Punto 80. ...Y por eso antidemocrática
Ya que la preocupación del bien común de la nación debe guiar la autoridad política y fundar su legitimidad, de ello resulta:
1. Que la República, es decir el régimen político fundado sobre el sistema democrático heredado de la Revolución, no tiene ninguna legitimidad, sino de hecho. El simple juego de las instituciones democráticas, en primer lugar la mecánica electoral, divide a la nación, favorece la impiedad y la inmoralidad, destruye las instituciones naturales protectoras para sujetar a los ciudadanos a una administración enredadora y opresiva; no hay victoria electoral sin mentiras, ilusiones, falsas promesas, pujas entre los partidos; no hay régimen democrático sin centralización del poder, sin aplastamiento de las minoridades, sin potencia de los poderes ocultos financieros.
Además, los cristianos no pueden someterse sino de manera exterior y pragmáticamente, a autoridades “ democráticas” fundadas sobre el culto del hombre, que se pretende la expresión de sus propias ¡consciencias, convicciones y voluntades! Si la autoridad manda en nombre de Dios, en nombre de su derecho divino, es evidente que hay que obedecer; mas si ella pretende mandar en mi nombre, por mi derecho y por mi libertad, entonces ya sólo me queda obedecerme a mí mismo.
El poder democrático es pues inexistente. El falangista no le reconoce ningún derecho sobre él, sobre su familia, sobre la nación, sino de hecho y de orden público.
2. De esta constatación y de la siniestra letanía de la corrupción democrática, resulta que toda autoridad soberana legitima deberá necesariamente asestar a un derrocamiento espiritual, mental y moral de la ideología democrática y del sentimiento republicano.
Se debe también desear que las circunstancias permitan deshacerse lo más rápido posible de las instituciones democráticas. Si no es oportuno hacerlo o si todavía no es posible por diversas razones, será necesario al menos que la autoridad soberana se desafíe y prevea mecanismos institucionales para limitar los estragos, contrarrestar la corrupción, evitar la división de la nación. Es una condición esencial de su propia legitimidad.
3. Ante el régimen democrático, la excelencia del poder personal no está por demostrar. El monarca, dictador y rey, libre soberano, jefe de nacimiento o hasta usurpador, gobierna por encima de los intereses particulares, de las potencias de dinero y de las presiones partidarias. Decide de todas las cosas políticas en último recurso.
Esta teoría de la monarquía excluye absolutamente la democracia poliárquica y la monocracia plebiscitaria, no obstante eso no excluye ciertas repúblicas tradicionales, en las que el poder es cierto colegial, pero al mismo tiempo indivisible y soberano.