bien llantos liberadores, no nostálgicos, purificantes.

“Verdaderamente era el amor a nuestro “amantísimo Padre Celestial’. Estoy muy feliz de haber innovado esta fórmula porque es cierto que Dios es terrible, majestuoso, omnipotente, justo juez, es muy cierto, ¿mas por qué no tendríamos derecho a decirle ‘amantísimo Padre Celestial’?...

“Mi amor a este amantísimo Padre comportaba el amor de este amabilísimo y adorable Jesús, y de la Virgen María. Esta presencia, esta oración, esta adoración del Padre Celestial suscitaba la presencia de Jesús, del amabilísimo Jesús y de la Virgen María.”

En la mañanita, nuestro Padre interrumpía su trabajo para ir a recitar su rosario, en la capilla de los huéspedes. Ahí también meditaba los salmos. “Cuando está uno secuestrado, como lo estaba, los salmos de aflicción te llaman la atención, responden a tu angustia.” Además, recitaba ¡verdaderamente! La oración de la agonía compuesta por la madre María del Divino Corazón

Oh mi dulce Salvador, me precipito hoy, una vez más y sin reserva, entre tus brazos. Entre más todos los apoyos exteriores se quiebran y desaparecen, entre más me encuentro aislada, entre más crece la soledad alrededor de mí, más fuertemente me apoyo en Ti y pongo toda mi confianza en Ti [...]. Haz que, en la celda solitaria y en la íntima recamara del corazón, olvide a todas las criaturas en el dulce beso de tu amor [...].”

Los apuntes de nuestro Padre revelan que en un momento crítico, dejó a un lado a San Juan de la Cruz para volver a tomar a San Francisco de Sales. Al evocar los torrentes de amor que se encuentran en éste, no afectivos, sino humanos, su alma nadaba en esta caridad viva creada, plenamente espiritual, que sólo concordaba con las abjuraciones de San Juan de la Cruz de abandonar lo sensible. Ya no estaba en lo sensible. Estaba en la oración en el amor de su amantísimo Padre Celestial, Padre de Jesús y Creador de la Virgen María. Era el hijo de Dios, hermano de Jesús, hijo de María.

“Es el camino de la infancia del cual Santa Teresa del Niño Jesús es el doctor incomparable, ella misma discípula de San Juan de la Cruz como de San Francisco de Sales. Jesús Niño se ofrece a aquellos que se vuelven niños tan lejos de su intelectualismo desecante como de la sensualidad de los ‘alumbrados’, de los ‘iluminados’ en los tiempos de San Juan de la Cruz, de los cuales hoy en día los carismáticos son la copia exacta.

“Cuando llegó Navidad, estaba en buenas disposiciones para regocijarme de la infancia de Cristo.”

Sé que me echaron a un lado, no para tener tiempo de escribir ese libro, sino porque Dios quería que logre unificar en mi propia vida la dulzura de la oración, saborear la sabiduría sobrenatural con la polémica tal como los Padres de la Iglesia siempre dieron el ejemplo de ello, sumamente, unidos a Jesús y María.”

UN COMBATE SINGULAR CON EL ANTICRISTO Y EL DIABLO.

En Canadá, antes de regresarse, nuestro Padre le había dicho a nuestros hermanos: “A mi edad, una sola cosa cuenta: la derrota de Satanás y la condenación del Concilio Vaticano II.” Y a propósito de la herejía de la libertad religiosa: “Preferimos morir antes que pasar en el otro campo o adormecerse en un monasterio bien cerrado, mas asfixiado por el Concilio y por el Papa.”

El Padre de Nantes, “encerradísimo en ‘Hauterive’, no se dejó asfixiar. Le pidió al Padre Abad un ejemplar de los Actas de Vaticano II, y emprendió la lectura sin ningún otro documento. Para penetrar mejor su sentido, copio a mano sus textos, anotando a medida sus reflexiones críticas. Con una escritura un poco temblorosa, en la que se discernía los primeros ataques de su enfermedad, llenó uno, dos y pronto tres cuadernos escolares.

“Fastidiosa a cada continuación, esta labor se volvía en poco tiempo apasionante, y unos textos copiados, analizados, examinados así, creo que puedo decir que conozco su fondo, su forma, sus intenciones pregonadas y hasta las segundas intenciones más secretas de los autores [...].

“Mis críticas de antaño volvían, pero tan gravemente reforzadas que, día tras día, me parecía como un deber por la salvación de las almas, por la santidad indefectible de la Iglesia, y aún más por la Verdad de Dios, y tan sólo por el único honor y reputación de la inteligencia humana y cristiana, que esos textos sean revisados, corregidos, y en su mayoría, me atrevo a decirlo... para el conjunto, retractados por los mismos Padres que los han promulgado, o sus sucesores, por lo humanamente aberrantes y dogmáticamente heréticos, subversivos, hasta para gritar. La causa de la ruina de la Iglesia está ahí, bajo mi escalpelo, y hay que erradicarla.[17]

A pesar de estar dedicado a esta ruda polémica, nuestro Padre no perdía un instante el sentimiento de la presencia de Dios. “Esa soledad, esas horas de trabajo, de oración, confiará, han sido para mí una etapa de mi vida. Puedo decir, ahora que logré, espero que Dios me conservará esta gracia, una difícil conciliación: pasando de una vida mística, es decir una vida en el amor a Dios el Padre, a Dios el Hijo, al Espíritu Santo en el Corazón Inmaculado de María, tranquila, alegre y confiada, totalmente enfocada sobre la misericordia de Dios, en pleno abandono a la Santísima Trinidad, y pasando de eso a la polémica espantosa que tuve que llevar contra el Concilio estudiándolo de arriba abajo, volviendo a leer las absurdidades y las blasfemias que promulgó como actas de su Magisterio.[18]

Era un combate singular con el diablo que daba con el rosario en la mano, implorando el socorro de la Virgen María.

