Georges de Nantes.
Doctor místico de la fe católica
2. LA VOCACIÓN
GEORGES de Nantes nació, vivió, murió envuelto en la santidad de la Iglesia cuyo manantial es la Santa Eucaristía. El primer tomo de sus Memorias y Relatos está literalmente impregnado del perfume de este sacramento, de la primera a la última página, desde “las inocentes impresiones de la primera infancia, donde brillan con un resplandor seductor la Hostia blanca y el cáliz de oro, misterioso”, hasta la Misa cotidiana, “instante, emoción, acción, misterio nuevo de cada día”.
A tal punto que, escribir sus Memorias, para nuestro Padre fundador, resulta descubrir que al Santo Sacrificio de la Misa, en verdad, “por rastros más o menos visibles, siempre estuvo enlazada toda mi vida, mi amanecer, mi mediodía y mi tarde... Sí, al instante me doy cuenta de que en el fondo, por que ha sido de todas las edades, de todos los lugares, en todos mis estados, es él el principal objeto de mi vida, con mucho el más considerable y vuelto ya pronto la causa del resto.
“Los otros elementos, los trabajos, los amores, las preocupaciones, las pasiones han sido aquellos de una temporada, de un lugar, de una época, pequeños dramas olvidados, desdeñables. Mientras que la Misa ha sido, tan lejos que remonto, de siempre, en todos lados, a siempre y aún, lo espero, lo pido, en el último de mis días.1 ”
En la memoria viva del pequeño provenzal, penetrado, desde su más joven edad, del don de ciencia, las vacaciones de Chônas son inseparables de la Misa cotidiana que le gustaba servir al señor Cura, éste y aquélla determinando su vocación esencial: en una parroquia, volverse ‘el de hombre de Jesús’, ‘el Verbo encarnado entre los pobres campesinos’2 .
EL CURA DE CHÔNAS.
“Sin embargo otro dulce esplendor ejercía sobre mí su ascendiente, tan sereno que de ello no tenía conciencia alguna, tan profundo que lo resiento aún exactamente en mi corazón con, por así decir, la dureza del acero. Era aquel del Padre Fresnay o Frainet – no sé como se escribe, nunca lo leí en ningún periódico, ningún libro, y nunca le he escrito –, nuestro cura. Nada en él que entusiasmara, no más que en su Iglesia, para unos niños que no saben descifrar el misterio de las personas mayores. Guardo su cara en los ojos, pelo blanco, binóculo, la sonrisa dulce y serena, el hablar sencillo y un poco estropajoso por lo que podía ser timidez. Nunca lo veíamos en nuestra casa, o tan poco a menudo que lo he olvido. ¿Tal vez a causa de la condenación de la Acción francesa? ¿o porque era el castillo? Y además, no eran sus modales. Sabía quedarse en su lugar de cura, que era aparte y arriba, con discreción, con dignidad. Vivía en su iglesia, en su curato, en su jardín que mantenía y cultivaba, en gran blusa como las nuestras y el sombrero de paja, con un placer evidente.
“¿Cómo hizo sobre mí tal impresión? Es inexplicable”, si no por esta gracia de predestinación que hemos dicho. “Frecuenté más íntimamente a los Padres maristas, los Jesuitas de Brest, los Hermanos del Puy, religiosos de gran valor y que me enseñaron mucho más. Él, era... ¿osaré decirlo, confesarlo? era la imagen del sacerdote, simplemente. Su manera de hacer, de vivir, de hablarnos, su actitud digna, honesta, humilde, su afabilidad por nosotros, con un nada de discreción voluntaria, era el retrato que debía hacerme y que un día debería imitar del sacerdote según el corazón de Dios. Amaba... el sacerdote. No podría explicar otra cosa de ello porque no supe nada más de él. Y no medí verdaderamente este dominio secreto sobre mi alma sino mucho más tarde, cuando, mi ideal alcanzado, en Anceaumeville, y debidamente instalado cura de Villemaur, me puse a vivir como el padre Frainet, en una especie de mimetismo seguro y delicioso que hacía toda mi gloria y toda mi felicidad.
