Punto 20. Contra el vértigo del saber humano: la humildad

1. El falangista práctica el mandamiento del Señor que es el de la caridad. El amor del Padre celestial y el amor de Jesucristo, su salvador y por consiguiente su prójimo más cercano, lo llevan al amor de su hermanos humanos. No hay amor perfecto a Dios sin la gracia de Jesucristo, ni amor a Jesucristo sin amor al prójimo. Y cualquier hombre es, al menos en esperanza, cristiano nuestro hermano. Porque Jesús hizo de su ejemplo una ley, él que amó primero al que todavía no lo amaba, él que nos amó con el mayor amor, dando su vida como precio de rescate a fin de volverse nuestro hermano.

Esta divina caridad va y viene del Salvador a los hombres redimidos por su Sangre, del inocente al criminal, del más cercano al más lejano, hasta los más pobres, a los más abandonados de los infieles, a todo hombre y hasta el enemigo más cruel.

2. El obstáculo a la caridad es la soberbia, de raza, de casta, de superioridad. La salvación pertenece a los humildes, a los que se saben objetos de misericordia y que, ellos mismos, son misericordiosos; se le niega a los que levantan muros y se atrincheran en su suficiencia, separados de los otros hombres, por consiguiente de Dios. Desde Jesucristo ya no hay pueblo elegido, raza mesiánica, casta de los perfectos, de los puros, de los sabios; nunca habrá súper-hombres. Fariseos de antaño, estoicos y cataros de anteayer; nietzscheanos de ayer, elitistas de hoy, todos aquellos que se declaran de una sangre, de un pueblo, de una cultura, de una clase superior, elegidos, sin necesidad de redención, sin deber de misericordia y de piedad, sin comunión de caridad cristiana, se atraen la maldición eterna.

El falangista, reconociendo los dones que ha recibido de nacimiento, de la civilización y de la gracia, se complace en la humildad, virtud cristiana y promesa de felicidad. Hace fructificar sus talentos, con magnanimidad, al servicio de sus hermanos humanos, en la misericordia y, según la palabra y el ejemplo de Cristo, en el perdón de las injurias, marca suprema de amor fraterno.