“El espíritu de Satanás se manifestaba en cada uno de esos capítulos, que había denunciado en ese momento, pero como un joven sacerdote que no se atreve a dar toda la fuerza de sus propios razonamientos. Esta vez, no era posible no dar una batalla sangrienta contra esta invasión de Satanás en pleno Concilio y que continua desde hace treinta años.[19]

Hoy, podemos decir: desde hace cincuenta años. El fruto de ese combate apocalíptico fue el Autodafe[20], la más sana y la más saludable de las obras teológicas del siglo veinte. No vacilamos en ver en ello la realización de la profecía de don Bosco, anunciando que ese siglo no se terminaría sin que la Inmaculada se haya llevado una magnífica victoria. Esta victoria es la redacción de este libelo ‘místico’.

“Mi socorro era interrumpir este estudio y volver a la capilla, y preguntarle a nuestro Padre Celestial ¿cómo era posible que todos hayan participado a este viento de demencia, hasta un Albino Luciani, el futuro Juan Pablo I... y por qué aberración o ‘desorientación diabólica’, todos hoy todavía y hasta esos santos monjes con los que trataba, adherían a ese neo-cristianismo, a esta gnosis modernista que ya había condenado San Pío X y toda la tradición milenaria? Es entonces que, caminando a los largo del río cercano, me rozó como un vértigo la idea, la tentación de un suicidio que resolvería el insoluble problema ignaciano del ‘quid agendum?’ ¿Ahora qué debo hacer?

“La respuesta era: rezar, trabajar sin descanso, y publicar esta crítica literal, sin ningún otro cuidado que el de la Verdad, en un libro con el reluciente título de un libelo: Vaticano II, el Autodafe... y dejar la Iglesia cumplir con su deber, el mío siendo este último ensayo, terminado.[21]

Así la Inmaculada protegió a su hijo, a lo largo de este exilio.

“Sé que fui puesto aparte, dirá, no para tener tiempo de escribir este libro – que será publicado, será menester que sea publicado–, no para tener tiempo para meterme en ello, sino porque Dios quería que logre unificar en mi propia vida la dulzura de la oración, el sabor de la sabiduría sobrenatural con la polémica tal como los Padres de la Iglesia siempre supieron dar el ejemplo, ellos, supremamente, unidos a Jesús y María. Los Padres de la Iglesia pasan de las mayores elevaciones místicas a las iras más violentas contra los heréticos, como ya lo hacía San Pablo interrumpiendo bruscamente sus efusiones de amor, en la Carta a los Filipenses, para combatir contra esas personas que quieren suplantarlo en el corazón de sus comunidades: ‘¡Cuídense de los perros, cuídense de los obreros malos, cuídense de los que hacen incisiones!’ (Fil 3,2)”

LAS TORPEZAS DE UN OBISPO ‘VIGILANTE’.

De este terrible combate, en “la abyección y el olvido aceptados sin límite por amor a Cristo” nuestro Padre salió victorioso pero lastimado. Durante ese tiempo, nuestras comunidades aplicaban a la letra lo que había previsto para ellas en su sermón de despedida a los Canadienses: “Les he enseñado la doctrina de Jesús. Les he dado el amor a la Virgen María. Me puedo ir. Continuarán sin mí. Y, al continuar sin mí, le cerrarán el pico a todos mis calumniadores.”

En septiembre, cuando Mons. Daucourt estuvo seguro que nuestro Padre no volvería, nos intimó la orden de escoger entre tres soluciones:

1º volver al mundo,

2º entrar en otra comunidad,

3º permanecer en comunidad bajo el título de una asociación de laicos de hecho, pero bajo mi ‘vigilancia’, decía el obispo, ‘con encuesta canónica’ y todo lo que seguiría.

El 12 de septiembre, todos los hermanos de la casa San José y todas las hermanas de la casa Santa María respondieron personalmente a Mons. Daucourt que querían continuar a vivir en comunidad, en las mismas condiciones. Además, le advertía yo que no nos moveríamos del satu quo mientras que el juicio doctrinal no fuese dado sobre el proceso hecho por el Padre de Nantes al concilio Vaticano II.

La primera tentativa de Mons. Daucourt para hacernos adherir o dispersarnos había fracasado. Dos meses más tarde, el obispo volvió a coger la pluma para acabar con ello. El 27 de diciembre de 1996, nos escribió:

Hermanos y hermanas en Cristo [...]. sigo preocupado por su situación. Ésta no sabría durar [...]. Por eso, debo continuar a llenar mi tarea de obispo no para destruir, sino para ayudarles.” Y nos proponía el encuentro de un monje teniendo “una larga experiencia de responsabilidad al servicio de las comunidades monásticas”.

No para destruir’... La palabra revelaba intenciones mal disimuladas. Le hice pues notar:

“Se trata de saber si todavía somos católicos recusando la religión del concilio Vaticano II [...]. Esa pregunta de todas formas rebasa la competencia del monje que encargó usted que nos viera.” Y le anunciaba que, con fray Gerardo, iba a visitar a nuestro Padre en Hauterive “para preguntarle si nuestra obediencia debía ir hasta dejar que destruyeran la Contra Reforma católica”[22].