“Como él, llegar primero a la Iglesia y recitar mi breviario bajo la única lámpara encendida, y vigilar con un ojo paterno el tumulto de los acólitos y dejarlos despertar todo el país con sus campanadas, y sus rizas, en el campanario. ¿Soy yo, no es más bien el cura de Chônas que reprende a Roland por que enciende siempre las velas quince minutos antes? ¿y que regaña a Philippe o Michel, como antaño “ mon petit Georges” (mi Jorgito), por los mismos pecadillos:
– ¡Cuando presentas la bolsa de corporales al sacerdote, te acodas al altar! El altar, es sagrado. Y cruzas las piernas, como cuando sostienes tu bici, no es conveniente.
O aún:
–Eric, ya te dije que en las abluciones tocas el cáliz, ¡ten cuidado!3 ”
Este acolito no tendrá otro sueño: imitar a su Cura que admira intensamente. A sus ojos, siempre representó el modelo perfecto del clero francés de ‘ancien régime’,4 quiero decir de antes del concilio Vaticano II. Esas páginas exhalan un perfume, una dulzura, un “ no se qué”... toda la suavidad de la Iglesia nuestra Madre, sin hinchazón, en toda verdad. ¡Es ese encanto incomparable que ejercerá a su turno sobre sus alumnos y discípulos, y falangistas, cuando vendrá el momento de defender la Iglesia santa contra las críticas de los pretendidos Reformadores!
Antiguo régimen: dícese del régimen de antes 1789 pero por extensión de antes del Concilio.
EN LA ESCUELA DE LOS HERMANOS.
De los Padres maristas y de los Hermanos de las Escuelas cristianas del Puy tampoco, su corazón jamás se despego, habiendo recibido en herencia el don de piedad filial. “Soy demasiado el hijo de esos Padres y el hermanito de esos Hermanos para olvidar o renegar lo que me han enseñado.5 ”
¡El Pensio!6 Se lee en las Memorias y Relatosuna descripción subida de color de esta institución de antes del diluvio “integralmente, profundamente católica”, panal zumbador, llevado tambor batiente por religiosos con una consagración absoluta, paternalmente materna, y de la cual Jesús Hostia, presente en el sagrario, era el centro. “Ahí donde Dios es servido primero, todas las otras riquezas abundan [...]. Era un mundo protegido donde lo mejor en nosotros podía crecer, donde el mal naciente era combatido y las seducciones del mundo alejadas, atenuadas. Esas comunidades numerosas de religiosos piadosos, castos, regulares y enteramente consagrados a sus alumnos se volvieron el inquebrantable fundamento de mi vocación. Los millares de pequeños hechos o palabras, notados por el niño pero rumiados por el hombre que me he vuelto, me precipitan de rodillas delante de esos maestros olvidados que fueron unos santos, a ojos de Dios y a nuestros ojos tan poco atentos pero amantes. Cuando abrirán mi corazón, se leerá ahí el nombre de mi profesor de ‘seconde’,7 Señor Bardel, en religión el hermano Nestor. ¡Cuánto me amó! ¡Cuánto lo hice sufrir!...8 ”
“Los hermanos vigilaban nuestros recreos, nos obligaban a jugar, a correr por los días de gran frío. Eran ellos que nos acompañaban en nuestros largos paseos en filas, ¡tres por tres! Siempre ellos, siempre sencillos, ¡fraternos! a veces tendidos por el temor de un desorden, de una insolencia, y a veces por el cansancio o las preocupaciones que no nos imaginábamos. ¡Increíble abnegación!...
“Ya no podía, como en los tiempos de mi vieja pereza; rayar la página blanca de mi deber precisando que “ no entendí lo que sigue”... Aquí, eso, no pasaba. Había que trabajar. Me puse a ello, con un enorme retraso que colmar. ¡Porque esos campesinos se aplicaban! en verdaderos Auvergnats que saben lo que cuesta, que quieren salir adelante, y que lo lograrán. A menudo había exposición del Santísimo al final del día. Era siempre mi alegría secreta, mi cuarto de hora de éxtasis y de ternura.
