Punto 64. La invención de Satanás: II. El derecho de los pueblos

1. El pecado original es una rebelión que provoca otras en cascada. Del mismo modo la soberbia de los reyes de derecho divino prevaleciéndose de su autoridad como de un derecho laico, soberano, contra la Iglesia, y la soberbia de las naciones cristianas liberándose del yugo de Cristo Rey, han excitado a su vez a ambiciosos sin ciencia ni conciencia, a pueblos sin pasado y sin virtud, a reivindicar los mismos derechos y a conquistarlos por la violencia. El derecho de los pueblos en disponer de sí mismos, en nombre de la Libertad, ha sido a veces invocado para liberar a antiguas naciones de la injusta opresión de potencias extranjeras, pero es no ha sido más que la cobertura de una insurrección general de los “pueblos” contra sus autoridades legítimas, contra el cuadro tradicional de su existencia política en el concierto de las naciones y el respeto de los tratados internacionales.

2. El falangista, resistiendo a la corriente revolucionaria, contesta la legitimidad de un derecho semejante de los pueblos a libertarse de toda tutela para acceder a la independencia nacional, como si ésta constituyera un bien necesario y primordial, para la dignidad de cada pueblo, para sus valores, su progreso humano ¡y hasta para la eterna salvación de sus miembros! Al contrario, la historia nos presenta ejemplos de imperios y de reinos multirraciales, multiculturales, federaciones o confederaciones de pueblos o Estados, como existen comunidades históricas desmenuzadas en principados, ciudades o repúblicas despojadas de toda institución política común y además de todo sentimiento nacional.

Aun si en algunos casos de opresión evidente parece justificarse, este principio nunca debe ser invocado ni aceptado porque es intrínsecamente  perverso, inhumano y anticristo. Reivindica como un derecho absoluto, fuera de toda gracia, de todo esfuerzo y de todo mérito, de todas las garantías políticas, sin necesidad de la bendición de la Iglesia ni de reconocimiento internacional, lo que debe ser, en verdad, el fruto largamente y valerosamente preparado, merecido, pedido y esperado, por fin alcanzado, del esfuerzo cristiano y humano de todo un pueblo.

3. En efecto, este principio revolucionario incendió y desangró a la Europa del siglo XIX y el mundo colonizado en el siglo XX. Las guerras que engendra son masivas, interminables, inexpiables; se vuelcan en genocidios, de ello resultan tiranías espantosas. Porque este pretendido derecho, pura creación de la razón, supone una definición imposible a priori de lo que es un pueblo. Reivindicada arbitrariamente por hombres y partidos que hacen como si su “pueblo” oprimido fuese una totalidad homogénea e exclusiva, este derecho a la autodeterminación necesita una acoso y una exterminación de las minoridades, una exaltación histérica del derecho a la diferencia, y pronto, para este pueblo, una pretensión imperialista a conquistar al exterior todo lo que por alguna razón pueda parecer pertenecerle. Existencia amenazadora y amenazada, esta soberanía nacional nacida de la Revolución es la caricatura demente, y peligrosa, de nuestras viejas naciones históricas. ¡Cuánto perdieron de su tranquila legitimidad y fuerza, recusando someterse a las voluntades del Sagrado Corazón y en proclamarse cristianas!

4. Hoy, este principio es invocado para debilitar o destruir Estados reconocidos internacionalmente, pero cuya existencia molesta la libre explotación de las riquezas naturales o la defensa de los intereses estratégicos de las grandes potencias. Le sirve también a las organizaciones internacionales como amenaza permanente para someter a los gobiernos a sus diktates, bajo pena de ver alentadas y luego reconocidas las reivindicaciones regionalistas y separatistas.