En el mismo momento, nuestro Padre recibía como regalo de Navidad de Mons. Daucourt, las obras completas de Santa Teresita del Niño Jesús, y se cachó murmurando: “Timeo Danaos et donas ferentes. Temo a los Griegos, hasta cuando traen regalos.” La carta que venía con el regalo agravó su tormento. El obispo le daba noticias de los hermanos y de la hermanas: “En la discreción y la paciencia, quiero ejercer mi responsabilidad con respecto a ellos para que tengan un estatuto canónico, un superior legítimo [¡!] y un capellán, pero actualmente es muy difícil.[23]

Se volvía cada vez más patente que el obispo se aplicaba en obtener nuestra disolución para que desaparezca la CRC. Sólo nuestro Padre podía defendernos, a la vez sobre el fondo –sólo él podía llevar un semejante combate doctrinal– y en derecho: es el estado inacabado de su proceso, abierto en Roma en 1968 y jamás concluido, que cubría con su escudo canónico la legitimidad de continuar nuestra obra CRC. De manera que no estábamos acatados a obedecer a las voluntades de Mons. Daucourt, de quien nuestro Padre suputó que en Roma, se le calificaría de ‘torpe’. Así es que, en la tarde del 2 de enero, Fray Gerardo y yo partimos a Suiza, a rogarle a nuestro Padre que volviera.

RUPTURA DEL ARMISTICIO Y VUELTA AL COMBATE: 
¡LA CRUZADA POR LA FE CATÓLICA CONTINÚA!

Al llegar a Hauterive, en la mañana del 3 de enero, nos llevó a la capillita donde decía solito su Misa cada mañana. Lo vimos acostarse en el piso rodeando el pie-columna del Sagrario, a imitación de María Magdalena al pie de la Cruz, y levantándose, apuntó con el dedo la puerta del sagrario sobre la cual estaba esculpido un Cristo en los ultrajes al que le besó la rodilla. Nos contó después como había sido constantemente ‘ayudado’, durante esos cien días, con una gracia cotidiana, siempre sonriéndole a todos, ‘gente honrada’ de servicio o de pasada. Grande, indecible era nuestra alegría de volver a encontrar a nuestro Padre terrestre, imagen de nuestro ‘amantísimo Padre Celestial’, con nuestro amor de hijos, de hijos de María.

1997, vuelta de exilio. Nuestro Padre volvió a la casa San José para el último combate, no el suyo, sino el de la Santísima Virgen, fuerte como un ejército preparado para dar batalla: “Para nosotros, eso debe ser el principio de una nueva época, de una nueva manera de pensar, de vivir, de actuar. Es poner a la Santísima Virgen en el primer lugar como siendo la verdadera Soberana de la comunidad.”

Al subirnos a nuestro coche para volver a casa, creyó oír a nuestro amantísimo Padre Celestial decirle: “Me gustaría mucho que ahora te excomulguen.” En efecto, si hubiera sido excomulgado, eso hubiera hecho rebotar su proceso por la defensa de la fe. Desafortunadamente no pasó nada.

Sin embargo, mientras que volvía a Francia, nuestro Padre fue invadido “por una alegría formidable, perfectamente lúcida: por primera vez desde 1944, me sabía libre en mi fe católica y en mi nacionalismo francés, monárquico. En medio de un mundo y de una Iglesia caídos en el esclavitud del Maligno, había yo obtenido el derecho de quitarme todas mis servidumbres, de no disimular nada y de hacer frente, como San Jorge, mi patrón, como San Miguel, como David, a todas las espantosas y apestosas bestias del Apocalipsis.[24]

Y por eso, al aceptar volver a la cabeza de sus comunidades, nuestro Padre sabía lo que le esperaba: “Vuelvo, nos dijo, para un duro vía Crucis que deberemos recorrer juntos. Volví porque no quiero que su demoledora (Papas y obispos) aplasten el último bastión de la fe. Todo les es permitido, no encuentran ya ningún obstáculo. Pero aquí, decimos: ‘¡Alto ahí, no hay paso![25]

A la pequeña muchedumbre de nuestros amigos que acudieron a la casa San José para la Epifanía: “Les aviso que entramos en un tiempo de apostasía en que los que serán fieles a Cristo irán al Cielo, pero serán martirizados. No corramos al martirio, seamos prudentes, no nos aventuremos, ya no hagamos ruido en las calles y en los desfiles de Juana de Arco... Mas pidámosle a Dios, simplemente, de darnos la gracia de ser fieles. Apretemos nuestros lazos, como lo hicieron maravillosamente durante estos últimos meses. Y estemos seguros que estamos decididos, todos, tantos como seamos, en nuestra comunidad, de no dejarnos descuartizar, si no como mártires.”

Unos días antes, el 2 de enero, el santo y lamentado Padre Henri Saey, de la diócesis de Montreal, consultado por nuestros hermanos con respecto a nuestro Padre, le decía con seguridad:

Les dio un ejemplo admirable de obediencia en septiembre. Pero ahora, es su deber salir y volver a tomar la cabeza de la Contra reforma católica; es su ‘carisma’, es defensor de la fe, él sólo puede hacerlo.[26]

ABNEGACIÓN.

¿Qué iba a suceder? Sin simularle nada a sus amigos ¡ni a sus enemigos! el Padre de Nantes veía el porvenir según tres hipótesis:

“La primera, que nos satisficiera humanamente, sería prolongar el statu quo vivido pasiblemente desde 1966, según la célebre palabra de Gamaliel en el Sanedrín reunido para juzgar a Pedro y a Juan:

“ ‘Si su proyecto o su actividad es cosa de hombres, se vendrán abajo. Pero si vienen de Dios, ustedes no podrán destruirlos, y ojalá no estén luchando contra Dios.’ (He 5,38-39)” Sin embargo, hacía notar nuestro Padre, “me parce que Papá-Dios no es favorable a esta solución de facilidad, en la que la Iglesia se atasca en el relativismo y una indiferencia que tan sólo aventaja al diablo”.