“Nos aflojábamos al salir de clase, sin esperar estar en el patio,... en las filas, a lo largo de los grandes vestíbulos, bajando la escalera. Pero en el punto estratégico de donde se podía observar todos los pasajes, de entrada, de salida sobre los dos patios y la ciudad, y las tres escaleras, se ponía el Señor Cuminal, del cual no les diré el apodo familiar. Pequeño, la cara redonda y frescota, dos ojos de una extraordinaria rectitud, la muñeca fuerte, el hermano subdirector, además profesor de griego, de latín, de todo lo que se quiera, se apostaba ahí, acechando al delincuente, sabiendo la reincidencia, cazando al clandestino. Y de repente un truene de dedos sonoro, la interpelación: “¡De Nantes, parlanchín!” Hay que alcanzar la fila inmovilizada en medio del hall, perder su recreo sin saber qué retención, qué castigo terminará la falta. El hermano Cuminal manifestaba una justicia absoluta, una regularidad comunicativa, una serenidad súper celestial en lo más fuerte de las reprensiones más dramáticas. ¡Me pregunto ahora si no se divertía mucho de todo ese espectáculo! Y sin embargo, fuera de los momentos de vigilancia, gran hablador, reidor, sabio humanista, y tan piadoso que dirigía para nuestra felicidad la congregación de la Virgen María. Sin que se diera cuenta de ello, fijaba en nuestra memoria la imagen de un hombre fuerte e infatigable, justamente severo y con una abnegación total. Es él, con su disciplina “panóptica”, que hacía funcionar la casa. ¡Ah! ¡qué maestros!9 ”
LA AMISTAD.
En cuanto a sus compañeros, el autor pinta su retrato con una pluma tan cordial que los vuelve presentes, uno particularmente, Auguste Bach, con el cual se lio por una maravillosa amistad:
“Algunos hijos de campesinos llevaban sus blusas, lo he dicho, en campana cayente hasta el nivel de las bolsas del pantalón, y nosotros blusas ajustadas, encima de la casquilla, apretadas por un cinturón. Él, llegaba siempre rebotando como un fuego fatuo y su blusa, jamás abotonada, le hacía una especie de velo detrás de él, de estandarte. Era naturalmente épico. Iba al grupo más numeroso; tenía siempre una historia que contar. Entre los externos, era el más universalmente amado. Era chistoso y a menudo desconcertante [...].
“Tocaba clarinete en la harmonía, era de los primeros en todo, en deportes atleta, no en fuerza pero en agilidad, y actor, actor nacido para la tragicomedia que hacía salir de nuestro cotidiano. Era la vida, la riza y el entusiasmo siempre nuevo, siempre libre, que simbolizaba este babero detrás de él siempre en movimiento, en medio de nuestras pesadas rigideces. ¿Compartía mis ideas? Es eso que hizo nuestra amistad, creo, cada vez más profunda y segura. Nuestras conversaciones infinitas me iniciaban al juego del espíritu que pone a discusión todo lo adquirido familiar, que hace jugar los resortes de su dialéctica como el deportista calienta progresivamente todos sus músculos”, para la gran lucha de toda su vida.
“Y él, al final de su diversión perpetua de los ridículos de la sociedad del Puy, de lo pintoresco de la vida, de lo serio espantado de los Hermanos, se maravillaba de entrar cada día más en mis amores fervientes de la Iglesia, de Francia, del Rey, ¡desde entonces! y de ver mis principios, escapados a su critica universal, brillar con un esplendor muy vivo [...].
