Punto 58. El Antiguo régimen cristiano: III. El pueblo

Antes de la Revolución, el pueblo se ocupaba de sus devociones, de sus negocios, de sus amores, de su trabajo, de sus placeres en una libertad sorprendente. Sorprendente para los ciudadanos de nuestras sociedades llamadas democráticas, para las cuales la regla común es la servidumbre, la obligación militar, fiscal, administrativa, laica, socialista, centralista... Gracias a un anacronismo para nada inocente, se nos da a imaginar al Antiguo Régimen cristiano como un doble totalitarismo, clerical y real. No hay nada más contrario a la realidad que, comparada a nuestra vida reglamentada de mil maneras bajo el pretexto de igualdad democrática ¡nos parecería hasta escandalosamente anárquica!

1. La ley que gobernaba la existencia individual, era la libertad. Ella resultaba de la vocación específica y de la moderación tradicional de las autoridades religiosas y políticas cristianas. Cierto los papas y los obispos, los reyes y los príncipes han cometido en la historia muchos actos arbitrarios, injusticias, violencias. Mas a diferencia del totalitarismo revolucionario, esos abusos de poder y de situación nunca encontraron justificación en alguna teoría absolutista. Fueron injusticias, nunca fue una regla.

2. En el cuadro de la ley divina necesaria a la salvación y de las leyes civiles necesarias al bien común temporal, cada uno encontraba qué hacer y cómo vivir según las mil y un ocupaciones y solicitaciones de su interés privado. Así se constituía, se organizaba y se ramificaba al extremo una sociedad de hombres libres, en sus familias, sus municipios, sus corporaciones y cofradías cuya regla esencial, exenta de toda hipocresía, era la busca de su propio interés.

Los dos sistemas jerárquicos que los gobernaban desde arriba, de lejos, no intervenían sino escasamente para una pequeña serie de obligaciones absolutamente esenciales y, en cuanto al resto de la vida, dejaban en paz, arbitraban los conflictos, incitaban al bien y al mejor servicio.

3. Sin embargo, eso no tenía semejanza alguna con lo que ciertas personas proponen como remedio al totalitarismo democrático moderno: una “ anarquía” controlada por un poder liberal o por una monarquía bonachona: “ la anarquía más uno”. Era el profundo y absoluto respeto hacia Dios y a la Iglesia, era la inviolable fidelidad al Rey y a su servicio, que abastecían cuadros bastante seguros, un espíritu de orden y de grandeza bastante fuerte, para que en lo restante la vida fuese toda de libertad civil y de espontaneidad moral. De ello resultaba, a pesar de los mil sufrimientos ordinarios y singulares de la vida, esta alegría que atestiguan los historiadores, esta dulzura de vivir que hoy hemos perdido.