La segunda vía era “la del rigor inflexible del proceso dogmático, reclamado por nosotros sin que nada se mueva desde hace treinta años, del tribunal romano competente”. No basta con exclamarse: “¿Cómo un solo hombre puede tener razón contra todos?” porque ese argumento, explicaba el Padre de Nantes, “se vuelve contra su autor: ¿cómo es posible que toda la Iglesia jerárquica esté en jaque por un solo oponente desde hace un cuarto de siglo? Acaso le hacen falta la inteligencia, la fuerza, voz para argumentar, enseñar, juzgar y finalmente condenar a un sacerdote aislado diciéndose estar seguro de su única fe católica y recusando las novedades conciliares?”

Queda pues una tercera vía, “que ¡desgraciadamente! parece haber sido activada, y hace llorar a los ángeles del Cielo [...]. Consiste en reducir al adversario del Poder con declaraciones venenosas, mentiras diplomáticas, llamados a la opinión, prohibiciones arbitrarias de recibir los sacramentos, el complot del silencio, el rechazo de cualquier proceso legal, sin meta alguna sino asfixiar a los oponentes con una cascada de negaciones de justicia en la que la Autoridad se descalifica [...]. Sufriremos todo, hasta esta agonía si nuestros Pastores toman la terrible responsabilidad de ella. ¡Mas con la ayuda de Dios, no flaquearemos![27]

Todo el año 1997, y hasta los dos años siguientes, van a pasarse bajo el signo de esta prueba aceptada y ofrecida por la salvación de la Iglesia. “Foris pugnae, intus timores, por fuera enfrentamientos, y por dentro temores.” (2 Co 7, 5) Había llegado la hora de amar, sufrir, y vencer al Adversario con el sacrificio.

Sin embargo, en medio de tantas angustias y penas, el Padre de Nantes iba a moler el trigo más puro con su doctrina mística, aquella misma por la cual se le perjudicaba, con una plenitud sinigual que harán que lo proclamen algún día doctor de la Iglesia. Porque esta doctrina forma, para el combate presente y para el reino por venir de los Santísimos Corazones de Jesús y de María, un fruto de ‘ternura y devoción’, como se complacía en decir, con una fecundidad apostólica incomparable.

“PROCLAMAR EL EVANGELIO CON TODA SU VIDA”.

El 6 de marzo de 1997, después de haber recordado por que pruebas había pasado en Hauterive, nuestro Padre nos advertía que todos seríamos acribillados: “Jesús se lo dijo a sus discípulos. Regocijémonos porque todo nos resulta bien. Estamos en la mano de Dios. Eso no quiere decir que no habrá, muy cerca de cada uno, un Viernes Santo interior. Nadie lo sabrá, pero tendremos ganas de cortarlas con Dios, cortarlas con nuestra vocación. Es una tentación del demonio. Hoy todo el mundo debe pasar por ahí. No es una razón para ceder, mas parar ayudar y amarse mutuamente.”

El mismo día recibía una carta de Mons. Daucourt. Esta vez, era el enfrentamiento. “Verdaderamente, no inventaron nada”, nos dijo nuestro Padre después de leer la carta. La vida de San Ignacio, de la cual había meditado el ejemplo en Hautervie, está llena de las mismas calumnias. Y nuestro Padre concluía con una sonrisa: “Finalmente, la historia de la Iglesia ¡es apasionante! Afortunadamente me fui, para encontrar a Dios. Afortunadamente volví, porque nada me derriba. ¡Tengo una valentía impresionante! Sólo que de vez en cuando, mi cabeza estalla, es una terrible contención.”

Al publicar su ‘monición canónica’ en la Revista diocesana, enviada de inmediato a la prensa, el obispo de Troyes ponía el asunto en la plaza pública. Después de haber pasado por unas angustias terribles, nuestro Padre respondió, ayudado por el canonista de la comunidad, el 19 de marzo de 1997, en la fiesta de San José, con una demanda de anulación o remisión, refutando punto por punto sus imputaciones calumniosas como sus formas de proceder arbitrarias e ilegales[28].

Unos días más tarde, nos predicaba con ardor el retiro de la Semana Santa con el Padre de Foucauld, en hijo bien nacido de pensamiento y corazón de ese Padre venerado: “Él también, al morir, no tenía nada que darnos, mas nos dijo: ‘A ustedes, mis Hermanitos, les dejo mi corazón... para que vayan como yo hasta el extremo del Amor en todo, siempre y en todo lugar.’[29]

De hecho, el testamento del Padre Carlos de Foucauld será: “Nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tengamos para unirnos a Jesús y hacerle bien a las almas.” (Carta del 1º de diciembre de 1916, día de su martirio)

A partir del mes de mayo, nuestro Padre recibió amenazas de muerte que llegaban a menudo en el fax. En junio, escribía en su editorial, citando al profeta Elías: “Tres veces trataron de quitarme la vida y no lo lograron.” Había un buen motivo en reconocerse en Elías, “hombre verdaderamente libre y, además, por vocación, profeta de desgracia”.

Su historia patética era la suya. Nuestro Padre notó las correspondencias volviendo a leer el relato del capítulo 19 del primer Libro de los Reyes:

“Tuvo miedo (yo también): huyó para salvar su vida (yo también). Al llegar a Bersabá de Judá, dejó ahí a su servidor (hice lo mismo).