“Era un alma, ardiente, traspasada por corrientes contrarias fuertes. Era en él el juego de las tinieblas y de la luz, el conflicto de la pesantez que representaba un mundo oscuro, una fauna externa a la cual no tenía acceso, y de la gracia donde nuestra maravillosa amistad resplandecía con felicidad. Cuando, una tarde de invierno, y debía ser en febrero de 1938, asistimos a la gran premier, para El Puy, de la película de Léon Poirier, El llamado del silencio.10 ”
EL PADRE DE FOUCAULD.
Hay que leer este relato punzante de una sesión de cine que decidió de la vocación de nuestro Padre... ¡y de la nuestra!
“El Padre de Foucauld me era sin duda desconocido en 1938. Busco en mi memoria y no encuentro ningún rastro de un recuerdo anterior, pero eso no quiere decir nada tanto el evento iba aplastar todo con su relumbrante luz. Era en la sala de fiestas del Internado, un domingo por la tarde, en invierno. Los externos estaban ahí y Mons. Norbert Rousseaux, obispo del Puy honraba con su presencia esta proyección excepcional. Veíamos primero a Léon Poirier hacer un discurso sobre su película, lo que no era común. Los principios me parecieron durar un poco: Estrasburgo, el nacimiento de Charles, el deceso de su padre y de su madre, el abuelo Morlet en Nancy [...].
“Me acuerdo mejor del escándalo que produce en Sétif el desembarque de la tanto vivaracha como falsa vizcondesa de Foucauld, los quid pro quo regocijantes, ¡el escándalo [...]! Después, recuerdo todo hasta el menor detalle. Es Évian. La escena en la gradería del hotel, cuando Foucauld anuncia a esta cotorra que Bou Amama se agita en el Sur Oranés, subleva las tribus rebeldes, que su regimiento combate, sus compañeros [...]. Es el Ejército que conduce su primera conversión. Toda caricatura se borra y el estilo teatral de esa película de época se olvidará. Mi corazón está captivado. Escenas de guerra en el Atlas... Foucauld escuchando los sueños de exploración en el desierto, por el conservador del museo de Alger, Mac-Carthy, que jamás partirá. Aquél que escucha entra en esta fiebre de exploración, él también oye el llamado de las tierras desconocidas, del bled prohibido. He aquí las admirables escenas de exploración en Marruecos donde Árabes y Bérberos, sobre todo esos grandes Bérberos del desierto, esperan a los Franceses y saben adivinar en rabbi Joseph un oficial francés enviado en reconocimiento, anunciador de una próxima colonización que los liberará, como aquellos de Algeria, del yugo de los sultanes y de la anarquía... Sí, sí, el tiempo vendrá, y se marchará ¡ay! pero en ese momento no hubiera podido imaginarlo.
“Después hay el intermedio de Paris. La agitación de los salones, la fiebre de las novedades. En 1886, ¡la invención del cine! ¡La vanidad de aquel mundo, de esos mundanos, en contraste tan fuerte con el silencio del desierto y la solitud del explorador disfrazado! Adhiero a ello, me identifico, me deslizo con fervor, -¿y no es lo propio del teatro, su dominio y frecuentemente su inmenso peligro, en este instante vueltos al bien?- me fundo en ese personaje que sale de las fiestas dadas en su honor, cansado, inquieto, ávido de claridades que no tiene. Y cuando su tía Moitessier, sus primas le manifiestan una dulce solicitud, discreta ¡y tan inteligente! admiro y ardo de ver sus cuidados alcanzar su meta y las amo y particularmente Marie, que será hasta el último día el alma más amada. La escena de la confesión y de la comunión que la sigue de manera tan inesperada, en San Agustín, es sin concesión al arte cinematográfico [...].
“La película nos lleva a su ritmo que no es aquel de la vida. Nuestra Señora de las Nieves, Akbès en Siria, y Nazaret donde el vizconde de Foucauld se ha vuelto el pobre jardinero de las clarisas, arrobado de llevar en los lugares mismos donde vivió Jesús, su vida, su contemplación durante las largas noches y las horas calientes del día, sus humillaciones. Todo un itinerario espiritual sobre el cual volveremos incansablemente entre nosotros, que imaginaremos, que desearemos vivir, pasa como un sueño en esta sala oscura de cine, a la velocidad demasiado grande de una película que quisiéramos estirar, parar.