“Caminó por el desierto (yo también) todo un día y se sentó bajo un árbol. Allí deseó la muerte y se dijo: ‘Ya basta. Yahveh, toma mi vida, pues yo no soy mejor que mis padres (yo tampoco, y cien veces peor)’. Después se acostó y se quedó dormido. Un ángel vino a tocar a Elías (ángel o hombre no sé, pero mensajero de Dios, estoy seguro) y lo despertó diciendo: ‘Levántate y come’ (a mí igual). Elías miró y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras calientes y un jarro de agua (y yo, una hostia y un cáliz en una capilla solitaria). Después que comió y bebió, se volvió a acostar.

“Pero por segunda vez el ángel de Yahveh lo despertó diciendo: ‘Levántate y come; sino el camino será demasiado largo para ti.’ Se levantó pues para comer, y con la fuerza que le dio aquella comida (y yo, mil veces más indigno, por el Cuerpo y la Sangre de Jesús ¡mil veces más precioso! Y no dos o tres días, ¡mas cien!), caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al cerro de Dios, el Horeb (que es el Sinaí).

“Allí se dirigió hacia la cueva y pasó la noche en aquel lugar. Entonces se le dijo: ‘Sal fuera y permanece en el monte esperando a Yahveh, pues yo soy va a pasar. Vino primero un huracán tan violento que hendía los cerros y quebraba las rocas delante de Yahveh. Pero Yahveh no estaba en el huracán. Después hubo un terremoto, pero Yahveh no estaba en el terremoto. Después brilló un rayo, pero Yahveh no estaba en el rayo. Y después del rayo se sintió el murmullo de una suave brisa.’ (cada profeta tiene su secreto).[30]

¿Su secreto? Lo descubrimos, en medio de mil contradicciones.

LOS UCASES DE MONS. DAUCOURT.

Mons. Daucourt no se rendía y buscaba por todos los medios en poner al Padre de Nantes en mala postura. El 9 de mayo, firmaba un ‘precepto penal’, sancionando el regreso de nuestro Padre por un acto administrativo, sin fuerza alguna, debe notarse, para resolver el litigio doctrinal. El 13 de mayo, en la moratoria prevista por el derecho, nuestro Padre le enviaba una respuesta argumentada para pedirle que modifique su ‘precepto penal’, en la espera de un verdadero proceso por venir, y que habrá un día, necesariamente. “No es una apuesta, escribía nuestro Padre, una ‘reta’ como se pronuncian hoy en día por todos lados a la ligera. Es la certeza de mi fe católica que no ha cambiado, que no puede cambiar, que no se negocia por causa de perfección divina, que me lo asegura.[31]

Como Mons. Daucourt no contestaba, nuestro Padre introdujo un recurso jerárquico ante la Congregación por la doctrina de la fe, según las disposiciones del derecho[32]. Ese recurso puede resumirse en una pregunta echa a la dicha Congregación:

¿Es acaso legítimo llevar a Roma acusaciones de herejía, cisma y escándalo en contra de las novedades conciliares y de los Reformadores?

En virtud del código de derecho canónico, la respuesta es sí, evidentemente. Eso dicho, mientras que nuestro Padre preparaba ese recurso, el obispo de Troyes cometía una nueva torpeza al editar un segundo ‘decreto’, antes que el primero se haya vuelto definitivo por la expiración de la moratoria de apelo o por la respuesta al recurso jerárquico.

Sin embargo, este segundo decreto, fechado del 1º de julio de 1997, es interesante, porque esta vez, Mons. Daucourt va a lo esencial: se dio cuenta que usar las calumnias para justificar sus sanciones, como lo había hecho en el primer decreto, despreciando los derechos de la defensa, no era admisible. Le era necesario confesar que golpeaba al Padre de Nantes de Cesación y de Interdicho con el motivo que “ha suscitado y suscita un grave escándalo entre los fieles, tanto por su actitud que por sus escritos en los cuales denuncia obstinadamente como infectados de herejías ciertos textos promulgados por el papa Pablo VI y los padres del segundo concilio del Vaticano, reprochándole a éste de haber introducido la religión del hombre que se hace Dios en lugar de la auténtica fe católica y en los que acusa de herejía, de cisma y de apostasía al Concilio, al Papa y a los obispos en comunión con él hasta entregar libelos en contra de los papas Pablo VI y Juan Pablo II”.

Habiendo deferido a la Congregación por la doctrina de la fe este decreto abusivo hecho una vez más sin cuidado a los derechos de la defensa, nuestro Padre gozaba del efecto suspensivo de cualquier recurso jerárquico. Pero este terrible enfrentamiento, al igual que el estado de desorden, de anarquía  y de impiedad en los que había descubierto al mundo con consternación al regresar de Hauterive, le mostraba la urgente necesidad de encomendarse en todo y para todo al Corazón Inmaculado de María, esta vez sin reserva y para siempre. Porque “la Iglesia está en el Corazón de la Virgen Santísima. ¡He ahí la revelación definitiva![33]” nos dirá unos meses más tarde.

“HE AQUÍ SU MADRE.”

En agosto, durante su estancia anual en Canadá, rezaba ante la estatua de Nuestra Señora de Fátima en la capilla de la casa Santa Teresita, cuando le llegó esta luz, transformada inmediatamente en resolución:

“Acordándome como, en julio de 1993, me pegó una intensa devoción, y tal vez desmedida o estorbosa a los demás, hacia la Inmaculada Concepción, y como tan pronto empezaron grandes y terribles asaltos del demonio en varias personas y ocasiones, y como entregándome cada vez más voluntariamente, y públicamente también, a esta devoción como una maña exagerada e intempestiva, las consolaciones y desolaciones decuplaron hasta temer lo peor, y esperar más firmemente la Victoria del Corazón Inmaculada de María sobres todas las fuerzas contrarias [...], pensé que tenía que hacer un acto más, justamente ante esta estatua que parece mirar al pobre pecador arrodillado con gran fe a sus pies, me decidí prometerle mantener esta exageración misma de palabras y prácticas, como las que confieso haber tenido tantas veces la desgracia de criticar en los demás, ¡y hasta en santos! Y por eso consagrar mi miserable corazón, aprovechando del efecto saludable del terrible purgatorio de estos doce meses pasados [desde julio de 1996], no por un año, ni diez, sino para toda esta última etapa de mi vida, así tendiendo a reparar todos los efectos o faltas de una errancia demasiado larga […], y proseguiré sin perder el tiempo en razonar y añadiré torpemente, que seguramente, se hallarían incluidos, por ende consagrados, los corazones que veía yo en el mío como así mismo estaba yo inscrito en los suyos, y por eso, ese corazón innumerable formado por la circumincesante caridad, se encontraría sumergido en el amantísimo Corazón de María en el Corazón eucarístico de Jesús, bajo el dichoso e infinitamente enamorado Corazón íntimo de nuestro amantísimo Padre Celestial.”

Circumincesante caridad con una ‘c’, la palabra expresa el perpetuo movimiento de una afección y de una entrega mutuas tan diligentes que se vuelve acogedor a cualquier alma deseosa de participar a ello. Es un amor derivado de los Cielos, y que vuelve allá, con su fruto, la cosecha, la vendimia, si fuera posible, de toda la familia humana, al menos de todos aquellos que Dios nuestro Padre ha elegido y que serán salvados.

“Esa fue mi mayor alegría en mi soledad, y si hubiera debido quedarme ahí toda la vida, es eso lo que me hubiera apoyado. Soy el anti-Freud del siglo veinte porque vuelvo a la verdadera mística cristiana. Apeguémonos a esta vida mística que encenderá al mundo cuando Jesús querrá permitirle a la Virgen María hacer algunos milagros que nos convertirán y salvarán al mundo [...].

“Para mí, para nosotros, es seguro y con una verdad que no pasará que desde ahorita, todos aquellos que arden de amor por la Inmaculada, de entrega eucarística y marial, y de servicio de todas las causas que Ella protege, están ya por una gracia inaudita de la Santísima Trinidad, predestinados, elegidos y prometidos por su Mediación a la Vida eterna del Cielo.

“Mientras que los que no quieren, no desean, no aceptan ni reconocen nada de este imperio de María sobre todas las creaturas, con eso mismo firman y anticipan su propia reprobación al igual que su eterna desesperación. Un rayo de luz reflejado de uno de sus ojos me dio la ilusión de su mirada viva.[34]

De ello siguió un triduo consagrado del todo al Corazón Inmaculado de la Virgen María, en que fue tomada “una decisión inocente y dulce como la Paloma, mas dura y afilada como la espada del Señor de los señores y Rey de los reyes: la de colocar de ahora en adelante a la Virgen María absolutamente encima de todas nuestras afecciones del corazón, de todas nuestras convicciones y pensamientos, de todas nuestras obras exteriores y de todos nuestros deseos.

“Que no me objeten el amor de Dios mismo que debería de todas formas pasar primero y ocupar todo el lugar. Es precisamente en recusar esa objeción que consiste el carácter nuevo, sorprendente, trastornante, de esta devoción a la que por fin ya no pongo moños, que quiero que se vuelva mía ¡porque es lo que nuestro dulce Señor y Maestro quiere y espera de nuestra generación para salvarla! Sí, desde Grignion de Montfort, desde Nuestra Señora de La Salette, desde San Maximiliano María Kolbe y desde Fátima… ese Dios cuyo Amor infinito se va desde toda eternidad hacia ella, finalmente quiere que empecemos por consagrarnos a ella si queremos agradarle a él al entrar en sus preferencias. ¡Qué Misterio, infinitamente sabio y salvador!”

Así pues, me estoy chiflando...”, confiaba nuestro Padre para darle razón a sus adversarios que lo decían malvadamente desde hace tiempo, agregando: “por la Virgen María”. Entonces eso cambia todo. Escuchen, es en serio: “Todos nuestros 150 Puntos deben ser revisados y alineados sobre ese eje. Y la restauración católica de nuestras esperanzas no será un asunto eclesiástico, ni nacionalista, ni, ¡claro está! Sociológico, ecológico o partisano, sino una Cruzada marial y eucarística [...]. Así creo, espero y amo por María, en María, para María, que nuestro amantísimo Padre Celestial llena con su Omnipotencia, volviéndose como su Hijo, para conmovernos mejor, vencernos, convertirnos y salvarnos.[35]

NUESTRO PADRE LE PASA LA MANO A LA INMACULADA.

¿En qué consiste esta novedad? En “prender un cerillo”, el de la devoción a la Virgen María, “bajo su nuevo nombre de Inmaculada Concepción”, a la escuela de San Maximiliano María Kolbe, su caballero leal, y a imitación de su ‘Milicia’. “Prendan ese cerillo y se hará un resplandor en ese palacio que no ven”, aseguraba nuestro Padre. En efecto, desde la definición del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, y las apariciones de Lourdes cuatro años más tarde, donde dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”, hay en ese ‘nombre’ un tesoro aun inexplotado, una revelación formidable que propagar en el mundo entero.