“Cuando el hermano Charles de Jesús, sacerdote, vuelve al Sahara, nuestros corazones están conquistados, incendiados del deseo de seguir al ermitaño con su cogulla blanca de trapista, recortada, marcada del corazón rojo y de la cruz, su rosario gordo colgando a su cintura, con la sonrisa de bondad inolvidable. Mi vocación la he encontrado, hubiera podido de decir con Santa Teresita del Niño Jesús, si hubiera conocido entonces esas magníficas palabras... Seré monje misionero, ermitaño en el fondo del desierto, adorador de Jesús Hostia, viva y silenciosa presencia de la divina Caridad para los pobres paganos del Sahara.
“Me llenaba el corazón, el alma, la memoria también, de cada escena de esa película ¡que iba demasiado rápido! Y después, no aprendí nada del Padre venerado que no haya apercibido ya ahí. Todo convergía, como los demasiado rápidos capítulos de los Evangelios hacia la Pasión, hacia la Cruz, hacia el martirio minuciosamente reconstituido.11 ”
Toda la juventud de las escuelas católicas de esa época estuvo trastornada y galvanizada por la figura del Padre de Foucauld, como de un Cruzado marchado para reconquistar el continente africano a Cristo.
Así, a la edad de catorce años, el joven Georges de Nantes recibió su vocación y, desde ese día, el “Pensio” se volvió para él la escuela del monje misionero que quería ser detrás del Padre de Foucauld. Cerca de los hermanos, siguió su formación con un entusiasmo perpetuo, empeñándose en la congregación de losHijos de María, con los scouts, y aun... en la JEC, lo que faltado poco para perder..
TENTACION: LA JEC.
“Eso me llego indirectamente, en el tiempo más dichoso de mi segundo año en el Puy; trabajaba mejor, me llevaba perfectamente con mis compañeros, y mi gran fervor se delectaba de todos los retiros, ceremonias y conferencias que llenaban nuestra vida de internos. Un día, en el recreo, Bonnet me preguntó si quería formar parte de la JEC que estaban lanzando en el Pensio, él y algunos externos, después de haber asistido a reuniones en el liceo del Puy donde ya existían desde hace poco.
“ La JEC, ¿qué es? pregunté. ¿La Juventud estudiante católica?
-¡No! católica no: cristiana.
-¿Cuál es la diferencia?
-Es que los protestantes pueden formar parte de ella.
-¡Ah! bueno. ¿Y qué se hace ahí?
-Apostolado. Es para cambiar el espíritu de los tipos del Pensio. Ven a la reunión esta tarde, verás, está padre.”
“Tan pronto me apasiono y, a mi turno, emprendo de atraer ahí a mi mejor amigo. ¡Ay! desde las primeras palabras, se desternilla de riza:
“¡Tú de acuerdo! Adoras todos esos chismes. Pero yo, ¿hacer apostolado? ¡Date cuenta! ¿Me ves hacerle la moral a Grangeon, a Juilliard? Me dirían de hacérmela primero a mí mismo...”
“¡En pocas palabras, rechazo! Y sin embargo son más bien batientes de su clase que la JEC hubiera necesitado, pero ellos, el hecho es que los hacia morir de riza.