Ya no se está en el campo de la simple devoción, sino en el de la verdad dogmática, objeto de una definición infalible y de confirmación del Cielo.

Por medio de un nuevo retiro sobre la ‘Circumincesante caridad’, totalmente bíblica y relacional, en busca de la Gesta divina revelada en las Sagradas Escrituras para descubrir ahí el secreto del Corazón de Dios, que es de haberla concebido, ¡a Ella! la primera, desde siempre... nuestro Padre nos preparó a consagrarnos a la Inmaculada Concepción, como instrumentos puros entre sus manos, durante un nuevo triduo en la casa San José, del 6 al 8 de diciembre de 1997.

Así “esta consagración total de nuestros seres a la Inmaculada [...] es una conversación a lo esencial de la religión, una interpelación actual a entrar en un movimiento en el que la Bienaventurada Virgen María es la Madre y la Reina [...]. El nuevo falangista, enamorado como un chiflado de la Inmaculada, lo deja ver, no lo puede esconder.[36]

Eso nos dicta nuestra resolución:

“Desgastarse a más no poder, queridos por los buenos, odiados por los enemigos de Jesucristo y de su Santa Madre, dispuestos a todas las cruces, por amor a la Inmaculada. A Ella el amor de todos, la admiración adorante, la confianza, las oraciones largas. Qué Ella le mande a las almas que le están entregadas, consagradas. Qué Ella sola sea vista, al mando de nuestras Falanges. Qué Ella haga la conquista milagrosa de las almas y que las conserve. Qué Ella, quien hizo bailar al sol el 13 de octubre de 1917 para que todos crean, haga el milagro por el cual nos ejercemos en vano: aplastar al infierno y sus ejércitos de demonios, atraer a los corazones sinceros, convertirlos y apegarlos irrevocablemente a su Hijo Divino, Nuestro Señor Jesucristo.[37]

Es decir que nuestro Padre ‘le pasaba la mano’ a la Virgen María, como nos lo anunció el 3 de enero de 1998: “Saben lo que eso quiere decir, cuando se es director de una empresa, se le pasa a alguien más toda la responsabilidad y, algunas veces, todas las consecuencias espantosas de su gobierno. Decidí pasarle la mano a la Inmaculada Concepción.”

¿Qué significaba esta decisión? Esto: “Era menester dejar de ser un sacerdote que gobierna a jóvenes, a jovencitas, religiosos, religiosas, un cierto número de gente honrada para hacer la contra reforma, la contra revolución en la Iglesia. Es menester que seamos sumisos a la Virgen María. Puesto que es ella quien debe ser la patrona de la nueva primavera. Eso, lo hemos aprendido de San Maximiliano María Kolbe: “Si quieren realizar algo, es menester consagrarse a la Virgen María, a la Inmaculada, porque es ella quien reina sobre el Corazón de Dios.’ Es ella a quien se le encargará de reunir las últimas buenas voluntades, y ella los llenará de luz y de fuerza, es ella quien hará todo.”

PRÓLOGO DE POBRE PARA EL EVANGELIO DE MARÍA.

En la Noche Buena siguiente a esta consagración, nuestro Padre recibió, en su contemplación del misterio de la Inmaculada Concepción, una luz decisiva que le hizo escribir:

“No quiero pelear con los teólogos, para saber si esta presencia de María en los siglos de las eternidades divinas, si ella es de siempre a siempre, o del origen de los tiempos y de los días, o del momento de la creación del primer hombre y de la primera mujer...”

No que el teólogo Jorge de Nantes no pueda discutir de ello sabiamente, lo mostró a menudo, pero esas discusiones ya no le parecían útiles. En adelante prefiere beber el agua viva y vivificante de la Sagrada Escritura y del dogma católico.

Y para decir el misterio de María, desde la aurora del mundo, su presencia ‘eterna’ al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, “se me ocurre, escribe nuestro Padre, una media medida, una manera modesta de intermediario entre el Todo de antes, absolutamente desprovisto de regalos de Navidad, ni madre, ni recién nacido en el portal, y el Todo de después, absolutamente estorbado de millares de millón de adoradores, y este intermediario, es una Inmaculada Idea de las Personas divinas hecha Virgen viva, adorante, amorosa [...]. María siempre Virgen, en los besos eternos del Padre y del Hijo invadiéndola con su Espíritu de amor santo y creador, me parece que antes del mundo todo el mundo estaba ya en Ella, en su Corazón Inmaculado y, que después, todo ese mundo se volverá a encontrar ahí sin que nada en Dios haya verdaderamente cambiado, aunque para nosotros, cambio inaudito, de una sola vez y para siempre, dados a luz por María, creados para Ella por la divina Triada, seríamos en este corto intervalo pasado de la nada al ser y del ser terrestre a la beatitud celeste.

“La diferencia no es grande, y es por eso que ni siquiera retendré la atención de nuestros verdaderos filósofos y de nuestros grandes teólogos de los cuales ni siquiera soy el último. La diferencia no es conmovedora más que para los sencillos y los pobres, los ignorantes y los mártires de la vida, porque esperan fuerte, inmensamente ir ¡a verla un día en el Cielo en la patria! mas no tienen verdaderamente esa certeza sino pensando que Ella desde siempre, por supuesto, ella está, Ella, en los brazos de Papá-Dios, ¡que se conocen y se aman absolutamente desde siempre! y que en fin si Jesús es, fue necesario que eternamente ella haya sido su madre terrestre y que del mismo modo ella siempre sea, ¡María Inmaculada, la Madre del Buen Dios!

“Entonces nos conoce bastante, sabe bien lo que somos, que no éramos sino miseria y hasta nada, que nos hemos vuelto a través de los miles de años, por su oración, bajo su mirada, objetos de misericordia y entonces que pronto seremos transformados de miseria en misericordia, en gloria y beatitud cerca de Ella en el seno del Padre, de nuestro buen Padre Celestial.”

Y nuestro Padre concluía su meditación: “Eso dicho, como una manera de alabanza a María, como en un prólogo de pobre al Evangelio de María, sin pretensión...[38]


[1]Vencedor porque fue víctima.’ En octubre de 1969, nuestro Padre ya le había dado ese título a su primera plana, inspirándose del ejemplo de Santo Tomás Becket: “Es a Dios, escribía el arzobispo de Cantorbery, desaprobado por el Papa y abandonado de todos, a quien confío el cuidado de mi causa, a Dios por quien estoy proscrito y exiliado; que Él traiga el remedio a tantos males según le convenga a su sabiduría.”(CRC no 25, p. 1)

[2] CRC no 324, julio-agosto de 1996, p. 1-30.

[3] Negar el misterio de la Inmaculada Concepción es una de las cinco ofensas que Nuestra Señora le dijo a sor Lucía de Fátima más lastiman a su Corazón Inmaculado.

[4] Sermones de los 3 y 8 de abril de 1996.

[5] CRC no 325, septiembre de 1996, p. 32.

[6] CRC no 323, junio de 1996, p. 36.

[7] CRC no 324, julio-agosto de 1996, p. 31.

[8] En aquel entonces nuestro Padre no sabía que uno de los autores principales era el cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI.

[9] Lettre à la phalange no 59 del 21 de septiembre de 1996, p. 2.

[10] Lettre à la phalange no 36 del 20 de octubre de 1991.

[11] El pobre bajo la escalera cuenta la vida de San Alexis. Éste, la misma noche de su matrimonio, abandona a su esposa, a fin de llevar lejos de Roma una vida de unión a Dios, pobre y escondida. Unos años más tarde vuelve a su casa sin dejarse reconocer. Ahí, permaneciendo pobre se vuelve el alma de la casa, llevando a todos por los senderos de la santidad, en especial a su esposa. Tan sólo al final de la obra, cuando éste muere, se cae en la cuenta que era Alexis.

[12] Lettre à la phalange no 59 de los 21-22 de septiembre de 1996, p. 3, carta que firma por primera vez ‘fray Jorge de Jesús María’.

[13] Renaissance catholique no 176, marzo de 2010, p. 4.

[14] En el Cap-de-la-Madeleine en Canadá, hubo primero un milagro en marzo de 1879 llamado el “Puente de hielo”, que permitió el transporte de las piedras de una orilla a la otra del gran río San Lorenzo, para la construcción de una nueva iglesia. Luego el 27 de junio de 1888, la estatua de Nuestra Señora del Rosario se animó y elevó los ojos en dirección de la ciudad vecina, Trois-Rivières, con una “mirada triste y severa” en presencia del cura Luc Dèsilets, del beato Padre Frédéric y de un enfermo. El santuario se ha vuelto la peregrinación mariana más  importante de Canadá.

[15] Lettre à la phalange no 59 des 21-22 septiembre de 1996, p. 3-6.

[16] Ibíd. p. 1.

[17] CRC no 329, enero de 1997, p. 1-2.

[18] Il est ressuscité no 106, junio de 2011, p. 10.

[19] Ibíd.

[20] Vatican  II Autodafé, pamphlet, por fray Jorge de Jesús María, 707 páginas, ed. CRC 2009.

[21] CRC no 329, enero de  1997, p. 2.

[22] CRC no 329, enero de 1997, p. 5.

[23] El conjunto de esta correspondencia ha sido publicada en la CRC no  329, enero de 1997, p. 2-6.

[24] CRC no 329, enero de 1997, p. 6.

[25] Capítulo de comunidad, del 3 de enero de 1997.

[26] CRC no 330, febrero de 1997, p. 2.

[27] CRC no 330, febrero de 1997, p. 2.

[28] La carta de Mons. Daucourt y la respuesta del padre de Nantes han sido publicadas en la CRC n°333, mayo de 1997, p 2-12, como lo serán enseguida todas las piezas del expediente. “Nuestra gran fuerza, decía nuestro Padre, está en publicar todo.”

[29] Charla de nuestro padre a los primeros Hermanos en Villemaur, 11 de noviembre de 1961. A lo largo del año de 1997, algunos artículos fueron publicados en la Contra Reforma católica sobre ‘El Padre de Foucauld, en las fuentes de la mística de nuestro Padre’.

[30] CRC no 334, junio de 1997, p. 2-3.

[31] CRC no 334, junio de 1997, p. 13.

[32] Publicado in extenso en la CRC no 335, julio de 1997, p. 5-31.

[33] Sermón del 23 de agosto de 1998.

[34] Fax a la casa San José, el 20 de agosto de 1997, leída en el campamento de la Falange el mismo día.

[35] Fax a la casa San José, el 22 de agosto de 1997; cf. CRC no 342, p. 2.

[36] CRC no 342, enero de 1998, p. 3.

[37] Ibíd. p. 4

[38] Esta meditación, ha sido publicada en febrero de 2010 en Il est ressuscité no 90, p. 8-9. Cf. Lettre à la Phalange no 84, diciembre de 2009.