“Cuando recuerdo esa entrada repentina en la JEC, la manera de decidirlo me impresiona: no tenía que pedir autorización a nadie, no tenía ningún esfuerzo que hacer, ninguna prueba de buena voluntad que proveer. En la sociedad jerárquica donde vivía, en todo sumiso y dependiente, en el internado donde el Queridísimo Hermano director decidía de todo, regulaba la vida cotidiana, las oraciones, los trabajos y los juegos, donde la Congregación de la Santísima Virgen juntaba a los alumnos más piadosos, por designación del hermano Cuminal, quien él mismo, dirigía las reuniones, era nuevo y sorprendente. Un niño modesto y de virtud verdadera hubiera sin duda escrito a sus padres, pidiendo consejo y permiso. Yo, aceptaba instantáneamente, estimulado por la invitación, excitadísimo con la idea de hacer apostolado, y tal vez de sentirme alguien, de jugar un papel entre mis compañeros, ¡y de decidirlo por mí mismo! ¿Gusto del fruto prohibido? Apenas. De fruto ofrecido y de promoción, y de novedad en el prosaísmo de la vida de interno. Era, pero lo noto hoy solamente, mi primer acto democrático, mi evasión fuera del cuadro autoritario que había sido el mío hasta ahora y mi entrada en lo desconocido de un movimiento, libre, igualitario, fraterno, todo en espontaneidad y en busca, que íbamos a fundar, ahí, entre compañeros, para cambiar el espíritu del Pensio.”
Mejor dicho el espíritu de reforma.
“Iba a las primeras reuniones. Era bastante lamentable y es lo que me obligo de volver ahí para no parecer informal. Esos cuatro o cinco externos tartajeando la oración, cantando mal el canto de la JEC, desconcertados por la encuesta... Si se trataba de rezar, de cantar y de poner ambiente, estaba en mis cuerdas. Me quedé. Es así que la JEC me engaño.12 ”
Hasta el día en que, en casa, “la conversación vino sobre la JEC y le dije a mis papás la extrañeza en la que estaba sobre una vasta encuesta lanzada desde el regreso a clases [la guerra había sido declarada el 3 de septiembre de 1939], en Messages, sobre el nazismo. Porque, rápidamente, la serie de preguntas deslizaba de Hitler a Maurras, del racismo pagano de Rosenberg al nacionalismo integral de la Acción francesa, como si fuera la misma cosa. La lección que sacar nos era dada con insistencia: la guerra hacía un deber a los jóvenes cristianos de estar vigilantes contra toda forma de racismo, de paganismo y de nacionalismo exagerado. Más que nunca la hidra fascista hacía entender a los cristianos que la democracia era en nuestra época el único verdadero ideal evangélico, etc.
“Mis papás no manifestaron ninguna sorpresa de esta baja maniobra. Desde siempre, sabían que la Acción católica había heredado de Sangnier y de su Democracia cristiana su odio de Maurras, el maestro de la contra revolución, y que proseguía su pleito en toda ocasión para vengar su condenación por Pio X. ¿Pero en plena guerra, no hesitaban en comprometer la unión sagrada? ¿Y cómo se les creería, cuando sólo la Acción francesa no había dejado de recordar el peligro de un germanismo siempre renaciente, mientras que la Acción católica no dejaba de cantar las alabanzas de la buena Alemania pacífica y de reclamar el desarme de Francia?
“Estaba asqueado y me volvía a encontrar del lado de mis papás, feliz y orgulloso de su clarividencia, de su patriotismo. De una vez un velo se desgarraba, aquel de la hipocresía religiosa. Regresé al Puy, el 3 de enero de 1940, el corazón lleno de angustia por nuestro País que nuestro padre veía mal armado, mal gobernado, prometido a una derrota ineluctable. Y estaba muy decepcionado de mi JEC, oficina de traición y de guerra civil.13 ”
(1) Mémoires et Récits, t. I, p. 33.
(2) Mémoires et Récits, t. I, p. 98.
(3) Ibid., p. 93-95.
(4) Antiguo régimen: dícese del régimen de antes 1789 pero por extensión de antes del Concilio.
(5) CRC no 6 (suppl.), marzo 1968, p. 16.
(6) Pensio: Diminutivo de Pensionat. Apodo dado por los alumnos al internado.
(7) Seconde: Corresponde a 1ero de Preparatoria.
(8) Ibid., p. 16.
(9) Mémoires et Récits, t. I, p. 149.
(10) Ibid., t. I, p. 159-163.
(11) Ibid., p. 165-172.
(12) Ibid., p 191-193.
(13) Ibid., p. 208-209.